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19 Abril 2024, Puebla, México.

Fidel Castro zarpa de Tuxpan en el Granma

Historia |#54acd2 | 2016-11-26 00:00:00

Fidel Castro zarpa de Tuxpan en el Granma

Carlos Tello Díaz

 Mundo NuestroCarlos Tello ha publicado este mes de noviembre la crónica del inicio de un ciclo largo en la vida de Cuba. El de Fidel Castro y la revolución que marcó la segunda mitad del siglo XX latinoamericano. Ayer 25 de noviembre murió Fidel. Principio y fin. De la revista Nexos reproducimos este texto magistral.

La noche del 20 de junio de 1956 el doctor Fidel Castro Ruz salió de la casa localizada en el número 26 de la calle Kepler, en la colonia Anzures de la Ciudad de México. La casa, que servía para alojar a compañeros que militaban en el Movimiento 26 de Julio, estaba alquilada por una amiga suya, la cantante cubana de centros nocturnos Orquídea Pino. Aquella noche, luego de dar unos pasos por la banqueta, oculto por la oscuridad, Castro Ruz subió con unos compañeros a un Packard 50 color verde, con placas IW-55-655 de Miami. El automóvil avanzó hacia la calle Mariano Escobedo. Ahí detuvo la marcha y apagó las luces. Junto con Castro Ruz bajaron dos individuos más: Universo Sánchez, su guardaespaldas, un campesino de Matanzas, y Ramiro Valdés, su hombre de confianza, un camionero de Artemisa, en la provincia de La Habana. Empezaban a caminar cuando los rodearon varios hombres vestidos de civil, armados con pistolas ocultas bajo el saco. Les mostraron sus credenciales de policía, para después inspeccionar el Packard. “En la cajuela del vehículo hallaron tres ametralladoras, un rifle de alto poder, cinco pistolas y dos granadas de manufactura estadunidense”, comentaría la prensa. “Ellos no opusieron resistencia y tan sólo se concretaron a afirmar que portaban esas armas para su defensa, dado que tenían enemigos políticos”. Los agentes los empujaron a un vehículo y los condujeron a las oficinas de la Dirección Federal de Seguridad, en el número 6 de la Plaza de la República, junto a la masa de concreto del Monumento a la Revolución.

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Ilustraciones: Kathia Recio

 

Esa misma noche, en el curso de la madrugada, fueron aprehendidos varios otros cubanos que también militaban en las filas del Movimiento 26 de Julio. Todos fueron concentrados en el tercer piso del edificio de la Dirección Federal de Seguridad, “una sala espaciosa con muchas mesas y sillas”, en palabras de uno de los detenidos, el negro Juan Almeida. La policía estaba tras sus pasos desde principios de 1956, cuando el Servicio de Inteligencia Militar de La Habana anunció que Castro Ruz preparaba desde México el derrocamiento del gobierno de Fulgencio Batista. El coronel Orlando Piedra, jefe de investigaciones de la Policía Nacional, salió entonces hacia la Ciudad de México para intercambiar información con el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, jefe de control e información de la Dirección Federal de Seguridad.

Fidel estaba por cumplir un año en México. Había llegado al país luego de pasar 22 meses de prisión en la Isla de Pinos por haber dirigido, el 26 de julio de 1953, el asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba. Fue uno de los beneficiarios de una ley de amnistía por la que votaron todos los diputados del país, con excepción de su ex cuñado, Rafael Díaz-Balart, quien rechazó la amnistía con estas palabras: “Fidel Castro y su grupo solamente quieren una cosa: el poder, pero el poder total, que les permita destruir definitivamente todo vestigio de constitución y de ley en Cuba… Creo que esta amnistía, tan imprudentemente aprobada, traerá días, muchos días de luto, de dolor, de sangre y de miseria al pueblo cubano, aunque ese propio pueblo no lo vea así en estos momentos”. Un mes después de salir de prisión, Raúl Castro, hermano menor de Fidel, perseguido por la policía, que lo acusaba de colocar una bomba en un teatro, buscó asilo en la embajada de México. No se le reconoció la calidad de asilado pero se le otorgó un permiso de entrada bajo el amparo de la fracción III del artículo 50 de la Ley General de Población. Más tarde lo siguió también Fidel. “Me voy porque me han cerrado todas las puertas para la lucha cívica”, escribió por esos días para la revista Bohemia.

