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19 Abril 2024, Puebla, México.

1901 en Puebla: El misterio de la máquina rota en la casa del Doctor Daniel Guzmán

Sociedad |#c874a5 | 2017-03-06 00:00:00

1901 en Puebla: El misterio de la máquina rota en la casa del Doctor Daniel Guzmán

Verónica Mastretta

 

Vida y milagros

 

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Mi abuelo materno tuvo ocho hermanos, cinco de ellos hombres. Los seis formaban una pandilla unida gracias a los  escasos años de diferencia entre ellos. Su papá, mi bisabuelo Daniel Guzmán, tuvo el don y la debilidad de interesarse en demasiadas cosas. Además de ser un magnífico y generoso médico, era músico, escritor y miembro de un club anti reeleccionista. Su casa era punto de reunión de tertulias y sesiones espiritistas en las que se gestaban intrigas, se compartían conocimientos, se interpretaba música, se anunciaban descubrimientos científicos y se disfrutaba enormemente del arte de la conversación.

 

 Entre sus múltiples inquietudes dominó la curiosidad por las tecnologías novedosas, gusto que heredó a varios de sus hijos. La llegada de la bombilla eléctrica, la fotografía, las nuevas formas de anestesia y muchos otros inventos fueron parte de las cosas que tuvo la fortuna de disfrutar.

 

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Dentro de la pandilla desaforada que formaban sus hijos, Roberto fue catalogado como el más inquieto, travieso y audaz. Siempre que en la casa  había un destrozo o una travesura infantil de grandes proporciones, el primer sospechoso era Roberto.

 

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La máquina de escribir fue hija de muchos inventores de diferentes nacionalidades, pero la primera máquina de escribir visible, es decir,  la que te permitía ir viendo todo lo que escribías  sin que los primeros renglones quedaran oculto por el mecanismo , se inventó en 1895. La patente Sholes & Gliden la adquirió y comercializó la empresa Remington. El Dr. Daniel Guzmán había vivido y estudiado en Estados Unidos en su primera juventud y era admirador y estaba al tanto por medio de revistas de todos los inventos que facilitaban la vida, así que compró  una flamante máquina de escribir en 1901. Como un tesoro,  la máquina fue colocada en su despacho y consultorio  dentro de un enorme escritorio de cortina .Se les advirtió seriamente a los niños que no era un artefacto para jugar y se les prohibió tocarlo.

 

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Unas pocas semanas después la máquina apareció inexplicablemente aplastada e inservible en el escritorio. Ya dije que todos los hermanos juntos eran capaces de muchas maldades, pero con las pertenencias de la autoridad paterna no se metían. El doctor daba mucha importancia a la educación y su figura causaba además de respeto y cariño, también miedo. Empezaron las averiguaciones. Los  seis niños negaron haber tenido algo que ver con la total e incomprensible destrucción de la máquina.  Todas las voces  y los dedos adultos acusaban a Roberto,  el cuarto hijo, que entonces tendría  9 años.  Dados sus antecedentes nadie dudaba de su probable culpabilidad. Él se defendió y juró que no tenía nada que ver, llorando a mares ante las falsas acusaciones dirigidas a su personita, acusaciones verosímiles pero no verdaderas. De qué tamaño no sería su pena y  su negativa que su severísima madre le creyó y argumentó a su favor diciendo que Roberto era demasiado pequeño para siquiera poder mover la pesada máquina de su lugar, y que si bien ya debía muchas, como por ejemplo el enhebramiento fatal de su máquina de coser o el incendio de un ropero por jugar con pólvora adentro de la casa,  no tenían porqué acusarlo de todas. Su madre aceptó y defendió su palabra y el asunto de la máquina pasó a ser un misterio sin resolver.

 

El vecino de mi bisabuelo era un abogado que no solo compartía colindancias con su casa, el huerto y el jardín, sino también el gusto por los inventos que ofrecía la naciente modernidad del siglo XX.

 

Una tarde de domingo llegó a la concurrida tertulia del doctor y con gran ceremonia les fue mostrando las fotos experimentales que había tomado con una novedosa cámara portatil Kodak Browni que les había presumido semanas antes. Sentados en la mesa del comedor  las fotos fueron pasando de mano en mano. El amigo de mi abuelo había tomado fotos de las  calles, del río San Francisco  y sus puentes  y algunas fotos de la casa y el huerto de su vecino.

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 Al fondo del huerto había una bodega misteriosa llena de los tiliches que suelen intrigar a los niños; un lugar ideal para ver y experimentar sin ser visto. A la bodega  se llegaba cruzando por el patio y el jardín.

 

Todos admiraban las novedosas fotos de exteriores tomadas por el licenciado. ¡Qué bonita se veía la veleta del gallito que dominaba la punta del torreón de la casa Guzmán! ¡Qué bien se veían los azulejos de la cúpula de La Compañía! ¡Qué preciosas las copas de los árboles y la fuente!¡ ¡Que interesante toma de la escalera y del gallinero! De repente el doctor se puso serio y se acercó una foto a los ojos para mirarla con mayor detenimiento: la foto, tomada desde la azotea del licenciado, mostraba la unión del camino entre el patio y el huerto, y en el camino  transitaba una diminuta figura humana cargando la máquina de escribir rumbo a la bodega. Indudablemente era Roberto. La foto había sido tomada tres meses atrás. La Kodak Browni lo había delatado de la manera más artera e inesperada. En el año de 1901 fue víctima del traidor ojo de una cámara portátil, el ojo que todo lo ve. Al mundo había llegado el principio del fin de la dorada privacidad.

 

 

 

Nota: Roberto Guzmán se recibió de Licenciado en Derecho. Fue secretario particular de Don Adolfo de la Huerta de 1923 a 1933, y fue Don Adolfo quien le dictó  sus memorias. En esos años recorrió México de arriba a abajo. Se asiló con Don Adolfo en Los Ángeles cuando  éste tuvo que huir del dominio político de Calles y Obregón, que pretendían asesinarlo. Don Adolfo no fue ni pillo ni ladrón, así que huyó sin un centavo y sobrevivió dando clases de canto, ya que era excelente tenor. Mi tío trabajó en Hollywood en el cine mudo, apareciendo en papeles de árabe o extranjero exótico debido a sus enormes ojos negros. Si mal no recuerdo fue juez durante muchos años. Yo lo conocí ya viejo y retirado, pero pendiente de las novedades del mundo guiado por su insaciable curiosidad. Le gustaba la fotografía,  velear en el mar de Acapulco y en  el lago de Valsequillo, dibujar, oír música y disfrutar de las puestas de sol mientras tomaba cubas hechas con limón y ron Batey. Igual que su padre y casi todos sus hermanos, a excepción  de mi abuelo que era agnóstico,  creía en la reencarnación y participaba en sesiones espiritistas. Todo un personaje fiel a su esencia hasta el final. Ignoro que castigo recibió por haber destrozado la máquina de escribir.