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19 Abril 2024, Puebla, México.

Barrio rojo: en busca de la verdadera historia de la ciudad de Puebla

Sociedad |#c874a5 | 2017-08-07 00:00:00

Barrio rojo: en busca de la verdadera historia de la ciudad de Puebla

Sergio Mastretta

En memoria de Miguel Díaz

 

La vida de la gente cuelga de la memoria como la ropa en el tendedero.

Así la vida de un barrio del que cuelga la historia de una ciudad de extremos. Una ciudad a la que no sabemos mirar desde los barrios. Una ciudad que por política y por origen, excluye los barrios, como si no fueran ellos los que la sostuvieran. Una ciudad a la que se le caen sus techos.

San Antonio, El Refugio, Santa Anita, a diez cuadras del zócalo. Y desde hace cuatrocientos años.

Caminar el barrio. Reconocer nombres viejos, como la taquería “El Pipirín”, las motos Lerín, los mariscos de Maguito. Y plantarse en el atrio del templo de San Antonio, con su Santa Bárbara, la primera patrona del barrio, en relieve de piedra y custodiada por los frailes Antonios en talavera, envueltos los tres en el ladrillo rojo.

El rojo es el color del barrio. Escondido entre la piedra de los paredones de las vecindades. Colgado en los listones para los pedimentos al santo.

Rojo, barrio rojo. Mirarlo desde un libro, desde la investigación académica, desde los interrogantes que trae un grupo de arquitectos. Barrio Rojo San Antonio. ¿Será posible conocer el barrio desde la mirada de una investigación académica? ¿Será este esfuerzo indicador de una política sistemática de investigación social de nuestra universidad pública hacia los barrios? ¿O es una golondrina viajera que por un rato buscó la sombra en los cedros del parque, y que se irá para pensar en los cometas?

 

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Encuentro para empezar en google earth el barrio que estamos perdiendo. La foto aérea me acerca a las techumbres derruídas. Son, a vuelo de pájaro, 30, 40.

 
 

Son dos vistas que saco rápido, las dos alrededor de la 5 de Mayo. Y puedo ver la fachada de una de ellas:


   

¿Testimonio de un barrio que ya hemos perdido? ¿Sabe alguien cuántas viviendas han dejado de serlo en los últimos veinte años? ¿Cuántas vecindades sin techo? ¿Cuántas familias han emigrado a las colonias del sur desde el terremoto de 1985? ¿Desde 1989?

¿Y qué responder a la pregunta de por qué el Estado poblano no ha invertido en vivienda popular para recuperar la vocación habitacional del centro histórico de Puebla?

¿Cuál es la lógica de las decisiones estratégicas que se toman sin consenso los gobernantes de turno? Bartlett con Angelópolis y San Francisco, Moreno Valle con teleféricos y ruedas y parques turísticos en la pirámide de Cholula…

 

 Miro los 400 años de este barrio a diez cuadras del zócalo. Miro los techos derrumbados de las viejas casonas. Miro la ciudad que se come a los pueblos campesinos en su desbordamiento.A los gobiernos que hemos tenido no les interesa otro desarrollo que no sea el fundado en el capitalismo salvaje que respaldan. Pero el Estado sí que está obligado. Y la institución que mejor lo representa es la universidad pública, ella es nuestra más importante inversión pública,la BUAP, con sus institutos y sus científicos sociales, con sus arquitectos y sus urbanistas. Veo este libro. Y pienso que es posible construir con ella un mejor destino.

 

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Para comprenderlo vengo a caminar un rato en el barrio de San Antonio. Reconocerlo con el sol de mediodía de un jueves de abril; encontrar los trazos a un pasado vivo en la memoria de su gente. Entablar una conversación con Agustín Lara, adosado como está a la pared en la que lo pintaron en la calleja frente al templo de San Antonio.

Ahí está junto a Tin Tan. A los dos los pintó el Silver, un joven de 27 años que estudia artes plásticas y que me detalla la técnica de puntilleo --con las yemas de los dedos-- con las que plasmó en la pared trasera de los baños Neptuno el rostro del Flaco de Oro, la gracia pura del cómico arrabalero. La pared da, larga como es, al jardín de San Antonio, y muestra la plenitud del arte callejero que florece en una ciudad decidida a encontrar los colores propios de su historia oculta.

