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18 Abril 2024, Puebla, México.

 1989, aires del norte al sur: la aventura de una chihuahuense en tierras poblanas

Sociedad |#c874a5 | 2017-02-24 00:00:00

 1989, aires del norte al sur: la aventura de una chihuahuense en tierras poblanas

María Andrea Márquez Blanco “Moño”

 

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Hace 28 años que emigré al sur. Vine desde los aires secos y la franqueza del norte para emprender una nueva vida y lanzarme a la total y excitante aventura de lo desconocido. Mi espíritu libre  y rebelde  soñaba con salir de mi natal Chihuahua y emprender el rumbo hacia nuevos horizontes, experiencias  y personas… y ni la menor idea tenía de lo que me esperaba al otro lado del mapa.

En un principio tal vez pretendía escapar de la geografía, cuando en realidad era un escape emocional. A esa  desenfadada edad no tenía el atisbo de un futuro planeado y estructurado que los padres siempre deseaban para sus hijos, y tampoco analizaba mucho que digamos, mi YO interior….Me dejaba llevar, la mayoría de las veces, por el sentimiento, por el corazón, por la pasión y  las emociones, dejando a un lado la razón --de hecho, todavía ocurre así a mis 47 veranos--, y para mi buen fortunio, me ha funcionado a lo largo de estos años.

 Como buena tradición norteña provengo de una familia de ocho hermanos con su padre y madre;  aunque divorciados, recibí de mis papás  lo que me ha hecho ser lo que soy, una mujer fuerte y decidida, con muchas ganas de vivir  la vida intensamente y de superar los malos ratos y convertirlos en oportunidades y aciertos. Mi papá solía decir que era muy necia; y como estaba muy pequeña decía que era una “neciesita” --ahora lo traduciría modestamente  por perseverante y tenaz--  por lo que se me quedó el sobre nombre de Nenéy.

Vaya que me sirvió esa “neciesidad” para muchas cosas. A los 19 años decidí que estudiaría Ciencias de la  comunicación;  y rompí así la tradición de  mis cinco hermanos mayores cuyas carreras de finanzas, economía y administración no me llamaban la atención en lo absoluto, ni hubiese tenido  las habilidades ni las ganas para estudiarlas. En ese entonces, no existía como tal la profesión que yo quería en Chihuahua  pero sí en ciudades cercanas norteñas… Pero, ¿qué creen?: yo quería volar más lejos, estar más cerca de la ciudad de México porque allí estaban las dos televisoras  y eso me hacía ojitos. Al principio mi mamá se rehusó ya que  sostenía la idea que no tenía nada que estar haciendo tan lejos y que bien podía estudiar más cerca,  pero ya se me había metido a la cabeza la idea y justo acababa  de descubrir  que había una universidad reconocida y padrísima en Puebla llamada UDLA con  esa licenciatura.  Yo trabajaba como dependienta en una boutique en una pequeña plaza porque había salido de prepa y apenas estaba decidiendo mi futuro profesional  y no me iba a pasar 5 meses sin hacer nada (el semestre comenzaba en enero de 1990), ni mis padres me lo iban a permitir, así que comencé a ahorrar mi sueldo para ir en busca de mi sueño en camión, ya que por ser tan terca y necia no me apoyarían para el avión. Si yo había tomado esa decisión, me dijeron, pues también me haría responsable de ver cómo la llevaba a cabo. Si pretendían hacerme desistir, pues lograron completa y absolutamente  lo contrario. Ese ahorro  alcanzó para ir a presentar el examen de admisión, pagar el hospedaje --en la comida no había pensado--  y regresar en autobús desde México, y  para motivar y llenar de ilusiones mi  mente y corazón.