Fidel Castro salió de Cuba el 7 de julio de 1955 en el vuelo 566 de Mexicana de Aviación. Su hermana Lidia había tenido que vender su refrigerador para darle un poco de dinero para el viaje. Llevaba puesto un traje gris y unos lentes oscuros, y tenía en la mano una maleta de cuero con un cambio de ropa, algunos libros y una visa de turista. Era todo lo que poseía en el mundo. En la escalerilla del avión le dio un beso a su hijo Fidelito. Esa tarde aterrizó en el aeropuerto de Mérida, procedente de La Habana. “Los aeropuertos eran muy sencillos en ese tiempo”, habría de recordar. “Tenían puestos con gente que vendía camarones”. Los vio nada más, sin poderlos disfrutar. Tomó después otro avión hacia el puerto de Veracruz, ya que no tenía suficiente dinero para pagar el boleto directo hasta la Ciudad de México. Estaba desconsolado. “Difícil explicarles cuán amargo ha sido para mi persona el paso necesario y útil de salir de Cuba”, escribió a Faustino Pérez, quien permaneció en La Habana al frente del Movimiento 26 de Julio. “Casi lloré al tomar el avión”.

El sábado 8 de julio por la mañana llegó por fin en autobús a la Ciudad de México. “Me reuní la primera noche con Raúl y dos o tres cubanos de confianza en casa de una cubana residente en ésta desde hace años y que ha sido una verdadera madre para los del Moncada”, escribió a La Habana. Era María Antonia González, una cubana que vivía en la calle Emparan 49, departamento C, en el centro de la capital, y que sería célebre más adelante por ser la anfitriona del encuentro de los cubanos con el Che Guevara. Estaba casada con un mexicano, el luchador Avelino Palomo. Fidel iba todos los días a comer a su casa, para salir del cuartito sin luz del hotel de paso donde pasaba las noches. Su vida era difícil al principio del exilio: “Es triste, solitaria y dura”, confesó en una carta, aunque la sobrellevaba: “Vivo en un pequeño cuartico y el tiempo que dispongo libre lo dedico a leer y estudiar. Ahora estoy documentándome sobre el proceso revolucionario de México bajo la dirección de Lázaro Cárdenas. Más adelante pienso redactar el programa revolucionario completo que vamos a presentar al país en forma de folleto”.

¿Por qué había elegido ese lugar para organizar la insurrección en Cuba? ¿Por qué México? Parte de la respuesta la habría de dar él mismo varios años más tarde, con una ráfaga muy elocuente de preguntas. “¿A qué otro lugar podíamos ir? ¿Al Santo Domingo de Trujillo? ¿A la Venezuela de Pérez Jiménez? ¿A la Nicaragua de Somoza? ¿A la Guatemala de Castillo Armas? ¿A una colonia inglesa?”. La elección había sido natural. “México parecía algo nuestro, de los cubanos”, añadiría, “y nos parecía una especie de santuario de donde se podía luchar por la independencia y por la revolución de Cuba. Eso estaba en las tradiciones de los revolucionarios cubanos durante más de cien años”. Uno de sus compañeros de lucha, Pedro Miret, revelaría después que la elección de México obedecía también a la idea que tenían de zarpar de Yucatán para desembarcar en Oriente, entre Niquero y Pilón, con el fin de atacar la ciudad de Manzanillo. Pero incluso sin esa ventaja estratégica, la decisión estaba ya tomada por razones meramente prácticas. Todos los enemigos del general Batista vivían en México. Luego del golpe de marzo de 1952, con el que Batista tomó el poder, varios miembros del gabinete del presidente Carlos Prío Socarrás buscaron asilo en la embajada de México. Ahí llegaron refugiados Aureliano Sánchez Arango, ministro de Relaciones Exteriores, y Rubén de León, ministro de la Defensa, así como también, más adelante, el propio Prío Socarrás, quien salió después en un avión exiliado a la Ciudad de México.

