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29 Marzo 2024, Puebla, México.

Semana mayor: una mirada a los que creen y a los que no creen

Sociedad |#c874a5 | 2018-03-28 00:00:00

Semana mayor: una mirada a los que creen y a los que no creen

Héctor Aguilar Camín

Ilustracion de Ilustración: Mariana Villanueva (Revista Nexos)

 

Descreídos

Descubrí por las  cifras del  censo de 2010 que pertenezco al escaso  3.5 de la población que se declara “sin religión”, vale decir : sin  adscripción a alguna iglesia, acaso sin fe a secas.

Es posible vivir sin fe religiosa,  pero   no deja de ser   una elección de vida que  contradice a la abrumadora mayorìa.

El 88 por ciento de los mexicanos creía en la religión católica, según  el censo de 2010 y un 8.5 más creía en otras religiones.

No sé cuántos que se declaran sin religión  creen en algo equivalente a Dios: alguna forma de divinidad cosmológica, alguna fuerza ordenadora  del mundo   . 

La idea de un mundo sin Dios es en cierto modo inhumana.  Al empezar el siglo XXI, quienes no creen absolutamente en nada son una abrumadora minoría.

 Aún para ellos vale la pregunta formulada  por Humberto Eco en su diálogo con un  inteligente cardenal italiano: ¿ En qué creen los que no creen?

Cuando Bertrand Russell fue llevado a prisión por su actividad pacifista contra la primera guerra,  al consignar sus datos, el carcelero le preguntó su religión: “Agnóstico”, respondió Russel.

El carcelero lo miró un momento, dejando claro que no había oído nunca esa forma de credo. A continuación comentó: “No importa la religión, al final todos creemos en el mismo Dios”.

 Escribí arriba que no creer  es una “elección de vida”. Quizá no lo sea, quizá el agnosticismo venga  infuso en cada quien, lo mismo que la necesidad de creer.

 Según  la doctrina católica , en la que fui bautizado y criado sin efecto religioso alguno, la fe es una gracia, un don de Dios.

Quizá el agnosticismo, la falta de religiosidad, la incapacidad de creer,  también es algo que  les cae del cielo a los descreidos, y que no tiene arreglo.

Los no creyentes tienden a mirar con  cierta superioridad jacobina al  que cree, pero la fe genuina, la   invencible y llana “fe del carbonero”, debe ser uno de los grandes consuelos de la vida.

 

 ¿Los narcos creen en Dios?

 

 

Según el censo de 2010, 97 de cada cien  mexicanos creen en alguna forma de Dios y practican algún credo  religioso (87 % católicos). Sólo el tres por ciento  nos declaramos ateos.

¿En qué creemos los que no creemos en Dios? En formas sustitutas de la inmortalidad , supongo,  formas pobres de consolarnos de la muerte.

 Por ejemplo: el amor, la fama, la naturaleza, el poder, el dinero, todas cosas triviales si se las compara con la idea de Dios, del más allá,  de la vida ultraterrena, del cielo y el infierno.

Pocos  ateos dan en su corazón y en su cabeza el salto de Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”. 

La frase de Iván Karamazov cifra el salto moral hacia el nihilismo,  esa tierra de nadie, inherente a la idea de un mundo sin Dios.

Es el principio del nihilismo: si no creo en nada trascendente, todo es aquí y ahora. Mi aquí y ahora no tiene  rumbo ni rienda. Soy mi propio Dios, mi propia medida, mi propia moral, sin otro referente que yo mismo.

La consecuencia moral y filosófica del salto al nihilismo es enormr:

Sin dioses que observan, ordenan, regulan, confortan y oprimen la conducta humana, no hay reglas, no hay límites. Hay sólo la regla de la voluntad de cada quien.

 En la polìtica, el mundo sin Dios, vuelto sólo voluntad de poder, es el  mundo de Hitler y  Stalin, y el de todos los otros reinos utópicos, sustitutos de  la Ciudad Dios en este mundo.

Pero estamos en México. Me pregunto cuántos de los  mexicanos que se dedican hoy a matar, decapitar, enterrar a otros en fosas anónimas han dado el salto implícito en la sentencia de Iván Karamazov.

Cuántos  de estos asesinos son ateos nihilistas y cuántos creen en Dios. Es decir: cuántos son creyentes a su manera esquizofrénica: creyendo y matando.

   Cuántos respetan a su iglesia,  cuántos creen en el cielo y  el infierno, y   cuántos de ellos saben que han optado por éste último.

Nuestros creyentes homicidas  son un misterio teológico y moral. Han llevado la frase de Iván Karamazov un paso más allá. Parecen decirnos: “Dios existe, amigo, pero todo está permitido”.

 

 Semana mayor:  La razón y la fe

 

Dijo Tomás de Aquino,: “Considero el principal deber de mi vida para con Dios esforzarme para que mi lengua y todos mis sentidos hablen de él”.

Pocas lenguas habrán hablado  tanto y tan bien de  Dios como Tomás de Aquino. Nadie inventó pruebas más   breves y elegantes  de su existencia: sus famosas cinco vías.

La primera   es la del “primer motor” o el “motor inmóvil”: si todo lo que se mueve  es movido por algo, algo hubo inmóvil en el principio del movimiento.

 “Ejemplo”, dice Tomás de Aquino: “Un bastón no mueve nada si no es movido por la mano. Por lo tanto es necesario llegar a aquel primer motor que nadie mueve. En este, todos reconocen a Dios”.

Nominalismo, se dirá: la palabra “movimiento” llama a la palabra “inmóvil”. Ninguna de las dos describe lo real.