Sabía que muy en el fondo mi madre compartía  esa determinación, pero a la vez dejaría que yo tuviera los suficientes bríos para cumplirla y hacerme aún más independiente. Corría el mes de octubre del año de 1989 y se empezaba a sentir un frio muy particular, leve, nostálgico,  comparado al clima extremo que en unos meses se tendría. Tenía ya fecha para estar en el campus (todo se realizaba vía telefónica); me encontraba  tan emocionada, que de solo pensarlo, lo vuelvo a sentir y revivir intensamente. Realizaría un viaje en autobús, o camión, como  se dice por el norte, durante más de  24 horas y eso me causaba  una auténtica  felicidad… ¿Se imaginan recorrer la mitad de la república mexicana sola?  Tan sola como que aún no existía el celular  y  mi madre  solo esperaría una llamada por un teléfono de monedas o tarjeta  al llegar a mi destino, y hasta entonces, sabría  si todo  había salido bien sin contratiempo alguno. ¿Acaso podemos imaginar actualmente que las mamás no sepan de sus hijos adolescentes más de 24 horas? ¡Imposible!, ¡inimaginable!, sencillamente inconcebible en la actualidad --¡Ay  pero qué padre era entonces no tener esa tecnología, éramos más libres en todos sentidos!--, pero en esos tiempos así era  y, ¿les digo algo…?, no pasaba absolutamente nada, y mucho menos cuando eran tantos los miembros de una familia; ya era suficiente con las preocupaciones cotidianas. Además, supongo que existía un trato tácito con Dios, y las madres de ese tiempo simplemente dejaban que él se hiciera cargo de lo que ocurriera.

 

 

Hice mi veliz  (palabra muy norteña), o sea mi maleta, que aparentaba  una estadía de por lo menos cuatro días.  Mi papá decía que viajaba como María Félix  y que solo me faltaba el perico, y la verdad  así era. Siempre consideraba un suéter por si tenía frio, bueno dos. Traje de baño por si el clima cambiaba repentinamente y se aparecía una alberca en mi camino y, ¿por qué no?, botas por aquello de que entrará un frente frio. Había que estar preparada para toda contingencia, y más si se trataba de arreglo personal ya que no pasaba por mi mente en ningún momento  llevar medicina por si enfermaba...No, eso no entraba en mi forma de ser, ni en la manera que, especialmente, mi madre nos había educado respecto a la salud, y que ahora le  agradezco infinitamente  y lo  llevo en práctica.

Ya estaba lista  para emprender mi gran  aventura, para empezar a rodar mi propia película, para ir viendo en el camino qué personajes entrarían en ella… Y quién lo dijera, uno de ellos, desde el principio del film, sería  el que al día de hoy sigue siendo mi esposo.

Pero en su inicio todavía tenían lugar las escenas de mi vida inmediata: mi novio de Chihuahua, quién al poco tiempo, saldría definitivamente de cuadro, y con él otros amores y desamores, mi gatita Moxi, la mitad de mis pertenencias,  mi casa bella y enorme, el calor de la vida en familia, una caja repleta de cartas que mi madre aún me guarda, 19 años de una vida intensa, con los valores y costumbres, y los recuerdos remotos… Todo eso, se iría quedando poco a poco en ese norte remoto que perdura en el centro de mi corazón. ¿Quién iba a pensar que ya no volvería, excepto en vacaciones?.. Ni yo misma….

 

+++++

 

Cuánto ha cambiado en la distancia el sentido del tiempo. Un día en un camión podía entonces contener al país entero.

Y no cualquier camión, era un Transportes Chihuahuenses.

 

 

 

Los Chihuahuanses, toda una época en el mero norte.

 

El viaje por tierra fue largo, multifacético  y sin contratiempos, a pesar de que el chofer se detenía en cada ciudad, pueblo y restaurante que se cruzara en el camino. Era particularmente gracioso y muy democrático, tanto que preguntaba a viva voz si todos los pasajeros  estábamos de acuerdo en detenernos. ¿Concebirían alguno de los lectores una respuesta unánime? Pues así sucedía, y tal vez quien tenía un poco más de prisa por llegar en no más de 24 horas  no se atrevía a contrariar a la mayoría de nosotros. Me agradaba  la idea de estirarme un poco; los asientos no se reclinaban,  y así poco a poco, se alargaba el tiempo  estimado de llegada. En 24 horas el país se transforma, y todo te interesa: el cambio de paisaje, el clima, los pueblos, la forma de hablar, etc. A  medida que cruzábamos de un estado a otro nos adentrábamos hacía las costumbres del sur. De “feria” pasabas a “morralla” (dinero), de una desponchadora  a la  talachería  y la vulcanizadora.  El color que predominaba en el paisaje a través de la enorme ventana, era ocre y  amarillo. Del desierto y las planicies a los verdes campos y frondosos árboles en los montes. Hice todo lo posible por no quedar en brazos de Morfeo y perderme la transformación de la naturaleza que nos brindaba paulatinamente su hermosura y sus caprichos pero,  llegó la noche y la obscuridad cubrió hasta los pensamientos , el barullo de todos los que íbamos allí  disminuyó y sólo recuerdo el llorido difuso de un pequeño o el carraspeo de la (única) televisión colgada hasta adelante, con el volumen bastante alto  --para entonces ya habían pasado unas tres películas y ya no tenía idea  ni ganas de saber su contenido—antes de que en un momento nuestro democrático conductor consultara si queríamos que lo apagará.