 “Hay en la taberna un piano viejo que refleja en el espejo su sonrisa de marfil, y en la risa lleva una tonada que me parece arrancada de Paris…”

Casi puedo verlo en el relato de un viejo ferrocarrilero, el viejo Treviño, líder vallejista en Puebla, muerto ya hace años, al que veo arrebolado en 1928 poniéndole una cuña al piano en el que tocaba ese chamaco desconocido entonces sus canciones de putas y arrabal. Leyenda del barrio rojo: aquí, por rompecorazones, le marca la cara una mujer dolida en la taberna La Gata.

No sé si así fue, pero así lo recuerda Sílver, quien lo ha pintado ya maduro, para que lo imaginemos de bigotito y señorón, paseando por el parque de San Antonio, muy lejos del barullo cotidiano del barrio rojo en los años cincuenta, antes de que las autoridades se llevaran la zona de tolerancia a la 90.

No sé si fue así, y tal vez le importe poco al grupo de estudiantes de enfermería que practica los pasos del próximo desfile del 5 de Mayo frente a las dos leyendas. Ahí junto está la escuela de enfermería “Montserrat” que, al menos en asuntos formales, cumple con los requisitos de la SEP y los oficios de la educación física. Ahora a los estudiantes, en parejas, lo que les importa es el sol que los diluye contra el pavimento en sus uniformes blanquísimos, y la necedad del profesor descontento por su falta de entusiasmo, y el interrogante por su futuro en el sinuoso camino hacia un empleo… en un hospital, con un salario digno.

    

El barrio como leyenda, el barrio como mito de lo prohibido, pienso mientras los veo ir y venir por la explanada del parque de San Antonio. El territorio al que la ciudad no puede entrar. No en la noche. No si eres policía. No si eres un roto al que aquí nada se le ha perdido. Ese es el mito.

Ahora camino el barrio a las dos de la tarde. El barrio bravo, con el sol a plomo, furioso, que lo deja a esta hora en la soledad, rota tan sólo por el peregrino civismo de los maestros de enfermería.

En el paredón de la cancha futbolera dos muchachos aporrean un balón y entretienen a dos chamacas que no se salen de la sombra. Hace rato que salieron de la escuela. ¿Qué barrio han conocido? ¿Todavía van en familia los viernes al baño semanal en el Neptuno?¿Más duros que sus padres, Los Pitufos de los años ochenta, ahí en la 22, en el barrio de El Refugio, que se convirtieron después sobre todo en golpeadores pagados por uno y otro grupo de políticos universitarios?

¿Son ellos parte de la leyenda? ¿O son menos cabrones?, ¿menos capaces para sobrevivir en el barrio bravo?, ¿y más audaces para salir pronto de él, para buscar el lotecito a orillas de Valsequillo?

No lo sé. Cuánto ignoro de este barrio viejo. Cuánto ignoro de sus hijos. Poblanos de una ciudad desconocida.

   

En la 5 de Mayo observo la fachada señorial de la escuela Gustavo P. Mahr, inaugurada en 1908 y así apodada en memoria de un alemán que llegó a México con el ejército francés y que aquí se quedó para fundar la normal estatal de la mano de Juan Crisóstomo Bonilla; ahí está la escuela, y carga como si nada más de cien años de bullicio infantil.

Por el capítulo “Educación, infancia y juegos” del libro voy más lejos. Los investigadores acudieron al Archivo Histórico de la ciudad de Puebla. Veo en 1829 a José María Bermúdez en la calle de las Recogidas Viejas: es un profesor que ha aprendido el sistema de moda en Inglaterra fundado por el cuáquero Joseph Lancaster. Desde entonces nos vienen las revolturas en asuntos académicos, ¿dónde están hoy esos cuáqueros con alzacuello del padre Ripalda?  Pero Bermúdez ya tenía 310 niños inscritos para un examen público, y 90 de ellos lo sustentaron para probar sus conocimientos en Existencia de Dios, Catecismo de Ripalda, modo de asistir a misa, urbanidad, moral, catecismo político, ortología, caligrafía, ortografía, aritmética, geometría. Y en 1838 la hija de veinte años del profesor Bermúdez, Josefa, abre la escuela para niñas que por nombre lleva “Amiga Lancasteriana del barrio de San Antonio”, en el número 17 de la calle de Gallos Viejos (hoy 14 Poniente). Es gratuita, la sostiene el Ayuntamiento, y ya en 1844 cuenta con 150 alumnas de entre siete y once años de edad que estudian todo lo que los niños más costura y labores de adorno, es decir “calado de papel, tejido de pelo, deshilado y otras curiosidades.”

