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19 Abril 2024, Puebla, México.

Postales del país del agua y la piedra milenaria IV

Sociedad |#c874a5 | 2018-01-05 00:00:00

Postales del país del agua y la piedra milenaria IV

Sergio Mastretta

Palizada

 

Cambio de vecindario en este país de agua.

Llegamos desde Chetumal en un solo tiro de siete horas por una carretera que cruza la reserva de la biósfera de Calakmul, y por Escárcega, hasta el pueblo de Palizada en Campeche, un puerto fluvial con 250 años de historia, enclaustrado entre lagunas y brazos de ríos, humedales y pantanos.

 

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Una fortuna para el pueblo fue que el palo de tinte no flotara, lo que derivó en que desde los años veintes y treintas del siglo XIX Palizada se encarrilara desde sus aserraderos y con sus barcazas al auge de la revolución industrial en Inglaterra. Por aquí salió el palo tinto de Campeche hacia las fábricas en Mánchester, con tal éxito para Palizada que fue declarada villa el año de 1850.

Un siglo después la selva sólo sobrevive en retazos breves entre los agostaderos y lagunas que circundan un río navegable que permite entender cómo fue posible que tal devastación forestal ocurriera.

 

 

El Palizada es un brazo de 120 kilómetros que el bajo Usumacinta saca al suroeste de la Laguna de Términos, poco antes de que el gran río de las selvas de Chiapas y Guatemala se enzarce en los pantanos de Centla. Sé, por las biólogas de Natura Mexicana en la selva lacandona, que si algún río nos queda sin contaminar en México es este torrente de agua que llamamos Usumacinta con sus afluentes y brazos extendidos en centenares de meandros y lagunas en las llanuras del norte de Chiapas, de Tabasco y Campeche en los que todavía se encuentran retazos de selvas entre innumerables pastizales de engorda y plantaciones de palma africana.

 

 

La desgracia de las selvas mexicanas y guatemaltecas originales se explica en la capacidad de carga de los ríos en las cañadas chiapanecas, todavía más al norte de Ococingo, el Jataté, afluente del Lacantún que bordea por el sur la reserva de la biósfera de Montes Azules, y  el río Negro desbarrancado desde las montañas del Quiché y la selva talada del Ixcán para formar en ese cruce con el Lacantún propiamente al río Usumacinta. Los madereros industriales del XIX en Campeche descubrieron que todo residía en llevar los troncos al río para que derivaran por el Usumacinta hasta las llanuras fluviales en el Golfo. Luego todo consistió en que el gobierno porfiriano concesionara esos montes mayas y esas llanuras chontales como si fueran un desierto baldío. Por ahí se fueron miles y miles de cedros y caobas, entre una gran variedad de maderas finas, que acabarían como materia prima de todas las ebanisterías en Europa. Y por ahí se fincó la impiedad con la que se explotó la selva. De doce millones de hectáreas de selva alta existentes todavía a principios del siglo XX hoy quedan retazos como las 331 mil hectáreas de Montes Azules.

La desgracia del pueblo de Palizada se explica en que al fin la modernidad mexicana llegó al sureste en 1957 por la vía del ferrocarril que logró cruzar el río a la altura de Tenosique, en una angostura de 150 metros por la que hoy pasa La Bestia con su carga de sufrimiento centroamericano hacia el norte. Palizada es un pueblo consciente de su pasado grato de puerto fluvial cuando estas llanuras lacustres no conocían las carreteras. Ni el tren con el que iniciara su decadencia. Entonces, a todo lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX, fue la Perla de los Ríos, el centro comercial en el que atracaban todos los cayucos y lanchones del vecindario lacustre desde Tenosique y que por el río encontraron las mudanzas mercantiles provenientes de lo que hoy llamamos Ciudad del Carmen. Palizada se agarra hoy al ganado para la sobrevivencia, y muchos a la palma africana como alternativa, pero algunos a la posibilidad de regenerar a través de programas de pago por servicios ambientales las selvas perdidas por la explotación de sus maderas.

Y por esa vía el ecoturismo. Y a la nostalgia que provoca en sus pobladores el reconocimiento de que son un pueblo mágico.