En ese momento  me fui hasta adelante (yo iba a la mitad) y le dije al chofer si podía sentarme en un pequeño asiento dispuesto a un lado del suyo, casi pegado a la puerta. “Para que no se duerma, chofer”, comenté muy inocentemente,  pero lo hacía para poder echarme un cigarrito con él, lo que de paso él hacía a la vista de todos. Quizás nuestros jóvenes lectores nuevamente se queden azorados: ¿se fumaba dentro de un camión cerrado con más de 10  horas de recorrido y sin aire acondicionado?, ¿eso era permitido? Por completo, y no solo eso,  era  aceptado socialmente, no entraba siquiera a  votación  u opinión, y  no había ni quién se atreviera a reclamar --pobres en verdad de  los no fumadores--, y por supuesto, el humo se deslizaba hasta el último asiento en dónde también se tenía permitido fumar. Recuerdo que era una sola fila de  coinco asientos con cierta altura (de lo más incómodo) pero que los fumadores se los peleaban. El chofer miraba al camino, sonreía y daba una fuerte bocanada para expulsar poco a poco por la boca el humo en forma de “donitas” que iban a rebotar contra el parabrisas.

 “Al cabo que ya se durmieron…”, decía.

Y no fue sólo uno. En esa noche larga nos fumamos en amena plática varios cigarritos. Un chofer  que podía ser mi padre y una  chava de 19 años que pensaba que podía distraer con su conversación  el tedio  producido  de una carretera recta,  tan recta  que parecía no tener fin y sin atisbo de alguna curva que rompiera la monotonía y pudiera ocasionar que el experimentado chofer se pudiera dormir… Cierto o no,  pero  me sentía más segura de estar allí, como dama de compañía, que dormida  como la mayoría de los pasajeros en sus asientos lo hacía plácidamente.

 Afortunadamente hace años que dejé mi cigarrito diario que tanto disfrutaba.  Pero desde entonces no he dejado de entablar plática con extraños o más que extraños,  y tampoco he perdido el ánimo maravilloso de conocer nuevas personas.   

Las horas pasaron, y tras ellas llegó el amanecer esplendoroso con el que me recibía el centro del país.  Fue hermoso verlo, disfrutarlo y….saber que aún restaba tiempo  por llegar a nuestro destino. El camión entero era como si despertara un vecindario. Las conversaciones eran más fructíferas, como si todos entendiéramos que nos asomábamos al porvenir. Caminabas por el pasillo y descubrías  nuevos acompañantes, nuevas historias, intercambiabas lecturas y alimentos  también. Nos íbamos volviendo en cierto modo una extensa y particular familia que llevara noches y días de larga convivencia. Mas paradas,  aunque breves, nos hacían comprender y aprender poco a poco de cada lugar y cada uno de ellos con su magia especial, hasta que la autopista de Querétaro al Distrito Federal nos hizo entender que el tiempo encapsulado de un viaje también llega a su fin.

Se viene a mi mente un señor ya grande que viajaba solo, con su sombrero vaquero, camisa a cuadros, pantalones Wrangler, una enorme y resplandeciente hebilla y por supuesto unas picudas botas de piel de víbora, no se me olvida, porque cada vez que se las veía las encontraba aterradoras, solo les faltaba tener esos ojos y sacar la lengua. Iba el buen señor  a visitar a una de sus doce hijas a la capital, ya que había sido la única que había salido de su pueblo, Ojinaga, para estudiar (y yo que me sentía wow con el número de mis hermanos) y estaba próxima a graduarse. Decía que habían sido puras mujeres, siempre en la espera que el siguiente fuera hombre (en mi familia no fue así ya que fuimos uno y una hasta el final, por lo que  me queda claro que mis padres deseaban  una numerosa familia)  hasta que su mujer dio a luz a la última y murió en el parto.