Los miembros del Movimiento 26 de Julio vivieron todos, casi todos, en la capital de la República. Formaban un grupo muy cerrado. Fidel Castro Ruz, su dirigente, nunca propició las relaciones con los políticos del país, ni siquiera con los que detentaban el poder (aunque uno de sus biógrafos, Tad Szulc, sugiere que pudo haber conocido por esas fechas a López Mateos, entonces secretario del Trabajo). “La norma básica de mis pasos aquí es y será siempre suma cautela y absoluta discreción, tal como si estuviéramos en Cuba”, escribió Fidel. “He procurado hacerme notar lo menos posible”. Así fue con el resto de sus compañeros. Sus relaciones estaban circunscritas a mexicanos común y corrientes, muchos de ellos amigos o familiares de los cubanos que frecuentaban, como el luchador Avelino Palomo, esposo de María Antonia, o el ingeniero Alfonso Gutiérrez, marido de Orquídea Pino, quien habría de acoger a Fidelito en su casa de San Ángel. Los exiliados, por lo demás, eran parte del paisaje de la capital. “Aquí en México, los cubanos son bien acogidos”, escribió Juan Almeida, sobreviviente del Moncada. “Hay músicos, artistas, peloteros, gentes que han venido contratadas, muchos que han llegado como turistas y hasta como polizontes”. Había soneros que iban y venían, como Benny Moré, y cantantes que luchaban en las noches por triunfar en el país, como Orquídea Pino, y también intelectuales que sobrevivían los rigores del exilio, como el escritor Raúl Roa y el periodista Enrique Henríquez, director de El Sol de Oriente.

Uno de los problemas más apremiantes de los cubanos fue siempre, desde luego, la escasez de dinero. “Llevo una administración rígida de los centavitos que traje y espero que con este sistema nadie pase hambre ni ahora ni después”, escribió el doctor Castro Ruz, quien según confesó después, al ser detenido por la policía, tenía un presupuesto de unos siete mil 500 pesos mensuales para la alimentación y el hospedaje del grupo en México. Vivía él mismo con los 80 pesos al mes que le enviaba su padre desde Cuba. Raúl, por su parte, sobrevivía con los 40 pesos que le mandaba Lidia Castro, quien más tarde residiría en México, al igual que sus hermanas Emma y Agustina. Ambos iban a comer a menudo, para ahorrar, a casa de María Antonia. Ahí encontraban a los cubanos, y a veces también al argentino. Ernesto Guevara los había conocido gracias a su relación con el compañero Ñico López, exiliado en México, a quien había frecuentado en Guatemala durante los meses anteriores al derrocamiento de Jacobo Arbenz. Su encuentro con Fidel tuvo lugar en casa de María Antonia, hacia fines de julio, muy posiblemente el 26 de julio de 1955, aniversario del Moncada, luego de que Castro Ruz, por la mañana, depositara una ofrenda de flores en el Monumento a los Niños Héroes de Chapultepec. Muchos de sus actos, en los meses por venir, los haría al pie de ese lugar, donde evocaba a los mártires —también muy jóvenes— del Movimiento 26 de Julio.

El 8 de agosto, un mes después de llegar a México, Fidel Castro Ruz terminó la redacción del Manifiesto Número Uno del Movimiento 26 de Julio al Pueblo de Cuba. Lo mandó imprimir en la imprenta de un mexicano llamado Arsacio Vanegas, compañero de lucha del marido de María Antonia. Vanegas era nieto del gran Antonio Vanegas Arroyo, cuya venerable imprenta, la misma que dio a luz a los grabados de Posada, había servido para publicar —bajo el título de Viva Cuba Libre— los manifiestos del general Antonio Maceo, el héroe de la independencia de Cuba. También era luchador, con el nombre de KidVanegas, el Látigo Azteca. Fidel le propuso darles cursos de defensa personal a los cubanos en Bucareli 118, el gimnasio donde trabajaba, entre General Prim y Lucerna, así como clases de educación física en los montes de los alrededores de la Ciudad de México. “Los hacía yo caminar y subir en dos horas al cerro de Guadalupe”, recordaría Vanegas. Llegó a tener una relación muy estrecha con Fidel, quien al triunfo de la revolución le propuso ir a La Habana (junto con su imprenta, que deseaba colocar en un museo) para ser el jefe de la Ciudad Deportiva. Arsacio Vanegas no aceptó su oferta, pero lo recordó siempre con afecto. “Hicimos mucha amistad con él, hasta vivió con nosotros. Le gustaba mucho lo mexicano: los tacos de gusano, el pulque curado de limón, de melón. Era muy alto, muy nervioso, no se quedaba ni un instante quieto”.

