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20 Abril 2024, Puebla, México.

Recurrir a la memoria histórica: el Museo Bello en el terremoto del 99

Sociedad |#c874a5 | 2017-09-26 00:00:00

Recurrir a la memoria histórica: el Museo Bello en el terremoto del 99

Emma Yanes Rizo

Mundo Nuestro.  El edificio del Museo Bello y González sufrio graves afectaciones en el sismo de 1999 en Puebla. Fue restaurado en la primera década de este siglo y como tal resistió el embate del terremoto del pasado 19 de septiembre. Vale entonces la memoria histórica. Aqui esta crónica escrita en aquel año por la historiadora Emma Yanes Rizo.

Somos nuestras costumbres, nuestros hábitos, lo que vemos a diario y el lugar donde estamos. Nuestra seguridad reside, las más de las veces, en la repetición casi desapercibida de los sucesos cotidianos: el hombre a nuestro lado, los niños y sus sueños, la taza de café para empezar el día, la ropa del colegio, la avalancha en el jardín, la nochebuena en flor cada temporada, las campanadas de la iglesia, el tráfico en la avenida, el volcán que humea desesperado y la mujer dormida que nunca le hace caso.

Nuestros lugares señalan las coordenadas del quehacer cotidiano, no hay recuerdo posible sin saber quiénes somos y dónde estamos. Por eso, las grietas en los monumentos históricos son heridas en la memoria colectiva de la ciudad. En las postrimerías del siglo xx, el sismo de junio de 1999 pareció sacudir de un tirón todas nuestras certezas, hasta entonces amanecíamos con la tranquilidad y la confianza, el gusto de saber íntegros y sólidos los elementos básicos de nuestra identidad; somos porque aquello existe: la catedral, el palacio del Ayuntamiento, la Compañía de Jesús, la iglesia de San Agustín, la de San Roque y San Francisco, la de la Virgen de los Remedios sobre el cerro-pirámide de Cholula, la legendaria Tonantzintla y su mundo indígena, Santo Domingo y la capilla del Rosario, la Biblioteca Palafoxiana, el Museo José Luis Bello y González, entre otros recintos. Lastimada la historia, lo nuestro fue la orfandad. A diferencia del temblor de 1973 que afectó a Ciudad Serdán y Tecamachalco y tuvo un amplio saldo de muertos, el sismo de 1999 registró menos vidas perdidas, pero lastimó de tajo la propiedad urbana y rural, escuelas y hospitales y el patrimonio histórico de la ciudad de Puebla y sus alrededores. La réplica del día 20, aunque de menor intensidad, volvió a llenarnos de angustia. Fuimos un poco nómadas aquellos días, una especie de turismo del desastre nos hacía recorrer las calles para quejarnos una y otra vez de las heridas abiertas: quizá tardamos en entender que debíamos cerrarlas. ¿Dónde rezar con los templos en obra? ¿A qué santo encomendarnos? ¿En qué biblioteca documentarnos? ¿Cómo pedir ayuda si el edificio del Ayuntamiento se desplomó? ¿En qué museo refugiarnos ante la agresividad del polvo y los derrumbes? Qué extraño localizar a las autoridades en recintos prestados, qué difícil hacer trámites en otros lados. Cuánta desconfianza al mirar lo que antes estaba aquí en otro lado. Y luego las lluvias de octubre parecieron quitarnos también nuestro habitual contorno, la sierra Negra y la sierra Norte, y ahora sí se perdieron comunidades enteras, vidas. El propio gobernador se quedó aislado en Cuetzalan ante la fuerza de la tormenta y la destrucción de las carreteras. “Una garra de tigre trató de quitarnos los cerros”, nos dijeron en el pueblo luego de las lluvias. Nos sentimos entonces aún más simples mortales, sin más puntos cardinales que nosotros mismos. Quizá por eso, por la angustia de no saber dónde estábamos, por la necesidad de recuperar las vidas que se fueron como despidiendo el siglo, quizá por eso se juntaron las manos, de la ciudad y de otros lados, y volvimos a ver los recintos con la convicción de levantarlos, con la esperanza de recuperar nuestra identidad y recordar desde nuestros espacios colectivos a los que ya no están.

 

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A las tres de la tarde con cuarenta minutos del 15 de junio de 1999, como muchos inmuebles del centro histórico, el edificio del Museo José Luis Bello y González, a una cuadra del zócalo, en la avenida 3 Poniente 302, se cimbró. Una de las guías, Dina Castillo, vio con horror como la lámpara de plata del siglo xviii en el salón rojo se movía sin parar, salió de ahí junto con una pareja de norteamericanos y se agarraron de las manos en el patio, justo cuando el domo de cristal de la escalera se venía abajo, cayendo a un costado suyo. Jaime García, el responsable del mantenimiento, miró caer parte del vitral de cacería que adornaba el pasillo, antes de lograr salir. En la pinacoteca, en el primer piso, Teresa Orea, secretaria y también guía, recorría el lugar con un grupo bilingüe cuando los candiles empezaron a moverse y los cuadros a golpearse unos con otros; salió de la sala junto con los turistas, pero no pudieron bajar por la escalera principal porque faltaban dos escalones y había un boquete. Caridad Saldaña, con veinticuatro años de servicio, estaba en la sala de calaminas, ya al final del recorrido, las puertas empezaron a moverse y a tronar, saltó a la calle y observó un espectáculo desolador: la caída de la torre de San Agustín, a sólo una cuadra del museo; el ruido y el polvo impidieron que los trabajadores lograran verse entre sí. Y ahí se quedaron, en medio de la avenida, con el miedo de que su propio edificio se les viniera encima.