 –Me casé luego luego, señorita, imagínese, ¿qué iba yo a hacer solo con tanta vieja?

¡Viudo y con doce hijas!

Pero iba a ver a una de ellas, la única que había salido de su casa para estudiar en la ciudad de México. Una como yo…

 

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Finalmente entramos a la capital... Un cambio drástico y emocionante a la vez. Otra dimensión, otro código postal. Atrás había dejado la larga y recta carretera, junto con los inigualables paisajes que pasaron frente a mis ojos, como el viudo y sus doce hijas, y al frente de todos, el democrático chofer.

También había dejado la mesura y tranquilidad  de mi bello estado para adentrarme en el mundo cosmopolita de una gran y ruidosa  ciudad. Llegar a la terminal fue toda una odisea  y ahí sí, el tiempo se me hizo eterno. Quiero compartirles que era la primera vez que viajaba tan lejos y sola. Las únicas referencias que tenía eran las que mi papá me había dado. “Mira Hijita, (con su marcadísimo  acento norteño) llegando allí, te vas inmediatamente a unos taxis que están  ahí mismo; no se te ocurra salirte a pedir uno en la calle. Te vas al hotel Casa Blanca que está en el centro histórico frente a un Sanborns.”

 

El hotel Casa Blanca...

 

Esas fueron sus indicaciones. Solo me faltaron las necesarias para ir de México para Puebla,  y lo único que yo sabía de esta hermosísima ciudad era que allí estaba la UDLA, que existían los chiles en nogada, que el libro que estaba leyendo de Ángeles Mastretta Mujeres de ojos grandes se desarrollaba  en sus alrededores  y que la autora  era poblana, ah, y algo sobre la batalla del 5 de Mayo y que a los poblanos les decían “pipopes”, sin tener idea de lo que eso significaba. Eso era todo.  Sinceramente no se me ocurrió indagar más  e incrementar mi acervo cultural  antes de realizar el viaje. Tenía en mente otras cosas, que a esa edad, sobrepasaban lo socialmente establecido. El hotel me pareció algo antiguo pero con todo los servicios. Estaba realmente emocionada por lo que me esperaba y yo no sabía aún de mi destino. Decidí conocer un poco a mi alrededor haciendo caso omiso a la primera regla que me habían  dicho de no recorrer el centro sola y mucho menos a pie. Exactamente hice lo contrario. Lo primero que pensé fue en  darme un buen  baño para quitar el cansancio y las 28 horas del camino en las que sólo me lavé los dientes y la cara. Fue delicioso  sentir el agua caliente por todo mi cuerpo; me tardé bastante y lo disfruté aún más. Recorrí las calles aledañas sin alejarme demasiado del hotel. Me encantó lo que pude conocer del  centro y Sanborns que solo lo conocía a través de los comerciales en televisión… fue un lugar maravilloso y enorme.

 