Arsacio Vanegas fue uno de los muy pocos mexicanos que trabajaron activamente con el Movimiento 26 de Julio —en la supervisión de las marchas del cerro de Guadalupe, las caminatas de Zacatenco, las sesiones de remo en el lago de Chapultepec, los cursos de autodefensa en el gimnasio de Bucareli—. Otro más que colaboró también con los cubanos fue Antonio del Conde, el Cuate, propietario de una armería ubicada en Revillagigedo 47. Al principio, el Cuate tuvo con ellos un trato de negocios nada más, pero después acabó por abrazar la causa de la revolución. Compró para los cubanos una ametralladora ligera, dos fusiles antitanque, 13 subametralladoras y 20 rifles de caza, entre los cuales el Remington 30-06 con mira telescópica que Fidel usaría después en la Sierra Maestra, adquirido en el mercado negro de Estados Unidos. Los cubanos solían practicar en el club de tiro Los Gamitos, en la capital de México. Era todo muy informal. La mayoría sabía nomás armar y desarmar sus fusiles, luego de tomar unos cursillos con el compañero Pedro Miret. Fidel era la excepción. Estaba familiarizado con los fierros desde chico. En su juventud cazaba en la finca de su familia en Birán, al oriente de Cuba, y en sus años de universidad andaba siempre armado con la Colt 45 que le había regalado su padre, don Ángel. Por lo demás, cabe recordar, había recibido entrenamiento militar al ofrecerse como voluntario en una expedición a República Dominicana para derrocar al dictador Trujillo. Fue él quien entrenó a los que serían más tarde los cuadros del Ejército Rebelde.

El entrenamiento de los cubanos adquirió formalidad cuando pudieron contar al fin con un poco de dinero. En febrero de 1956 Faustino Pérez, jefe del Movimiento 26 de Julio en Cuba, llegó a México con ocho mil 250 dólares, que Fidel sumó a los 10 mil dólares que acababa de recolectar entre los exiliados cubanos durante un viaje de casi dos meses por la costa este de Estados Unidos, en el que había pronunciado una de sus frases que serían más célebres: “En el año 1956 seremos libres o seremos mártires”. Al comienzo de 1956, en efecto, tenía ya los recursos para comenzar en serio los preparativos de la revolución.

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En marzo los cubanos encontraron al fin el sitio que necesitaban para realizar sus ejercicios militares. Rancho Santa Rosa estaba localizado cerca de la capital, en Chalco. Tenía 148 kilómetros cuadrados de terreno y dos mil metros de construcción. Su propietario era don Erasmo Rivera, un antiguo seguidor de Pancho Villa. Los cubanos se lo rentaron por una cantidad muy baja. Poco después, hacia comienzos de mayo, empezaron a entrenar ahí bajo las órdenes del ex coronel Alberto Bayo, soldado de oficio, quien había tenido que empeñar su mueblería de México para contribuir a la causa de la revolución. Los entrenamientos sorprendieron a los cubanos por su severidad. “En la vida real todo va a ser más duro”, les decía el ex coronel en forma de consuelo. Alberto Bayo había nacido en Camagüey, hijo de español y cubana, y había vivido desde niño en España. Estudió en la Academia Militar de Toledo y luchó más tarde durante 11 años, en la década de los veinte, contra los moros que resistían a los europeos en el norte de África. “Sufrió de ellos la guerra de guerrillas y quedó tan profundamente impresionado con este método de lucha que lo implantó como una asignatura más en la academia militar donde trabajaba como profesor”, relataría Almeida. Dio clases de guerra de guerrillas en Salamanca, en efecto, y combatió después en las tropas de la República. Vivía por esos años exiliado en México. En Rancho Santa Rosa, durante las noches, luego de los entrenamientos de la jornada, impartía sus cursos de guerra de guerrillas a los miembros del Movimiento 26 de Julio.

El 20 de junio Castro Ruz acudió a la casa de seguridad que los cubanos tenían en la calle Kepler, acompañado por sus compañeros Universo Sánchez y Ramiro Valdés. Muchos de los sitios que rentaban para esconder a los militantes del movimiento estaban localizados en zonas residenciales de la capital, como Morena 323 (la colonia Del Valle), Coahuila 129 (la Roma) y México 33 (la Condesa). La de Kepler 26, en Anzures, acababa de ser habitada por unos combatientes que venían de Rancho Santa Rosa. Fidel estaba interesado en tener noticias frescas del entrenamiento que recibían de Bayo. Iba confiado a su cita con ellos. No tenía manera de saber que estaba bajo la mira de la policía.