 

 

El tinte lo utilizaban desde siempre los antiguos pobladores de las selvas xontales y mayas. El tinte que escurre abundante de los troncos  y ramas del Palo de Campeche. Haematoxylum campechianum fue descrito por el naturalista sueco Carlos Linneo y publicado en su Species Plantarum en 1753. Madera que sangra, le llamaron a este árbol que alimentó la voracidad de la industria europea justo en el surgimiento del capitalismo. Palo de Campeche, la madera que no flota y que diera lugar a la fundación de un pueblo de casas altas y tejas planas en el corazón del bajo Usumacinta.

 Se fueron las caobas y los cedros con el trocerío del palo de tinte buscado por los europeos para sus nacientes industrias textiles. El pueblo lució muy pronto sus orgullosas tejas de Marsella traídas como lastre por los corsarios ingleses y franceses en la colonia, y los buques mercantes en el México independiente. La pesada madera campechana servía de lastre para el viaje de regreso, y como valiosa mercancía para los comerciantes que la esperaban en sus puertos.

 

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Los árboles desaparecidos en la selva explican a Palizada. En la orilla opuesta al pueblo tuvieron unos gringos un aserradero. Nadie recuerda con cuidado lo que habrá sido de ellos. “Se los cargaría la revolución”, me dice el señor Díaz, un ganadero que atiende con su esposa la posada Casa Diaz. Es un buen conversador. El palo de tinte se va al fondo como si fuera de plomo, así que en Palizada tenían que cortarlo en trozos par que lo estibaran en las bodegas inferiores de los barcos, junto con los trozos aserrados de los cedros y las caobas. No es posible ver el cascarón abandonado en el que esos aventureros cortaban en cortes largos los trozos que desde el Usumacinta derivaban por el río Palizada.

 

 

 

A la explotación de la selva le siguió el ganado y los pastos para solaz de las garrapatas y moscones insufribles. Hoy penan los ganaderos por las enfermedades de sus animales, el bajo precio de la carne y el contrabando desde Centroamérica mexicanizado en las redes de corrupción de Tenosique. Muchos apuestan ya por las plantaciones industriales de palma africana para abastecer entre otras industrias a la panificadora Bimbo. Otros se quejan de la debacle que producirá ese monocultivo. Algunos apuestan por el programa gubernamental de pago por servicios ambientales (PPS), que puede dejarle a los campesinos hasta 150 mil pesos por piocha.

“El problema –cuenta uno de ellos--, es el de la corrupción. Los funcionarios miden moches que nos dejan tan solo el 40 por ciento del dinero que debe llegar por el programa.”

Y después suelta sin ambages: “Por eso ha calado hondo por aquí López Obrador. Ya la gente está cansada de tanta corrupción.”

 

 

No he sido el único que hace este ejercicio. Encuentro en el sitio ride into birdland esta fotografía con una buena crónica también de Iván Gavaldón. Como él, contamos uno, dos, tres, diez y no paramos de verlos en los alambres, o pasar  a media altura sobre la lancha a los Martín Pescador. 

El joven lanchero reconoce todos los pájaros que le señalamos en el recorrido. Loros en parvada, águilas caracoleras que inspeccionan la balsa, numerosos Martín Pescador que vigilan cualquier posible alimento en el río enconchados en los cables de luz que cruzan de un lado a otro desde casitas de teja francesa ocultas tras las frondas de los mangos, patos zambullidores todavía muy buzos que aparecen de la nada en el manto verdoso del río, señoriales gallinazos que alzan vuelo perturbados por el ruido del motor fuera de borda, cuervos  de graznidos chillantes y cientos de garzas de todos los nombres, colores y tamaños que a las cinco y media de la tarde ya se guardan como volutas de algodón en los árboles. Aves por miles de vuelos colgados de la ribera de selva que han dejado los pastizales ganaderos. En su abundancia no es difícil imaginar la enorme carga de peces y crustáceos que discurren sus vidas por el río, a la espera de formar parte de una larga cadena alimenticia que en esta biodiversidad da cuentas de ser el verdadero río de la vida.

El joven lanchero presenta orgulloso un ejemplar del mango en flor que ha dado fama a Palizada. Y luego narra la llegada en marzo de los manatís Trichechus manatus que se acercan golosos a la orilla para esperar su mágica caída. Ana mi hija los imagina felices en los trazos rápidos del lápiz en su cuaderno de viaje.