De vuelta al hotel comencé  a preguntar cómo me iba para Puebla. Las distancias no tenían sentido para mí; no comprendía, ni conocía lo que eso podía significar en esa gran metrópoli. Me senté en el lobby  y al momento en que iba a encender mi cigarro para pensar en cómo le iba a hacer para llegar a mi destino final  --juraba que eso me daba más edad y personalidad-- llegó un señor  y lo hizo por mí  al tiempo que  me advertía que el cigarro no era bueno y menos a mi edad  ¡háganme favor! Era lo último que me hubiera  gustado escuchar,  y yo le respondí que para que cargaba un encendedor, con lo que acabamos riéndonos juntos. El señor era un  hombre joven que debió haber tenido poco más de 30 años, panameño por cierto, coincidió en mi vida  de tal manera , que puedo aseverar que fue clave para que yo conociera más tarde a Pedro Enrique, la primera persona de la cual  me enamoraría  apenas llegando a Puebla,  y de quien aún sigo enamorada. Lo que era  la vida. El nuevo amigo  iba a salir en unas horas hacia Puebla, era médico y un chofer pasaría por él. Me preguntó mis planes y se ofreció a llevarme. Sin pensarlo siquiera dos veces, le respondí que sí.  Si algo no se me ha quitado de mi personalidad es el ser sumamente confiada, y en esa época, nada temerosa; confío en las personas, muchísimo, algo difícil de entender por mi  cauteloso y a veces desconfiado marido pero que generalmente me ha dado buenos resultados, grandes amistades y fabulosas anécdotas. Ahora que lo cuento y lo evoco pienso en mi hijo al que  le falta poco para tener los 19 años que tenía yo entonces, imagino  que lo hiciera ahorita, sé que me  dejaría algo intranquila,  pero que le  aplaudiría esa iniciativa como varias que empieza ya a tener. Los hijos pueden llegar a ser una buena mezcla de papá y mamá.

 

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En uno de esos Corsar, que entonces pasaban por muy elegantes...

 

Al poco rato  iba sentada en la parte posterior  de un lindo  Corsar.  ¿Lo recuerdan?, de la Volkswagen, para que no digan, y con chofer y el doctor panameño adelante. Cuántas veces he contado esta aventura, y siempre  la gente exclama inmediatamente que si no tenía miedo de que me secuestraran, que me hicieran algo, que me violaran, que me llevaran a otro lugar, que me robaran… ¿Y si fueran tratantes de blancas? ¿Y si mi hubieran matado? Pues no, nada de eso pasó por mi mente, nada de eso imaginé, nada de eso sucedió y ningún  miedo o atisbo de temor sentí.  Cuántos miedos hemos logrado sembrar en estos tiempos nuestros de hoy. Puedo asegurarles  hasta la fecha, que sigo pensando de la misma forma acerca de los seres humanos  y teniendo experiencias similares  y sigo  confiando en la humanidad.  Creo en todo lo bueno  y positivo que tiene cada una de las personas que habitamos este mundo, en esta vida. Así que el panameño y yo charlamos animadamente, conociéndonos, hablando uno del otro salpicados de las intervenciones del parlanchín chofer. Fue maravilloso cuando saqué uno de mis cassetes  (¿recuerdan que les platiqué que llevaba un buen  equipaje para las mudanzas del tiempo?) Las audio cintas eran el complemento vital. La  música es parte de mi vida, vivo con ella. Y  naturalmente les dije si lo podían poner, y de todo traía, desde Hombres G, flans, timbiriche,  80’s en inglés hasta  unos de mi hermano mayor  que le tomé “prestados” de Billy Joel y Elton John. Considerando que ya los veía muy señores a los dos,  opté por éste último.  Ahí íbamos un trio singular tarareando piano man al ritmo de una amena y muy entretenida plática...Veía a través de las ventanas el espectacular paisaje de la carretera México-Puebla (ni hablar, todavía nada de Xalco entonces), con esos enormes pinos, un colorido  espectacular por todos lados  que me tenía fascinada. ¿Qué más podía pedir en mi inusitada aventura, con el mundo que me quedaba chico, con grandes las esperanzas  y fascinada con lo que fuera por venir? A vivir… A gozar… Así sentía, así pensaba y, de hecho, me sigue  felizmente sucediendo.

 

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Finalmente arribamos a Puebla. A la hermosa  Puebla.  Me enamoré perdidamente de ella. Verde por todos lados –extraño, verdad, pero no tanto si recuerdan que yo llegaba de lo árido de  Chihuahua--, con su estilo barroco, religioso y tradicional tan  contrario a la influencia norteamericana del norte. Fue sublime y lo recuerdo perfectamente, se me imponían las iglesias  con sus  magníficas cúpulas  y sus azulejos de colorido mexicano.