Las aprehensiones fueron realizadas por el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, quien dirigió también las investigaciones en la Dirección Federal de Seguridad. ¿Cómo fue su relación con los cubanos? La versión de los románticos es de sobra conocida. “Gutiérrez Barrios era un hombre decente, muy caballeroso y muy sensible”, recordaría Fidel. “Se hizo patente que no sentía hostilidad ni odio contra nosotros. Y me parece que a medida que él se percató de la convicción y de la firmeza, incluso de la serenidad y valentía de aquel grupo, lo miró con respeto. Fue capaz de valorar a aquel grupo de cubanos y las motivaciones de su lucha”. Sus recuerdos coinciden desde luego con otros testimonios igualmente románticos, como el del comandante Almeida: “Vio que éramos hombres honrados y de principios”.

La verdad es diferente. El 21 de junio, apenas unas horas después de su captura, Fidel Castro Ruz solicitó un amparo, extendido también a su hermano Raúl, quien estaba todavía en Rancho Santa Rosa. “En la demanda de amparo”, revelaría después la prensa, “los Castro Ruz aseguraban que estaban en México como turistas y que agentes de la DFS pretendían torturarlos para que se confesaran culpables de actividades sediciosas”. Su demanda fue más tarde retirada. Era insostenible. La verdad es que Gutiérrez Barrios tenía información sumamente detallada sobre el Movimiento 26 de Julio, por lo que sus dirigentes no podían pretender que vivían como turistas en México. Tampoco tenían forma de probar que habían sido torturados, pues el capitán, efectivamente, los trató siempre con respeto durante sus entrevistas en las oficinas de la Dirección Federal de Seguridad. Por lo demás, los cubanos entendieron que la principal acusación en su contra, la de ser comunistas, era falsa, como lo podían demostrar sin problemas. El 22 de junio, así pues, Fidel escribió desde prisión un artículo que publicó en Cuba la revista Bohemia. Precisó que no tenía ningún vínculo con los comunistas. Muchos de los miembros del Movimiento 26 de Julio eran, como él, ex militantes del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). En esa calidad tuvieron contacto frecuente con el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), pero nunca con el Partido Socialista Popular (Comunista). Los comunistas, de hecho, habían condenado con severidad el ataque al cuartel Moncada —y habían tenido en otros tiempos, como recordó Fidel, una relación muy cercana con el propio Batista, candidato del PSP en las elecciones de 1940.

Las entrevistas de Gutiérrez Barrios con Castro Ruz ocurrieron en una sala muy amplia de la Dirección Federal de Seguridad. El capitán Fernando Gutiérrez Barrios era un joven de 29 años, ordenado, pulcro y eficaz, nativo de la capital de Veracruz, que había realizado sus estudios en el Colegio Militar con el fin de hacer carrera en el Ejército. Era por esos días jefe de control e información de la Dirección Federal de Seguridad, donde trabajaba bajo las órdenes de su director, el coronel Leandro Castillo Venegas. En una de sus entrevistas con el dirigente de los cubanos, le mostró un mapa muy exacto de Rancho Santa Rosa. Fidel comprendió que no tenía más alternativa que la colaboración. Ofreció ir a Chalco para evitar un enfrentamiento de sus compañeros con la policía, por lo que fue sacado de los separos la tarde del 24 de junio. Esa noche, al llegar a la propiedad, pidió a sus compañeros que se rindieran sin pelear. Así fueron capturados 13 militantes, entre ellos el responsable general de Rancho Santa Rosa, Ernesto Guevara, a quien ya los cubanos apodaban Che. Alberto Bayo logró escapar, igual que Raúl Castro Ruz. Los demás fueron llevados al centro de detención de inmigrantes de la Secretaría de Gobernación, ubicado en la calle Miguel Schultz 136, en la colonia San Rafael. Eran en total veinte detenidos, aunque luego fueron añadidos otros más.

El 25 de junio llegaron a las oficinas de don Adolfo Ruiz Cortines, presidente de la República, varios telegramas que solicitaban la liberación del doctor Castro Ruz. Entre ellos destacaban los de personalidades como Carlos Prío Socarrás, ex presidente de Cuba, Raúl Chibás, jefe del Partido del Pueblo Cubano, y José Antonio Echeverría, dirigente de la Federación Estudiantil Universitaria. El gobierno de La Habana solicitó por su parte la extradición. En prisión, mientras tanto, Fidel escribía en su cuarto y recibía visitas en el patio de Miguel Schultz. Tenía que cuidar su apariencia —no podía dar la impresión de ser un rufián— por lo que llevaba siempre un traje prestado por el hijo del coronel Bayo. Así lo vio Teté Casuso, amiga cubana, viuda del poeta Pablo de la Torriente Brau, quien lo describió después en sus memorias: “Alto, afeitado, con el pelo castaño bien cortado, sobria y correctamente vestido con un traje de casimir café”.

