SUSCRIBETE

18 Abril 2024, Puebla, México.

El fin del mundo... El fin de mi mundo

Sociedad |#c874a5 | 2017-09-21 00:00:00

El fin del mundo... El fin de mi mundo

Diana Hernández Juárez

(Las fotografías que ilustran esta crónica son del fotógrafo Juan Pablo H. Dircio)

A la enorme sacudida de la tierra la acompaña el rugir de las viejas casonas que nos sirven de escuelas. Salgo tratando de mantener la calma y veo cómo se estremece el Edificio Carolino. Tiembla más que yo. La calle se ondula bajo mis pasos. Trato de ubicar algún lugar seguro cuando  la fachada del gimnasio se fractura y caen pedazos de cornisas que se estrellan en el piso y brincan sobre mí.  

Entonces el tiempo se detiene, como en Los Recuerdos del Porvenir. Mi mundo y mis certezas se fragmentan. Siento la cercanía de la muerte.  Segundos que se vuelven eternos. Escucho gritos, llantos y las casas que se desagarran por dentro y que lanzan objetos con furia hacia fuera. Siento el palpitar de la tierra y me invade el miedo.

 

 

 

 

19 de Septiembre de 1985: 8.1 grados. 7:20 horas. 20 mil muertos.

He vivido  varios terremotos y muchos desastres: desde el devastador sismo del 19 de septiembre de 1985, del que se contabilizaron oficialmente 20 mil muertos. Aunque el número verdadero nunca se conoció, pero muchos edificios quedaron convertidos en cementerios. En ese entonces estudiaba yo en el mismo Colegio de Letras en el que ahora doy clases. Me preparaba para salir a la escuela cuando el terremoto me regresó a mi recámara para abrazar  y proteger a mis bebés. El Distrito Federal convertido en Zona de Desastre. “Segundos y horas de terror prolongado, miles de edificios caídos y dañados, imágenes terribles y memorables, demostraciones de la cooperación internacional y pruebas de los alcances y límites de la burocracia”, consignó entonces Carlos Monsiváis en una enorme crónica. En Puebla también hubo graves daños.

 

15 de Junio de 1999: El terremoto de Tehuacán. 7.1 grados. 15:42 horas. Daños por 200 millones de pesos. 34 mil casas afectadas, mil 200 escuelas y 800 iglesias. 20 muertos. Este sismo me  sorprendió cuando salía de  trabajar de la Dirección de Comunicación de la BUAP. Entré al edificio Carolino y parecía que lo habían bombardeado. Los pasillos estaban partidos casi por la mitad. Se miraba el cielo desde el interior de las fracturadas cúpulas. La antena de radio Buap cayó. Los pináculos de la Iglesia de la Compañía estaban en el suelo. Muchas secretarias y trabajadores salían heridos y asustados del inmueble. De inmediato la ayuda y solidaridad por todos lados.

Después muchos sismos ligeros, de esos que hasta se sienten bonito, porque apenas si mecen un poco y sólo te recuerdan que la tierra está viva, pero que no dejan malos recuerdos.

 

 

7 de Septiembre de 2017: 8.4 grados. 23:49 horas. Cama que brinca, ventanas que truenan, cielo que se enciende y de irresponsable me quedo en mi cama para enterarme por las redes sociales de lo ocurrido: 96 muertos, 10 mil casas colapsadas, 50 mil dañadas y 1.5 millones de damnificados.

En clases revisamos algunas desgarradoras crónicas de los sismos más fuertes en la historia reciente de México y nos conmovimos de las desgracias pasadas. Los estudiantes extranjeros que están de intercambio en la BUAP se sorprenden porque en sus países nunca tiembla.

 

 

19 de Septiembre de 2017: 7.1 grados. 13:14 horas.

Jornada normal de trabajo que no se interrumpe ni con el simulacro convocado para conmemorar los 32 años del terremoto de 1985, a las 11 de la mañana.  Cruzo el Zócalo y observo la evacuación de oficinas municipales. Todos disfrutan un rato de esparcimiento.

            En mi escuela las actividades se desarrollan con normalidad. Subo al hermoso edificio Arronte por las escaleras. El elevador tiene letrero de “No usar”. A las 12:00 clase de Comunicación en el edificio Sor Juana. Recibo mensaje del secretario académico de la Facultad de Filosofía y Letras, Javier Romero Luna, de que debo firmar unos documentos importantes. Voy a su oficina, la antigua Casa del Pueblo. Justo ahí nos llega la sacudida: enorme, violenta, repentina. 

Y todo lo leído se olvida. Ignorantes siempre ante la fuerza de la naturaleza.

¿Salir o no salir?

¿En dónde estamos más seguros?

Recordé lo ocurrido apenas hace dos semanas en Chiapas y Oaxaca.

Mejor salir. Ahí se desplomaron más de 10 mil casas, si la gente no hubiera salido, las muertes serían incontables.

Trato de trasmitir por Facebook live -malditas adicciones actuales-- mientras busco algún lugar seguro.

Veo como vibra de fuerte el edificio Carolino. La fachada del gimnasio se fractura y caen pedazos de cornisas que se estrellan en el piso y brincan sobre mí.  

He vivido muchos sismos pero mientras no ves derrumbarse nada frente a ti piensas que no hay peligro. Todo cambia cuando estos enormes edificios se mueven de un lado a otro y empiezan a caer en pedazos o en pedacitos.

La telefonía se colapsa. 

Por Whats logro tranquilizarme y calmar a mi familia.

Todos desalojados de las escuelas, sólo entramos a recoger pertenencias. 

Las clases se suspenden hasta nuevo aviso.

Conforme pasan las horas nos vamos  enterando de la magnitud y los daños de  este terrible sismo, que  ha cobrado más de un centenar de vidas en Puebla, en la Ciudad de México y otras entidades del centro del país. 

El corazón se me parte. Camino por las calles desoladas, la tristeza y el polvo que hay en el ambiente me hacen llorar.

Las desgracias y muertes se multiplican.

La atención -como siempre- se centra en las grandes ciudades.  

Las televisoras y los políticos –como siempre-- tratan de lucrar con el desastre.

La gente buena y solidaria –como siempre-- también aparece y nos hace recuperar la fe en la humanidad y en un México que debe renacer –como siempre-- de sus cenizas, o más bien de sus escombros.