A diario sonaba el timbre como a las 9:30 de la mañana y a la par gritaba la bisabuela Valito: ‘¡Llegó la leche! ¡Corran a abrir y no olviden la olla!’ Quien tocaba era Don Rogelio, el lechero que venía de Chipilo, Puebla: un afable bigotón alto y rubio que seguía haciendo el reparto diario de leche después de varias décadas de haber heredado el negocio familiar. La olla de peltre azul con puntitos oscuros siempre estaba limpia y seca esperando tal grito, para que en la carrera infantil no tuviéramos atraso alguno en pescarla del haza y en hábil brinco llegar hasta el zaguán y recibir el pedido.

Don Rogelio llegaba en su olorosa camioneta blanca de batea, llena de relucientes botes de acero, con tapas y jarras medidoras del mismo material y escanciaba el preciado líquido a través de un colador. Sólo sábados había diferencias en la rutina: ese día salía la bisabuela en persona al llamado del timbrazo, ‘a hacer cuentas’ que casi siempre le favorecían: entre que los litros no iban bien medidos y que la leche no daba la nata acostumbrada, Don Rogelio y Doña Valeriana se engarzaban en discusiones financieras por un buen rato, mismas que ambos disfrutaban de alguna manera.

Ya en la cocina, la leche era vuelta a colar y puesta a hervir, y ésta era la parte menos atractiva para nosotros aprendices de cocineros en nuestra infancia sesentera del siglo pasado: la eterna espera para que aparecieran las burbujitas del hervor, moviendo constantemente la leche con una palita de madera en su interior, un valioso tiempo que bien pudiéramos estar empleando en jugar al avión o al bote pateado en el patio. Pero el encargo tenía su riesgo: una mínima distracción dejando de mover la palita y la espuma láctea se desbordaba por la olla de peltre, ensuciando la estufa, a la par de que un fuerte olor a quemado invadía la cocina: preferíamos un manazo, a recibir la orden de limpiar el desastre.

La recompensa era muy preciada: después de pasar la noche en refrigeración, la leche hervida producía una deliciosa espesa nata amarillenta, que la bisabuela recogía cuidadosamente con una cuchara panda de madera y que guardaba celosamente en una fuente de loza vidriada. Nunca podré olvidar las exquisitas tortas de agua rellenas de nata fresca espolvoreadas con azúcar, para el desayuno infantil.

Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’!

#tipdeldia: Hoy la nata fresca es más que imposible conseguirla en la Ciudad: hay que viajar unos cuantos kilómetros a Chipilo, para poder encontrar expendios familiares que aún conservan los tradicionales establos y ahí comprar la leche bronca y preparar la nata en casa. Somos muy afortunados en Puebla en tener tan cerca una población con una industria lechera artesanal tan buena; numerosos son los establecimientos que venden helados, requesón y muchos tipos de quesos curados, así como polenta y panes de maíz, éstos últimos horneados en latas sardineras.