La noticia de la captura de los cubanos apareció en la prensa del país un día más tarde, el 26 de junio. “Desbarata México la revuelta contra Cuba y apresa a veinte jefes”, decía a ocho columnas el titular de Excélsior, para luego añadir: “Veinte de los cuarenta cabecillas cubanos integrantes del grupo revolucionario denominado 26 de Julio, dirigido por el sedicente abogado y doctor Fidel Alejandro Castro Ruz, se hallan presos”. La nota daba como fuente al subdirector de la Dirección Federal de Seguridad: “El grupo 26 de Julio no tiene nexos comunistas ni recibe ayuda económica del comunismo, se trata de un grupo opositor al gobierno de su país”. Pero citaba más adelante a Fernando Román Lugo, subsecretario de Gobernación, quien anunciaba que la acción legal sería ejercida en cuanto terminaran las investigaciones de la DFS. El asilo político no permitía, a quienes se acogían a él, llevar a cabo acciones en perjuicio de otro país, como lo postulaban las leyes de derecho internacional en la materia.

El 27 de junio el capitán Gutiérrez Barrios ofreció una conferencia de prensa en la sala de la Dirección Federal de Seguridad. La captura de los cubanos era de nuevo, ese día, tema de primera plana. En los periódicos que circulaban por la sala, durante la conferencia, aparecía la foto del doctor Castro Ruz, un hombre joven, de bigote, con el rostro redondo y el semblante un poco melancólico. Gutiérrez Barrios lucía satisfecho.

“Ha sido terminada la tarea, aun cuando se hará el intento de localizar todas las ramificaciones de la conjura”, dijo a la prensa, correcto y pausado. En uno o dos días, los conjurados detenidos serán puestos a disposición de la Secretaría de Gobernación.

Los cubanos que permanecían libres emprendieron de inmediato la defensa de sus compañeros, encabezados por Raúl Castro Ruz. Promovieron una campaña de publicidad en los periódicos del país. Apareció una carta en El Universal, seguida por una inserción pagada en Excélsior. “Al H. Señor Presidente de la República y al Pueblo de México”, decía la inserción, que terminaba con estas palabras: “Libertad para Fidel Castro y sus veintitrés compañeros encarcelados”. El Movimiento 26 de Julio contrató después a tres abogados que tenían la misión específica de evitar la deportación, entre ellos el licenciado Alejandro Guzmán, oriundo de Zamora, Michoacán, quien buscó la forma de contactar al general Lázaro Cárdenas. La intervención del general habría de ser definitiva para evitar la extradición de los cubanos.

La noche del 9 de julio fueron puestos en libertad 20 de los cubanos que permanecían detenidos en Miguel Schultz. Entre ellos estaban Ramiro Valdés, Universo Sánchez y Juan Almeida, destinados todos a ser héroes de la revolución. “Gobernación ordenó la libertad de los detenidos”, trató de explicar la prensa, “previa comprobación de que aún estaban dentro del plazo que les otorga la ley para permanecer en el país, al que entraron como turistas”. Fueron notificados, sin embargo, que tenían que abandonar de inmediato el territorio por haber violado, en efecto, su condición de turistas. Fidel Castro y Ernesto Guevara, por su parte, permanecieron tras las rejas. ¿Por qué razón? “Por estar probado que violaron flagrante y ostensiblemente la Ley General de Población”, indicó muy indignado Excélsior. ¿En qué forma? Sus visas de turistas acababan de expirar…