No eran tiempos buenos para la nación que se construía. En 1847, por la invasión norteamericana, cerraron por varios años las escuelas. Años de guerra los cincuenta de la Reforma y del levantamiento de los conservadores al mando de Haro y Tamariz con el sitio de 1856 por el presidente Comonfort, años de guerra los sesenta del Imperio fugaz del liberal Maximiliano.

Revoltura académica. Revoltura política. ¿Qué fue de esos niños y la ortología, una palabra que desapareció del imaginario de la enseñanza gramatical?, me digo, ¿qué hicieron esos niñas de las guerras civiles sin la férrea postura de la señorita Bermúdez obsesionada por la correcta pronunciación castellana? Pegado a un ventanal de la Gustavo P. Mahr, atiendo a la disciplina impuesta por el profesor Bermúdez a los pequeños del barrio entonces, preocupado por la fonética del castellano en un territorio de pueblos mexicanos, de barrios indígenas metidos en la traza española: México con X, México con J, niños, no es lo mismo, aunque igual se pronuncien.

Puebla, blanco, bravo, barrio. ¿Qué país pronunciaban esos niños de los profesores Bermúdez? Un país siempre partido en dos, blanco y bronce, de españoles y criollos pudientes y de indios y negros pobres.

Exclusión. La palabra acompaña mi caminata. Es una palabra difícil. Tal vez la que mejor explica a esta ciudad si la vemos crecer ahora, desmedida en clústers y rascacielos en Lomas de Angelópolis que le da la espalda a los pobres al otro lado del río. Ciudad de extremos, persisten en ella los  ríos fronteras, las reservas de tierra y de mano de obra.

 San Antonio, así se mantuvo por trescientos años, cuando el caserío al otro lado del río finalmente logró el apelativo de barrio: Xanenetla, por ejemplo. Exclusión, me digo: allá llévate la cárcel (San Juan de Dios), allá que esperen las putas a los señores, allá que se abran las cantinas, allá que se maten los borrachos. Lejos del centro, a diez cuadras marcadas en el siglo XVI.

Camino por la 24 Poniente, por los callejones que llegan a ella, y aquí y allá, las vecindades, las accesorias, las cortinas que ocultan el cuarto oscuro. La luz quema. La mirada no sabe ver.

 

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Miguel defiende el barrio, lo busca, lo construye.

“Ser barrio, ser  banda, entender el barrio siendo banda -- me dice--. Defender lo tuyo. Ser la fuerza de lo que la gente sabe que está ahí y que no quiere mirar.”

Banda urbana, así llaman a lo que ya es una exitosa agrupación del barrio, con su local en un extremo del jardín de San Antonio, en la esquina de la 28 Poniente con la 3 Norte, enfrente del Edificio Rojo, una de las vecindades más reconocidas y que sobreviven en este territorio de familias extendidas y concentradas en innumerables cuartos y patios. Lo que queda de las vecindades.

“La banda llegó a ser más fuerte que la familia”, le ha dicho Miguel a una entrevistadora en el libro.

Miguel nació y vivió en la Terraza, una casona con 50 viviendas en la esquina de 5 de Mayo y el boulevard del río. Una de tantas vecindades que desaparecieron con el lento empuje de la modernidad. Hoy hay un centro comercial. Hace treinta años vivían en ella 500 personas.

“Ya era mucho desmadre ahí adentro--me dice Miguel--, asesinatos, violaciones, drogas. Esa era la realidad. Yo era parte de ese desmadre. Un día le dije a mi papá, Jefe, mejor vámonos, no les vaya a pasar a mis hermanas algo… No, me dijo, no, a ver, cabrón, cuando se hunde un barco el último que lo abandona es el capitán y los primeros que saltan son las ratas… El barrio tiene que cambiar. Eso me caló, Sergio, me dolió.”

El barrio tiene que cambiar, desde adentro, con la banda como una familia, me dice. Lo veo ahora construyendo la suya.

Un local construido por el Ayuntamiento a fuerza de demandarlo Banda Urbana: un salón con dos computadoras y anaqueles para la biblioteca. Pósters y dibujos infantiles en las paredes. Tres hombres comparten cemitas y ver pasar la tarde. Reconocen a Miguel y por él saludan como viejo amigo al extraño.

Miguel tiene 44 años. Hace veinte escuchaba a su papá hablar del barrio, defenderlo. Por aquél herrero vine por primera vez a San Antonio, desde su taller transmitimos el noticiero Revista 105 en la radio.