 Llegamos al entonces llamado Hotel del Alba  (Ahora el Presidente)  ya que ahí se hospedaría  el panameño. En realidad no sabía a qué hotel llegaría así que opté por hacerlo allí también, solo que al pagar mi habitación, me quede con el presupuesto reducido a su mínima expresión. Pero ya estaba escrito que ahí tenía que ser porque justo esa noche conocí a mi esposo  en el bar  “Jazz & Pub”. Mi nuevo  amigo  doctor (olvidé por completo su nombre)  regresaría más tarde para quedar de vernos en el lobby e ir a escuchar música en vivo, a lo que yo acepté gustosamente.

 

Así sería mi bienvenida en la UDLA en 1990, un tiempo después de esta historia.

 

Antes, esa tarde,  me fui  a la UDLA-P  a conocerla  solamente, ya que hasta el día siguiente, sería mi  examen por la mañana. Quedé extasiada  desde el momento en  que el taxi entró por el acceso principal  de la universidad. Una belleza sus jardines y sus plantas. Con sus edificios coloniales de ladrillo y repuntados con talavera a lo alto. Me deslumbró al instante, y dije para mis adentros...”Aquí voy a estudiar”. Me enamoré de su laguito y sus enormes y bien diseñados espacios al aire libre. Estaba deleitada con el ir y venir de tanto estudiante que platicaba animadamente a mi paso; acentos diferentes, olores especiales, sensaciones nuevas y atrayentes, una singular atmósfera multicultural.  La recorrí de punta a cabo. Era la universidad  de ensueño. Me conquistó y me hizo desearla con todo mi corazón. Ya vería que hacer para emigrar del  norte al sur con el apoyo y consentimiento de mis padres o al menos con su bendición. 

Durante el examen, conocí a dos tabasqueños, Karen, por cierto muy guapa y Jonathan un chavo muy agradable; los había traído su papá, quién amablemente nos invitó a comer. Nos llevó al centro de Puebla, y a la luz del día me envolvió su magia. Comimos en la Fonda de Santa Clara. Ahí conocí y probé por vez primera  los chapulines y gusanos de mamey --estaba sorprendida de verdad con tan extraños platillos--  la verdad jamás los hubiera pedido pero el papá de Jon insistió. Me gustaron muy educadamente, tanto que no los he vuelto a probar. Probé el delicioso mole poblano, y al finalizar, las tortitas de Santa Clara, merengue y camote. Todo era nuevo para mí. La plática derivó en describir Tabasco y Chihuahua. El papá parecía entrevistador (Tenia un periódico en su tierra) y casi no nos dejaba platicar a su hijo y a mí. Los tres queríamos estudiar Comunicación. Ahí estábamos con un ideal  común en las manos y miles de kilómetros  que nos separaban  territorialmente, tanto como la manera de hablar, las expresiones y forma de ser entre norteños y sureños. Me dejaron de vuelta en mi hotel lista para la próxima parte que determinaría mi vida.  Pero la amistad con Karen creció, viviríamos en el mismo dormitorio en el campus. Luego los dos se cambiaron para la IBERO y no los volví a ver. Y como con tantas personas que se desvanecen de nuestra vida… ¿qué será de ellos?

 

Los dormitorios y las ilusiones. ¿Qué habrá sido de este grupo con el que viví en universidad?

 

Por la noche regresé extasiada a cambiarme y arreglarme para la invitación del panameño.  Se me hizo algo tarde, un mal hábito que a la  fecha me persigue. Al bajar, ya estaba esperándome el médico y una pareja más. Pretendí  verme más grande  de edad  y parecía una niña con mi minifalda verde bosque, mis mallas del mismo tono, flats (zapatos de piso) y peinada con coleta y moño; no usaba zapatillas altas y solía ir siempre  con el cabello recogido. Poco  me importo, la noche era larga, no tenía hora de llegada, y la aventura apenas comenzaba. Me miraba al espejo una y otra vez reía con esa Andrea que estaba llena de alegría, tomaba mi cara entre mis manos, saltaba de  auténtica emoción,  de zozobra. Disfrutaba y disfruto  todo lo que sea sorpresa, aquello que no  está escrito en un guion ni está planeado… El bar estaba bastante animado, mucha gente, y un grupo que amenizaba alegremente. Había una pequeña pista al centro. Al ir a nuestra mesa,  un muchacho se me quedó viendo sin disimulo alguno siguiéndome  hasta que me senté, y yo también respondí  a su mirada y nos sonreímos mutuamente. Lugar común quizás, pero en verdad puedo decirles que existe el amor a primera vista o al menos, la atracción. Comenzaron a preguntar por parte de los músicos que si había alguien de otro estado de la república a lo que rápida y orgullosamente respondí ¡De Chihuahua!, y ese mismo muchacho volteó su silla y me dijo “¡que bonitas las de Chihuahua!”. Sencillo, ¿verdad?,  pues con ese bien recibido piropo inició lo que hasta ahorita suman 26 años de vida juntos.  Mi amigo médico se quedó pasmado al ver que me sacaban  a bailar sin reparo alguno por mi parte, y  ya estaba yo allí en medio de la pista bailando con un perfecto desconocido.