 

 

Por la noche del día 1 de enero caminamos por las calles del pueblo. Salvo en el zócalo, donde los feligreses en el templo aguardan para la misa, no se ven muchas almas. El festejo de ayer tiene al pueblo agotado. Dos policías en una esquina se entretienen jugando dominó con otros parroquianos en una mesita sobre la banqueta de un tendajón. Hoy, y parece que eso es común todos los días en este pueblo, sus moradores no buscan dar ninguna guerra.

 

En otra esquina encontramos una casa con las dos puertas abiertas y una sala bien iluminada. Desde fuera vemos los cuadros que cuelgan de las paredes. Círculos y triángulos dominan las pinturas, pero el trazo es limpio y los colores desbordan figuras femeninas contrahechas pero hermosas. Emiliio tiene 82 años. Está en la galería, enclaustrado entre los  batientes de las puertas de la casa. Está sentado en una silla de ruedas ante una mesa, medio oculto tras sus barbas y un pelambre negra larga. En la mesa se despliegan algunos recortes de prensa. Devuelve muy respetuoso el saludo. Permite que admiremos su obra y recibe con aplomo lo que de ellas sentimos. No, ya no pinta, y a saber cuál fue su último cuadro. No le pregunto qué lo llevó a plantar en el centro de la galería los retratos que ha hecho del Che Guevara, de Fidel y de Stalin, pero ahí están, al lado de los trazos esquivos de mujeres tringulares.

 

Fotografía tomada del muro de facebook del Encuentro Nacional de Escritores 2013, en Palizada. Ese año el artista Emilio Basualdo Azcuaga fue homenajeado por los paliceños.

 

No es cualquier pintor Emilio Basualdo Azcuaga. Luego sabremos que lo conocen como el ermitaño del pueblo, que come lo justo a base de un cereal que él mismo prepara con coco seco y maíz molido, que muy niño sufrió el abandono de sus padres y que un buen día dejó el pueblo para buscar fortuna en la ciudad de México. Acabó en la Esmeralda, la mejor escuela de artes plásticas de México, y que de ahí sacó las herramientas para una imaginación que bien se desborda en sus pinturas. Todos sus cuadros fueron realizados en Palizada, desde donde vive hace cincuenta años. De cuando en cuando, cuenta la gente, salía con sus obras enrolladas rumbo a la ciudad de México, de donde volvía con algunos pesos y el ansia de soledad necesaria para pintar sus mujeres de hombros escuálidos y circulares.

 

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Aquí amaneció en chipichipi. El pueblo tiene todo el aire ligero y mágico de García Márquez, y en su encierro Palizada también guarda el ansia por las palabras bien dichas. Apenas organizaron un encuentro nacional de escritores y todos los años invitan a los poetas en el Usumacinta a hablarle de sus amores y nostalgias. Encuentro en internet los carteles que invitan al evento, y me doy una idea de la importancia que tienen para los ribereños la literatura y las artes gráficas:

 

 

 

 

 

Pero ya el malecón luce animado a las 9 de la mañana. Los tricicleros van y vienen. El pueblo revive del año nuevo con el espíritu conversador de siempre.

 

 

 

Cualquiera que la ve pregunta por su historia. Casi todos en el pueblo guardan algún capítulo para contar de ella. En la ribera opuesta del río aparece una casona blanca y larga, la Casa del Río, parece flotar sobre el agua, como si de una barca se tratara. La historia del Doctor Enrique Cuevas, que llegó en la primera mitad del siglo a trabajar como médico de pueblo, y que aquí se ganó la vida curando salpullidos y paludismos y atendiendo partos con las armas de la ciencia y la generosidad de un hombre bueno. Cuentan los que buscan explicar su fortuna que un buen día acudió un alarife empleado por el médico en la apertura de una zanja en su casa a interrumpir una tertulia cantinera en la que el médico era de los personajes cuya ausencia era inexcusable un sábado a mediodía. Una y otra vez le llamaba al hombre y una y otra vez le decía, espérame, que no vez que estoy ocupado, hasta que se decidió a escucharlo. Luego todo fue correr: la botijuela, le dijo nervioso el alarife, qué con la botijuela, hombre, sí señor, monedas, que tiene monedas, ¿cómo que monedas?, sí, doctor, tiene que verlas, monedas de oro en la botijuela ahí mero en la zanja…

 

 

Tiempo después el Doctor Cuevas construyó la Casa del Río, a la que miro ahora cristalina entre la fronda de la ribera.