Cuando el movimiento telúrico pasó, los trabajadores regresaron al inmueble preocupados por el estado de la colección. El beato de Calasanz, un busto de José Contreras que adornaba el vestíbulo, estaba tirado, roto, al igual que una de las esculturas de mármol. Al caer, el domo de cristal destrozó parte del vitral firmado por la casa Pellandini; alguien, prudentemente, recogió los vidrios. Las lámparas seguían moviéndose. Por instinto, los guías acostaron algunas de las piezas sobre las mesas. En la pinacoteca el cuadro de Santiago el Mayor, del siglo xvii, atribuido al pintor novohispano Juan Tinoco, estaba en el suelo. Los cristales, la talavera, la porcelana, permanecían en su lugar como por arte de magia. Los trabajadores bajaron al patio a esperar instrucciones.

Al día siguiente se inició la evacuación. La obra fue trasladada al edificio del Museo Poblano de Arte Virreinal, un inmueble del siglo xvi recientemente restaurado y que no sufrió daños durante el sismo. El movimiento de la obra duró un mes, el embalaje de la misma y su registro fue cuidadoso. Para mover la colección de porcelana, cristales y talavera, por ejemplo, se usaron cajas de madera rellenas de pequeños trozos de unicel. El marfil, por su parte, no debía perder humedad, y al ser las piezas pequeñas y delicadas no era fácil envolverlas; seis días tardaron en encontrar la manera de embalar el barquín de marfil del siglo xvii, de origen oriental: colocando pequeños trozos de cartón no muy flexibles entre sus distintas áreas hasta abarcar y cubrir todo su contorno. Por su parte, los cuadros fueron resguardados con una tela especial y posteriormente cubiertos con plástico de burbuja. El enorme armario que adornaba la sala Mariano Bello, en el primer piso, fue bajado con la ayuda de catorce jóvenes armados de cuerdas, ya que no podían utilizarse las escaleras. Y así, cada pieza una historia.

Hasta antes de ese día, las guías acompañaban en su recorrido al visitante y dos de los trabajadores estaban encargados de la limpieza de las salas. Ninguno de ellos imaginó que iban a ser responsables también del rescate de las obras de arte. Tener las piezas en sus manos, embalarlas, sentirlas frágiles, admirar su consistencia, sus colores, se volvió para ellos fascinante: pudieron apreciar de cerca la mirada desolada del rey que regresa a su hogar en el cuadro del Retorno del vencedor; el trabajo delicado y finísimo de la muñequita de porcelana de Bisquet, del siglo xix; el fondo rojizo a contraluz en las piezas auténticas de cristal de La Granja. Fueron sólo unos cuantos minutos de dicha antes de que los diversos objetos yacieran en sus respectivas cajas.

El edificio se quedó solo y herido, desnudo. Una lona de plástico sobre el segundo piso evitaba la entrada del agua. Las grietas en los muros de ese nivel, del lado de la calle 3 Sur, parecían irreparables. El torreón afrancesado de la esquina recordaba mejores tiempos, los plafones de la sala de música, en cambio, amenazaban con caerse ante los estragos de la humedad; la yesería ornamental en el marco de una de las puertas se desprendió, y había que acceder al inmueble por la escalera de servicio, por mencionar sólo algunos detalles.

Desnudo el edificio pudimos recorrer sus entrañas. Porque solamente así, sin la magnífica colección que lo adorna y engrandece, vimos por vez primera lo que siempre estuvo ahí: la amplitud del galerón de la pinacoteca, el color original de la alfombra de la sala de música, los muros pintados semejando papel tapiz en las que fueron la recámara principal y las contiguas, la pila de agua de la época colonial usada para sostener un muro, la chimenea ornamental y el parquet clásico en el comedor, los vitrales, la elegante escalera de madera al segundo piso, el mosaico inglés de la cocina, el sistema eléctrico de principios de siglo xx, en fin, una residencia de gusto porfiriano. Fuimos pasando de un espacio a otro, de una pregunta a otra: ¿Quién construyó la casa? ¿Cómo era la vida en ella cuando la habitó José Mariano Bello y Acedo? ¿Cuáles fueron los cambios que sufrió para su conversión en museo? ¿Qué mejoras o problemas ha tenido desde entonces? Porque sólo así, cuestionándonos todo, buscando respuestas en el sitio mismo y en los archivos, podíamos llegar a entender el valor histórico de la casa en sí. El inmueble de la otrora Victoria 2, lo sabemos ahora, fue una reconstrucción de una casona colonial realizada en el porfiriato por Carlos Bello, hermano del nuevo propietario Mariano Bello y Acedo, que la recibió en herencia de su padre José Luis Bello y González, nombre que actualmente lleva el Museo.