Honestamente lo que primero  me conquistó fue su manera de  bailar, que aún lo hace maravilloso, luego su  cautivadora forma de hablar con gran sentido del humor, seguro de sí mismo y confiado hasta la médula   y claro   su caballerosidad. Nos divertimos muchísimo. Me senté en la misma mesa que estaba pero ya acompañada por Pedro Enrique quién precisamente se presentó así con su nombre de novela  diciendo que estaba a mis órdenes para lo que se me ofreciera en Puebla. Lo que no pensó en esos momentos era que todo se me iba a ofrecer estando por estos rumbos, desde  dos deseados  hijos, un calor de  hogar, suegros incondicionales y amorosos,  veladas  interminables de charla  y complicidad,  muchas risas y pocas lágrimas, pruebas de fortaleza y unión, contadas tristezas, desbordantes  alegrías, grandes amistades, gastos compartidos, ilusiones cumplidas, viajes memorables, mascota concedida, bajas y altas con valía, protección incluida, sueños cumplidos y  aún en lista de espera… Hasta enseñarme a manejar  y descubrirnos cada día en las buenas y las no tan buenas de la vida, reinventándonos cada día. Va otro lugar para los enamoramientos comunes: “Esa noche --cuenta  él,  siempre que sale  a la plática el ¿y cómo se conocieron?-- yo vi a una chaparrita que me  conquistó empezando  por su acento norteño  y me dije a mí mismo...La quiero para mamá de mis hijos.”

 

 

La noche terminó estupendamente para nosotros dos. No fue así para mi amigo panameño, quién solo se despidió diciéndome “fue un placer haberte conocido María Andrea,  tan poco tiempo, hubiera querido más pero…me ganaron…” Sinceramente no creo que hubiese sucedido algo más, pero, como todos sabemos, él hubiera no existe, pero sí lo que uno desea, lo que uno piensa y lo vuelve realidad.

Al día siguiente volví a la UDLA nuevamente. Hice el último examen de ubicación u algo así por el que sería aceptada en la universidad. Quedé de hablarle a Pedro Enrique  ya que solo ese día estaría en Puebla; debía regresar a mi empleo. Tuve que cambiarme de hotel  porque ya no “me acabalaba” (frase muy chihuahuense) con mi presupuesto, y me fui a uno en el centro que recuerdo muy bien, “El Panamericano”, de medio pelo, frase de mi padre que designa  a algo que está más menos que más.  Al regresar, lo primero que hice fue hablarle al chavo que me había gustado, obvio que nos habíamos dados los teléfonos en el bar solo que el mío  le serviría hasta que estuviera de vuelta. Recuerdo que fue su hermana Ana Elena quién me contestó. No estaba. Volví a hablar... No había llegado. Tercera llamada. ¿Quieres dejarle un teléfono o donde te consiga? (¿habrá notado mi impaciencia la cuñis?) Le pasé el número del hotel. Pasaron las horas y nada de nada... Estaba en mi habitación aburrida viendo tele e imaginando que posiblemente ya no lo volvería a ver, sintiendo cierta desazón...Cuando el sonido del teléfono repiqueteó en mis oídos y me desvió de toda la película que ya me estaba haciendo.  Señorita, está un joven esperándola aquí en recepción, desea subir pero le he dicho que eso no se permite y menos a estas horas   (¡Ya era media noche ¡) ¿desea bajar?... casi lanzó el aparato por los aires. Claro que no iba a subir pero no crean queridos lectores que era por las reglas sociales y las de mis papás que lo decía. No, era porque ya estaba en pijamas, despintada y a punto de dormir... ¿Acaso me iba a ver así? Por supuesto que no... Así que volví a vestirme, arreglarme, peinarme, perfumarme (en ese entonces usaba el Ralph Lauren que era olorosísimo)  Eso me llevo cerca de 40 minutos. Pedro Enrique seguramente les contará que fueron dos horas la que esperó pacientemente, hecho que desde novios, dejó de suceder; o estaba lista o me dejaba. La puntualidad para él no tiene flexibilidad  y créanme que varias veces  no llegué a alguna misa o fue motivo de discusión y enojo, pero bueno, ya hace un par de años que casi lo he logrado.  Llegando al vestíbulo lo vi allí. Guapo y encantador. Nos sentamos ante la mirada y el escrutinio del  único empleado despierto quién no daba crédito a lo que sucedía y que causaría una inesperada desvelada. Platicamos ceca de dos horas. Padrísimo. No parábamos de hablar, todo salía a borbotones  y se percibía una  gran atracción. Finalmente nos despedimos, sin querer hacerlo pero yo debía regresar a mis terruños para convencer, y ahora con más motivos, a mis señores padres,  que mi destino era la UDLA  y no se los dije entonces, Pedro Enrique. Quedamos que el pasaría temprano por mí para ir a desayunar y dejarme en la central camionera, como le llamaba a la Capu). 