Otro día llamaron al médico para informarle de una cortadura sufrida por su hija. No es mayor cosa, dijo el hombre, en la peor decisión de su vida. La niña moriría después de tétanos, y su pérdida no se la perdonaría a sí mismo el médico un solo día más de sus años postreros. Se fue del pueblo, dicen que se regresó a la ciudad de México. Hoy la casona está envuelta en un lío de intestados y disputas familiares. El pueblo la utiliza para anunciar la bienvenida a este pueblo mágico. Vista así, desde la ribera del Palizada, ve pasar el tiempo, el suyo, hace muchos años ido.

 

 La caña de timón encontrada en el río Viejo de Palizada se expone en el museo de armas en Campeche.

 

La historia de la caña del barco pirata tiene enfrentados a los de Campeche con los de Ciudad de Carmen, cuando, hasta lo que pude averiguar en una plática rápida con el cronista de Palizada, fue en el río Viejo, afluente del río que da nombre al pueblo, cuando en algún día de los años setenta del XIX en una temporada seca, un pescador encontró la caña del galgo que hoy se exhibe en el museo de Barcos y Armas en Campeche. Cuentan que la caña era parte de un barco pirata encallado en algún punto perdido de estas ciénegas  Claro que sí, Palizada empieza su historia con la memoria de los corsarios. Ahora la cuenta con detalles en el café La Caña del Timón Jorge Manuel Mendoza, el cronista de Palizada y editor de la revista El Cayuco: fueron los corsarios ingleses y franceses los que se adentraban en los dominios españoles para el saqueo de aldeas y puertos a lo largo del golfo. Años duros para los ribereños en esos siglos XVI y XVII de piratas Lorencillos y Morgans. Así se explica que en el último tercio del XVII la Corona española se decidiera por establecer un puerto fluvial en las orillas del río Palizada.

Cuando el pescador se presentó con la caña en el pueblo de inmediato uno de los dos principales madereros, los franceses Francois y Benoit Anizan se la compró en 60 pesos. De ahí la caña fue a dar al pleito entre Campeche y Ciudad del Carmen por la posesión del galgo marinero.

Lo que no se explican los paliceños es que a sus ancestros no se les haya ocurrido identificar el sitio en el que aquel pescador encontrara la caña del galgo tallado.

 

Usumacinta

 

Sobre el puente de 280 metros de largo que lo cruza el río discurre sereno el 2 de enero. Entre nosotros y el mar el Usumacinta se convierte en una lombriz cansada de retorcerse que se partirá en dos para regar los pantanos de Centla, con su tranco izquierdo que suma el caudal del Grijalva, y busca ya tan solo la liberación en el mar.

 

 

Pero ahora sigue siendo el río de las selvas con todos sus nutrientes acumulados para alimentar al Golfo. Lo contemplo con Emma y mis hijas Paulina y Ana. Todo lo lleva el río, las montañas, las selvas, la profundidad del mar.

 

Catemaco

 

Una última postal. De regreso al altiplano paramos en Catemaco, tras otras siete horas de viaje por las destrozadas carreteras regionales veracruzanas termina nuestra incursión por el país del agua y la tierra milenarias. El lago todavía sobrevive al asedio de los desarrollos inmobiliarios. Las barcas de remo cruzan un espejo vaporoso que guarda caracoles y charales, aquí llamados tegololos y popotes. El día 3 de enero la lluvia es torrencial en las montañas que cercan al lago, pero cuando llegamos ha escampado. No hay mayor oleaje así que los patos canadienses se zambullen sin recato en busca de los pececillos que les caben en el cogote.

 

 

Cumplimos con el ritual de la limpia, que por algo es famoso este lago.

Pero son las macayas las que me entregan el verdadero embrujo del país del agua.

El árbol y el agua se olvidan de la tierra para formar un solo, único, mundo.