Por Manuel Noctis (@ManuelNoctis)

Tijuana, Baja California, 2 de febrero de 2021 [00:03 GMT-5]

Llegué al hotel –cuyo nombre no recuerdo– y me formé en la fila de participantes, quienes acudíamos al XI Encuentro Nacional de Escritores “Veracruz: Sendero de letras” 2008, en el mismísimo Puerto de Veracruz, (al cual fui invitado por los amigos Martha Elsa Durazo y Reynaldo Carballido) para registrarnos y tomar nuestras habitaciones. Dos o tres personas atrás de mí se encontraba un personaje chaparrito de greña larga y canosa, vestido con jeans de mezclilla, playera negra y tenis Converse. Llamó mi atención su apariencia, considerando la de los demás, pero no le di mayor importancia.

Unos minutos después de haberme instalado en mi cuarto, entró el mismo personaje sin mayor preocupación. Nos saludamos cordialmente, no nos conocíamos y nos fuimos al lugar donde se realizarían las actividades. Cada quien por su lado.

No recuerdo demasiado de esos días, específicamente de lo que se presentó en cada una de las mesas de participación, pero sí recuerdo bien que esa primera noche salimos a pasear y a buscar algo de fiesta con los compas Alejandro Campos (de la Ciudad de México), Lucía Solís y Alejandro Ballesteros (ambos de Sonora), entre otros que se juntaron para el desmadrito.

Juntos recorrimos el malecón del puerto; alegremente caminamos por distintas partes del lugar. Queríamos unas cervezas y nos fuimos en busca de un lugar agradable. Pero la lluvia llegó y arreció. Por un momento todo parecía que terminaría en un tremendo caos y decidimos ir a un lugar donde tocaban salsa y, por lo que me cuentan ahora, esa zona se parece mucho a La Habana Vieja de Cuba (lamento no poder acordarme del lugar). Finalmente terminamos en un cuarto de hotel con la fiesta muy prendida.

No sé si estoy revolviendo la historia, si los hechos de esos días ocurrieron de tal manera en la que las pienso en mi memoria, pero el último día amanecí enfermísimo de gripe e hinchazón de las anginas. Eso no se me olvidará jamás. La comitiva de escritores recorrería en lancha todo el puerto y preferí quedarme en el hotel. No tenía ánimos ni motivos para emprender esa aventura.

Antes de que todo esto sucediera, en una de las mesas de participación, mi roomie, aquel chaparrito de greña larga canosa y Converse se encontraba en el estrado listo para leer su material. Cuando lo presentaron dije “no mames, tengo tres días durmiendo con él en el mismo cuarto y hasta ahora me vengo dando cuenta de quién es, qué pendejo”. Se trataba de Gerardo Horacio Porcayo, a quien se le considera el introductor del género literario Cyberpunk en Latinoamérica con su novela La primera calle de la soledad.

Después del paseo en lancha, todos nos reunimos en la comida de clausura del encuentro. Me acerqué a él y le platiqué que justamente, en ese momento, estaba pensando seriamente hacer mi tesis sobre el tema del cual él era un experto. La charla fue breve, pero sustanciosa. Me dio su dirección y contactos por si algo se me pudiera ofrecer posteriormente. Estrechamos las manos y quedamos que en algún momento nos volveríamos a encontrar. Cosa que no tardó demasiado para que sucediera.

Malamente había malgastado de más mi dinero y cuando hice cuentas advertí que no traía suficiente dinero para regresar a casa. Por ese entonces viajaba a todas partes con un documento que me permitía descuentos del 50% en el costo del boleto de autobús, por ser aún estudiante. Entonces el buen Alex Campos me prestó algo de dinero (que aún le debo) y cuando estuve en la central de Veracruz no encontré salidas al entonces D. F., por lo tanto, opté por irme a Puebla.

Llegué como a las 8 de la noche y busqué inmediatamente una salida a Morelia. La siguiente era a las 8:30 pm., pero ya no contaba con descuentos para estudiante. Mi celular moría, no traía saldo y mucho menos dinero para pagar el boleto completo. La otra salida del camión era al día siguiente, a las 9:30 am., y tampoco tenía descuentos. Podía quedarme a dormir plácidamente en la central, pero la bronca sería cómo conseguir el varo que me hacía falta para completar el boleto. No quería tampoco llamar a mis padres para no contrariarlos. Además, quedaban pocos asientos y temía que tuviera que quedarme al siguiente día, pero hasta las 8:30 de la noche posterior.


Gerardo Horacio “Lobo” Porcayo. Foto tomada de su cuenta de FB

Triste y medio derrotado me recargué en el estrado de la ventanilla de atención al viajero, lamentando mi terrible y ufana situación. No sabía qué putas hacer en ese caso, las soluciones no llegaban a la cabeza. Hasta que recordé aquel papelito donde el buen Porcayo había anotado su dirección. Sería mucha mamada hablarle y pedirle dinero prestado, después que estuvimos compartiendo cuarto de hotel y yo ni siquiera lo había pelado, pensé.

Me lamentaba estúpidamente con la vista clavada al piso cuando, de pronto, escuché que alguien me dijo: “Tigrito, ¿qué andas haciendo por acá? ¿Qué te pasa?”. De inmediato volteé la mirada y vi que se trataba de mi buen amigo Adrián Gil “El Tigre”, un trovador cubano que radica en Morelia. Le platiqué mi triste situación. Solamente me faltaban 100 pesos para completar mi pasaje y me dijo: “No te preocupes, yo te lo pago”. Compró boletos para ambos. La salida era efectivamente para el siguiente día y nos marchamos. Yo más feliz, obviamente, que él.

Él regresó a casa de uno de sus compas y yo le pedí que me llevara a casa de Porcayo. Antes de esto le hablé y le dije que si me podía recibir. Atentamente me recibieron y ante mi estado maléfico gripiento salieron, junto con su amable esposa Alma Delia, para buscar algo de medicamento para reponerme. Esa noche platicamos sobre el Cyberpunk, la contracultura, entre otras cosas.

Porcayo me regaló su afamada novela La primera calle de la soledad y unas revistas Complot que guardaba desde hace varios años. Me hicieron un té, me pusieron un tendido en la sala, me dieron de cenar y jugué un poco con su querido gato. Cosa que agradecí profundamente y por las que les estaré eternamente agradecido.


La primera calle de la soledad de Gerardo Horacio Porcayo

A la mañana siguiente, el mismo Porcayo me acompañó hasta la central, donde ya se encontraba “El Tigre”. Ahí me dejó y me quedé con el otro amigo, quien seguramente me vio falto de alimentos o desesperadamente dañado por mi enfermedad gripienta. Entonces me encargó el gran estuche con su guitarra y salió del lugar sin decirme nada. El camión ya estaba por salir. Le pedí al chofer que aguantara, que aún había un pasajero por abordar. Y entonces apareció Adrián con dos tortas bajo el brazo. Me dio una. Pidió que su estuche guitarrero fuera bien tratado y acomodado en el portaequipaje y emprendimos el viaje de regreso a Morelia.

Desde entonces no he regresado a Puebla, pero puedo presumir que compartí habitación y casa con un cyberpunk poblano y de los chingones. Espero pronto regresar para regresarle el favor a él y su familia. Benditos amigos que de todo nos salvan.