Es viernes, y Banda Urbana trae el ajetreo organizador para mañana sábado, día de torneo futbolero en la cancha de fut 7, y de visita de la comunidad del Instituto Oriente, con su donación de libros para la biblioteca. Tres triciclos bicicletos convertidos en repartidores de libros, conocidos como las tamaleras, recorrerán las calles perseguidas por los niños. Banda Urbana, una organización civil del barrio. No la inventan los investigadores, no la imagino yo. Sí la ubican los funcionarios municipales.  





     

“Para muchos somos los invisibles --sigue Miguel, de oficio herrero, pero sobre todo organizador social hecho por sí mismo--. Pero ser barrio es la fuerza, barrio es la vida misma, que transcurre y pasa sin sentirlo, como los amigos que ya no están y que se fueron por ser barrio. Es la fuerza, es la naturaleza, la que te da, la que te viste, la que te cobija. La gente sabe que estamos aquí, que existimos, pero no quiere vernos, no le conviene vernos. Sólo nos usan y nos utilizan. Pero nosotros salimos, gritamos, sentimos, y por qué no decirlo, progresamos. Para mí ese sentimiento es ser barrio.”

 

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Barrio rojo, San Antonio. El libro pasa de mano en mano de los niños que acompañan a Miguel en el atardecer del viernes. “Aquí estás, Gordo”, le gritan a uno cuando lo reconocen en una foto en la que un grupo pinta un mural junto a Agustín Lara. La silueta del Corcovado en un extremo recuerda que lo pintó con los niños un artista uruguayo brasileño que vino al barrio “en busca de una experiencia artística con los pobres”. Un artista enojado con los investigadores de la BUAP que lo invitaron pues decía que lo habían engañado, que en San Antonio no había pobres.

¿Qué es la pobreza?, se pregunta Miguel.

¿Qué son las palabras?, me pregunto yo. ¿Y cuál es su alcance?

Este libro empieza entonces, como motivación primera de su investigación, por el recuento de las palabras. El caló del barrio. Qué dicen, y cómo, de sí mismos los pobladores del barrio. Es su primer gran acierto. Porque en el caló del barrio está la conciencia de su exclusión. No me entiendes, no eres del barrio. ¿Ñero? ¿Cuándo hemos ido a robar juntos?

Así que las palabras se asoman: barrio, pobreza, exclusión. ¿De qué dan cuenta?

De entrada, y si se quiere entender el barrio, desinformación. Cuánto ignora la ciudad de sí misma. ¿Será posible entender que la historia va mucho más allá de la mera exposición de fachadas de templos y talaveras?

Justo lo que enfrenta este libro elaborado por un grupo de investigadores encabezado por arquitectos que afrontaron el reto de contar la historia de un barrio. La comprensión de su paisaje en los planos heredados, el primero, de 1698;  la fuerza expresiva del arte religioso metido en la entraña de su identidad cultural, igual en la fiesta en la fiesta patronal que en el festejo profano. La historia que identifica acontecimientos fundacionales y quiebres catastróficos: el río con su fuerza hidráulica que lo marca como límite primero del trabajo colonia en porquerizas y caleras del siglo XVI contra el río que se destruye como albañal oculto en nuestros años sesenta; el barrio español-indígena que se construye en ese primer siglo del mestizaje rotundo y el barrio que se excluye y al que se relega como centro de presidiarios y putas: la cárcel de San Juan de Dios y los cuarenta y cuatro años (1913-1957) de los cabarets y las accesorias de putas.

 

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Barrio Rojo San Antonio es un libro construido colectivamente. Un equipo de jóvenes arquitectos aliado a investigadores del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP. Un esfuerzo de investigación que encontró en el barrio viejo de San Antonio una comunidad organizada que le abrió la puerta. No es un asunto cualquiera: son dos mundos distantes, el de la vida universitaria y sus propósitos académicos y el de la vida real de la sobrevivencia en el territorio agreste de la pobreza y la desigualdad social.

Es un libro impreso cuya lectura también hay que construir.

A través de internet, con el uso de las herramientas digitales, con la práctica que día a día se extiende en el uso de los teléfonos celulares como pantalla de exposición e intercambio de conocimientos.

Es un libro que apunta a la necesidad de vincular con mayor fuerza y creatividad a la universidad --en este caso la pública-- con la sociedad.

Ahí están las imágenes del sábado 25 de abril. Una jornada en el parque de San Antonio organizada por Banda Urbana, un grupo organizado de la sociedad civil. La prueba de que a pesar de todo en México se construye día a día un mejor país.