Lo cierto es que  cualquier cabeza honradamente racional tendría que rendirse a la fuerza del argumento del primer motor, resuelto por Tomás de Aquino en doscientas palabras. (En cierto modo, la ciencia moderna reconoce la idea de un primer motor en el big bang que dispara y hace nacer al universo).

El centro de la catedral teológica de Tomás de Aquino fue hacer compatible  la fe con la razón. Pero la fe genuina no es un asunto racional.

Hablé scon un amigo creyente sobre esta paradoja insalvable: si  la fe verdadera se recibe, no se adquiere,  es imposible convertir a nadie.  

La historia de las iglesias nos dice lo contrario. Es una historia    conversiones hechas  por la  conquista y/o la conveniencia. Esta forma de expansión de las religiones mediante  el poder politico y miltar, dce poco del poder de la fe recibida como  gracia.

 Lo cierto, por otra parte,  es que el ardor de la fe verdadera  no es carga fácil de llevar, como muestran las vidas  de los santos.

La fe de las las multitudes  es dispareja,  por su mayor parte  epidérmica.  Es una fe tolerable para el mundo humano  : difusa, distraída, amateur, cuando no supersticiosa o idolátrica.

Esa fe del hombre  común tiene poco o nada que ver con la fe  fulminante, venida del cielo, cuyo mandato no acepta sino la rendición incondicional de Paulo de Tarso en el camino de Damasco, o de Tomás de Aquino en su levitación teológica.

 

Plegaria laica por  la fe del carbonero

¿Cuántos de los sacerdotes católicos que hoy levantarán la hostia y oficiarán la misa    creen verdaderamente en lo que su doctrina  sostiene  ?

Por ejemplo: que  Cristo resucitó efectivamente  de entre los muertos y que su mismísima sangre y su mismísimo cuerpo estarán presentes en las hostias que  ellos consagrarán este día? 

¿Cuántos de los fieles que llenarán hoy las iglesias creen verdaderamente que Cristo es hijo de Dios y de la Virgen, que está sentado a la diestra de su padre en el cielo y comparte su esencia divina con el Espíritu Santo, que desciende  sobre nosotros cada vez que se celebra una misa?

Me pregunto: ¿en qué creen realmente los que creen?

¿Creen  de forma radical, hasta el  último detalle, o creen más bien difusa y confortablemente, sin profundidad ni pasión, sin conocimiento verdadero de su fe pero también sin fanatismo?

Tiendo a pensar que creen flojamente, sin preguntarse ni exigirse de más, con una fe que se exacerba   en la adversidad o en la tragedia, y en los días de guardar. Una fe  que si fuera coche pasaría la mayor parte del tiempo estacionado o en punto muerto.

Tengo un enorme respeto por la fe genuina, teológica y popular, que  en estos días de guardar mana de lo profundo de la gente. Tengo también envidia. Si pudiera elegir, elegiría creer.

Elegiría una fe que no discutiera con la ciencia ni con la razón, una fe que se resignara a no ser verdad, a tener su dimensión propia de verdad en el poder de dar consuelo y esperanza.

Acaso esa fe no existe en las doctrinas religiosas, pero quizá es la que existe mayoritariamente en el corazón de los creyentes: la fe que consuela y conforta, antes que la que discute o impone su credo.

Quizá los muchos años de laicismo en México han quitado a la religión   sus filos fanáticos.

Quizá esa fe temperada, efectiva como plegaria íntima  más que como arma pública, sea ya parte de nuestra cultura religiosa y , en esa medida, de nuestra fortaleza espiritual.

Quisiera pensar que es así, como quien reza paganamente, fuera del templo, por una fe de carbonero  tibia, resignada a su verdad consoladora, verdaderamente  horizontal, humana, tolerante.

 

De la inexistencia teológica del infierno

 

Como sabe todo buen católico,  Jesús de Nazaret, “fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre, todopoderoso”.

La pregunta es a qué a qué diablos descendió a los infiernos. Me  ha contestado   esta pregunta  Francisco Quijano, un lector, versado en los misterios de la muerte y la resurrección de Cristo, eso  que la doctrina eclesiástica conoce como escatología.

En el año 404 de nuestra era, Rufino de Aquileia  dejó constancia de que   en el credo romano  de entonces  no se encontraba todavía “la cláusula: descendió a los infiernos.”

El primer testimonio de  algo parecido, es una “confesión de fe” del año de 359, escrita por Sirmio ( en la Serbia actual),  conocida como Credo Fechado . Dice a la letra: “Y nació de María Virgen, y convivió con sus discípulos. . . fue crucificado y murió, y descendió a la [región] subterránea, y puso allí orden en todo…Los cancerberos del hades [lo] vieron y se estremecieron; y resucitó de entre los muertos”..

Explica Rufino de Aquileia:

“No es en detrimento ni en desdoro de la divinidad el que Cristo padezca en la carne; antes bien, para que se operase la salvación por la flaqueza de la carne. . .  

“Es como si un rey se dirigiera a una cárcel y, entrando en ella, abriese las puertas, rompiese las cadenas, destruyese las argollas, los barrotes y las celdas, y liberase a los encarcelados. Se dice, pues, que el rey estuvo en la cárcel, pero no en las condiciones de quienes se hallaban encarcelados. Ellos lo estaban para purgar sus penas, él lo estuvo para liberar de las penas”. [Commentarium in symbolum apostolorum, 17]

La explicación de Rufino ha suscitado en mí una duda de teólogo descalzo, que es la siguiente: Si Cristo bajó a los infiernos a liberar a quienes ahí estaban, pues acababan de ser redimidos por su muerte, ¿no quiere esto decir que terminó también con el infierno?, ¿que el infierno dejó de existir en ese momento y, por tanto, no existe más, y no hay infierno?