Dormí más o menos bien ya que se escuchaba mucho ruido exterior y también interior. Puntualísimo llegó y espero un poco menos que hacía unas horas apenas.  Me llevo al Dickys que estaba en la avenida Juárez.  No sé qué me sucedía pero estaba algo callada y con cierta  timidez aunque no lo crean. Pedro Enrique no paraba de hablar esta vez; dice que no olvida que pedí molletes y solo me comí uno y es que sentía pena y eso me producía no tener apetito. Fue otro encuentro con avidez de conocernos más. Al subirnos al coche  volteo y fijamente me miro al mismo tiempo que me decía: Andrea te voy a llevar hasta México: ¿cómo te vas a ir sola? Ni conoces y no te vaya a pasar algo. Nuevamente mi sentido de confianza y seguridad  me dijo que todo estaría  bien y a salvo con él... Mismo sentimiento que sigue brindándome  Pietro con la misma intensidad.    

Todo el camino fue platicar, reír, sobre todo él llevaba la batuta.  Manejaba  a alta velocidad lo que sigue disfrutando hacerlo aunque siempre con mi frase de: Bájale por favor. Traía la música de Luis Miguel que se repetía una y otra vez sin darnos cuenta. El tiempo voló. Las palabras casi se las llevó el viento si no fuera por la simple razón de que aún y tal vez no tan seguido como quisiera,  nos las decimos  por el trajín del ir y venir  del mundo actual en que vivimos tan aceleradamente. Sin embargo,  “siempre habrá un buen  día para amarnos más”, diría la canción de Mijares, himno de nuestro video de bodas.  Llegamos al área de los autobuses en dónde ya solo pasa el pasajero y  la astucia de Pedro Enrique quién, literal,  subió hasta el camión, me encargó fervientemente primero con el incrédulo chofer  y de paso  con la persona que me había tocado, pidiéndole incluso que si me cambiaba a ventanilla para que fuera más a gusto y pudiera recargarme para dormir.  El camión encendió motores. Recuerdo sus últimas palabras... Nos volveremos a ver Andrea. Vendré por ti. Y créanlo o no, ahí fue nuestro primer beso… En la mejilla.  Me dejó con buen material  y otras veintitantas horas de regreso para la segunda parte de mi película. Pegué mi nariz contra el vidrio. Pero ya no veía ni prestaba atención a lo que sucedía afuera en esa enorme ciudad. Estaba sumida en una vorágine de imágenes, frases, olores, sabores, música y de un delicioso momento, único e irrepetible de sentir que  me sentía VIVA y nuevamente se presentaba ante mí más aventuras, más  experiencias…Más sorpresas…

Y vaya que ha sido así.

 

 Verano de 1990. Y desde entonces en Puebla...