Castro salió libre el 24 de julio, una semana antes que Guevara. El general Cárdenas intercedió a su favor con el presidente Ruiz Cortines para que pudiera permanecer con sus compañeros en México. “El señor presidente tuvo a bien acordar se les dé el asilo que piden”, escribió en sus Apuntes. Existía la posibilidad de que fueran deportados a Cuba, lo cual hubiera puesto en peligro sus vidas, o exiliados a Uruguay, lo que acabaría de tajo con sus proyectos para la revolución. Para eso habían buscado a Cárdenas, opositor de Batista, a pesar de haber tenido amistad con él durante los años treinta, cuando presidió el gobierno de la República. La mañana después de la audiencia en Los Pinos, al conocer la noticia del asilo, Castro solicitó una entrevista con el general Cárdenas, quien recordó el hecho en sus Apuntes. “Me pidió lo recibiera para manifestar su reconocimiento a México, lo que ya hacía por escrito al señor presidente Ruiz Cortines”, dijo. “Es un joven intelectual de temperamento vehemente, con sangre de luchador. Reiteró sabrán responder, tanto él como sus compañeros, al asilo que se les otorga respetando las leyes del país”. Fidel Castro Ruz, entonces un muchacho de 29 años, jamás olvidaría aquel gesto del general Cárdenas. ¿Lo trató mucho? “No tanto como me habría gustado haberlo tratado”, afirmaría después. “Lo conocí. Nos ayudó en cierto momento difícil que tuvimos nosotros”.

Al salir de la prisión Fidel viajó de inmediato a Yucatán, donde coordinó la instalación de nuevos refugios para sus armas y consiguió, según parece, un crédito de cinco mil dólares del banquero cubano Justo Carrillo. Pocos días después, en agosto, fueron detenidos tres cubanos armados con rifles y pistolas ametralladoras en una carretera de Yucatán. El capitán Gutiérrez Barrios salió de inmediato hacia Mérida, donde la prensa reveló el hallazgo de un refugio de armas con 60 rifles de alto poder y mira telescópica, comprados al parecer en Estados Unidos. La policía realizaba su trabajo como siempre, no obstante la liberación de los cubanos. Varios funcionarios del gobierno, al igual que muchos analistas en la prensa, sostenían de hecho que las acciones del Movimiento 26 de Julio dañaban las relaciones de México con La Habana. El gobierno del presidente Ruiz Cortines, cabe recalcar, estaba obligado por los tratados internacionales a impedir que en el país tuvieran lugar actividades tendientes a organizar la lucha armada en el territorio de otro estado. La península de Yucatán, por su proximidad con Cuba, era uno de los sitios donde más presencia tenían los agentes de la Dirección Federal de Seguridad.

La prisión había trastornado los planes del Movimiento 26 de Julio. Todo cambió por completo. A partir de ese momento sus jefes abandonaron las casas de seguridad que tenían en la capital: muchos partieron al puerto de Veracruz, otros a Xalapa, unos más a la ciudad de Mérida. Sus relaciones con sus compañeros en Cuba, por lo demás, eran por aquel entonces muy intensas. Todos los días llegaban al país contingentes de militantes, como aquel dirigido por un trabajador de La Habana llamado Camilo Cienfuegos, cuyo hermano mayor, Osmany, vivía ya en la Ciudad de México. Las relaciones eran también muy intensas al más alto nivel. Fidel Castro, en efecto, recibió a fines de agosto la visita de Frank País, un muchacho de 21 años, coordinador del Movimiento 26 de Julio en Oriente. Poco después recibió la de José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria y secretario general del Directorio Revolucionario, que basaba su estrategia de lucha en las ciudades, donde combinaba la movilización de masas con las acciones armadas dirigidas contra los colaboradores de Batista. Ambos platicaron toda la noche, hasta la madrugada del 30 de agosto, cuando firmaron un documento llamado Carta de México, en el que sus organizaciones anunciaban “unir sólidamente su esfuerzo en el propósito de derrocar la tiranía y llevar a cabo la Revolución Cubana”.

Aquel otoño Fidel vio de nuevo a Frank País, quien durante cinco días lo trató de convencer de posponer su regreso a Cuba, ya inminente, con el argumento de que estaba aún muy desorganizado el Movimiento 26 de Julio en las ciudades de Oriente. Después tuvo un encuentro similar con Flavio Bravo, emisario del PSP, amigo de la universidad, mentor de Raúl, quien también intentó convencerlo de salir más tarde, a fines de enero, al comienzo de la zafra, cuando sería más fácil para los comunistas organizar, en apoyo de su expedición armada, una huelga general en Cuba. Su respuesta fue la misma, una muy sencilla: tenía que partir ya, lo más pronto posible, pues estaba bajo la mira de la policía de México desde que fueron descubiertos sus planes contra el general Batista.

Por esos días los cubanos reanudaron sus entrenamientos en un rancho ubicado en el municipio de Abasolo, Tamaulipas, cerca de la frontera con Estados Unidos. Se ignora cómo adquirieron ese rancho, aunque se sabe que el ex presidente Prío Socarrás, un hombre muy rico, tenía grandes inversiones en propiedades rurales en Tamaulipas. Teté Casuso, la simpatizante de Fidel, era también amiga de Prío Socarrás. Ella los puso en contacto. Le pidió al jefe del Movimiento 26 de Julio volar a Florida para ver al ex presidente de Cuba, a quien él mismo en el pasado había acusado de corrupción, pero con quien estaba entonces en buenos términos, luego de que intercediera a su favor en la carta dirigida a Ruiz Cortines. El encuentro tuvo lugar en septiembre de 1956, en el Hotel Casa de Palmas de McAllen, Texas. Ambos llegaron luego de burlar a la policía, Prío Socarrás por estar sujeto a juicio y no poder abandonar Miami y Castro Ruz por carecer de visa y tener que cruzar el río junto con los trabajadores mexicanos sin papeles que buscaban la prosperidad del norte. Carlos Prío Socarrás aportó 50 mil dólares al Movimiento 26 de Julio, junto con otros 25 mil dólares más que mandó después por conducto del mexicano Antonio del Conde, el Cuate, quien viajó con ese fin hasta Florida. Es decir, un total de 75 mil dólares. “Era una época desesperadamente difícil, nuestra única preocupación era la Revolución”, afirmaría después Fidel a un reportero del New York Times. “Ese dinero no era nada para él. No hicimos ninguna concesión a Prío”.

El dinero de Prío Socarrás les sirvió a los cubanos para adecuar Rancho María de los Ángeles, en Abasolo, con el que sustituyeron a Rancho Santa Rosa, incautado desde el verano por la Dirección Federal de Seguridad. Y les sirvió también para comprar la embarcación que los habría de llevar a Cuba.

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Hacia fines de septiembre el Cuate y Fidel viajaron a las montañas de Veracruz con el objeto de probar unos fusiles Remington. Siguieron después al río Tuxpan para ver un yate que deseaba conocer el Cuate. Cuando Fidel lo vio, apacible junto al muelle, fue incapaz de contener una exclamación de alegría.

—En ese barco me voy a Cuba —dijo.

El Granma fue adquirido pocos días más tarde con ayuda del Cuate, quien actuó como comprador en Tuxpan. Aquel yate de madera, construido en 1943, tenía 15 metros de eslora por cinco de manga, con dos motores diesel de seis cilindros y tanques para dos mil galones. Su dueño era un americano que vivía en la capital de México, Robert Erickson. En 1953 había naufragado en un ciclón y había permanecido algún tiempo bajo el agua, por lo que era necesario repararlo para la expedición a Cuba. “Su reparación debió incluir el cambio de los dos motores, una planta eléctrica, los tanques de agua y combustible, una nueva sobrequilla y el remozamiento completo de su cubierta”. Fidel pagó en total 40 mil dólares al señor Erickson, pues compró también la casa donde estaba atracado el Granma en el río Tuxpan.

El 21 de noviembre el Movimiento 26 de Julio sufrió una deserción en el rancho de Abasolo. Los 37 militantes tuvieron que salir hacia Ciudad Victoria, donde recibieron la orden de partir a Tuxpan. Fidel Castro había tomado la decisión de zarpar de inmediato. El 24 escribió su testamento, camino a Tuxpan, en el que dejaba a su hijo de siete años, Fidelito, bajo la tutela de sus amigos Fofó Gutiérrez y Orquídea Pino. Fidelito vivía con ellos desde comienzos del año, de hecho, cuando su padre, contra el deseo de su madre, lo llevó a vivir con él a la Ciudad de México. El barco zarpó el 25 de noviembre, a las 12:20 de la madrugada, con el timón al mando del capitán Onelio Pino. Estaba diseñado para alojar a 20 individuos, máximo, pero fueron embarcados 82. Eran muy jóvenes: tenían en promedio 27 años. Todos eran cubanos, aunque había también un argentino, un dominicano y un mexicano, Alfonso Guillén, quien sería más tarde vicepresidente del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos. Su destino habría de ser cruel. De los 82 expedicionarios, 20 morirían al desembarcar, 21 serían encarcelados, 21 más desaparecerían y sólo 20 alcanzarían la Sierra Maestra, donde habrían de comenzar la guerra de liberación contra la dictadura de Batista.

 

Carlos Tello Díaz
Escritor e investigador de la UNAM (CIALC). Su más reciente libro es Porfirio Díaz, su vida y su tiempo.