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28 Marzo 2024, Puebla, México.

Los fanales del pecado / Cuento

Cultura | Ficción | 10.ABR.2021

Los fanales del pecado / Cuento

El falso apego a la religiosidad de José pronto fue conocido por el pueblo

(Ilustración: Estelí Meza / Revista Nexos)

La mente humana es un recoveco de ingratitudes y perversiones, una caverna inmoral de oscas depravaciones, un mar de pecado en desenfreno, un recinto infinito de inmoralidad. Y mientras la mente recrea proposiciones impúdicas y concupiscentes, el humano es un animal hipócrita que muestra un rostro núbil y ausente ante los pensamientos libidinosos que entre las cienes suceden; mas no se puede culpar al hombre de poseer una intención cimentada en la cópula, sin embargo, se le puede recriminar la acepción de una moralidad basada en una insana reprimenda de los apetitos carnales; finalmente, no se puede más que compadecer a la raza por no poder exteriorizar un libre fornicar.

Esta es la historia de José, un hombre apesadumbrado por el mal aquel que aqueja el decoro pero que disfruta el pene, el siseo espiritual de voluptuosos agasajos; más el fetiche y la culpa que carcomía a aquel hombre iba más allá del desliz diario que todo humano sufre en el incumplimiento de una mente atestada en recato y pudor extremo; pero para comprender la pena de este ser es necesario que explique su recorrer diario, ese desempeñar habitual que recrea la sombra de nuestras pretensiones.

La figura de José estaba enmarcada por un semblante beato de tonalidad marfil, unos ojos aledaños a un montículo bien formado que hacía de nariz, unos filamentos carmesí que recubrían una dentadura postiza, un cuerpo endeble y unos brazos cansados; José era el anciano párroco de la iglesia de Santa Catarina, el viejo eclesiástico que era bendito ante los fanales iris del pueblo. Su demandante labor le exigía declamar un sermón y formular enunciados basados en un libro arcaico de garrafales contradicciones, una biblia de pasta marrón; y por añejas costumbres de una sociedad mezquina.

Las mañanas y las tardes de José transcurrían en el cumplir de sus oficios religiosos, incluso algunas vísperas fueron destinadas a la labor profesa; sin embargo, las noches, cuando las pestañas del párroco alcanzaban el rose de unas con otras y los pensamientos eran vertidos en su franco deseo; la decorosa pureza que exhortaba su ocupación era jaspeada por un libertinaje sustraído de las letras alguna vez escritas por el marqués de Sade; “100 días de Sodoma” fueron la inspiración para fantasear con las nalgas de su ahijado, dos zigzagueantes curvaturas de pueril belleza, de fértil inocencia, de cándida juventud. En sus sueños las jugaba, las mordía, las sobaba y en ellas explayaba en roses la totalidad de su ser; las recorría con la humedad de su boca, las estrujaba con la lasitud de sus propias nalgas y las mojaba con la eyaculación de su férreo falo.

Despertaba exaltado en sudor, complacido en deseo, pero cuando reparaba en el disfrute que había experimentado ante las nocturnas fantasías, las mejillas se tornaban rojas de vergüenza y advertía una mezcla de furia e indignación; sufría la desgracia de la pena en el día y la deshonra de la lujuria en la noche.

Tan recurrentes eran las fantasías de sus sueños que comenzaron a perturbar el buen raciocinio, José se mostraba disperso y cada vez el trabajo que imponía resguardar entre sus cienes su pensar pernicioso formaba una cuesta más dificultosa de escalar. Callar sus entelequias le estaba causando un espejismo y una disociación de la realidad. Era tanta y tan fuerte su intranquilidad que decidió simular una confesión. Esperó a que las luces del recinto que lo acogía estuviesen apagadas, se encerró en su cuarto y comenzó a relatar todo aquello que fantaseaba. Tras dicha testificación, su alma mantuvo un descanso, una tregua que se vio abruptamente interrumpida al cabo de una semana, por lo que adoptó la costumbre de realizar una confesión semanal entre las lóbregas paredes de su cuartel, hasta que los muros del confín de sus noches fueron insuficientes para enclaustrar sus pesares y emprendió un murmurar incomprensible para el oído ajeno donde confesaba la sarta de perversiones; era un suave recitar del que se apoderaban sus labios cada que los ejercientes del oficio beato disponían de un momento para orar. Sus confesiones fueron confundidas por fervorosos rezos, y entre los compañeros de oficio era admirada su falsa devoción.

El falso apego a la religiosidad de José pronto fue conocido por el pueblo e incluso llegó a oídos del cardenal de la capital, quien emprendió un viaje a Santa Catarina para conocer y escuchar de viva voz los rezos del párroco; cuando el cardenal hubo llegado a la Iglesia donde oficiaba José, se adentró sigiloso entre el velo de las bancas para los feligreses, no quería que su presencia fuese percibida e interrumpiera el actuar del viejo mosén que arrodillado recitaba su ristra de palabras inconcinas. El citadino hermano de labor profesa, juró que él mismo había escuchado las múltiples plegarias de aquel viejo de anciana apariencia y aseguró que no conocía a hombre más devoto y entregado a los oficios y a la obligación que a los religiosos confiere; incluso aseguró que esas rogativas estaban plagadas de peticiones por la salvación de las almas de todos los hombres y por la erradicación de cualquier pecado que tentara la faz de la tierra con las sucias garras que apuñalaban al decoro. Cuando hubo regresado a la capital expuso ante el cuerpo de eclesiásticos el fervor que experimentaba un ciervo de Santa Catarina y en consenso se acordó que si de ellos dependiese lo canonizarían, pues labor tan venerable no merece menos que el nombramiento de Santo. Tragicómico puede parecer al ateo y al de amplio criterio, y ensordecedor al anodino fanático, el que una retahíla de oraciones pérfidas haya sido confundida por hondas súplicas de emancipación de la comprensión humana.

Los actos están basados en decisiones, hechos guiados por el instinto, y el impulso autómata no es más que el deseo irracional, siempre reprendido y diariamente experimentado, imposible de refrenar; un vil deseo de augurio ardoroso, como un bosque que flamea con madera de terrible incandescencia; es la natural estimativa que refleja todas nuestras propensiones de inclinados atavismos. Y siendo el instinto un olfato de indómito ímpetu, la entidad corpórea, materia de complexión senil, y la sustancia, asociación de elementos intangibles plegados a nuestro existir, de José, mitigaron el recato y cedieron al placer, provocando así un actuar de desproporcionado alcance.

Tras un vívido sueño de las imberbes, mancebas e inexpertas nalgas de su ahijado único, la locura abordó la  testuz del párroco; este se dirigió al oratorio de la Iglesia, se arrodilló frente a una imagen de Jesucristo, una pintura que traslucía desoladoras pústulas de dolor, laceraciones al alma; a su lado derecho quedó una estatua de María y flanqueando su extremo izquierdo una efigie de querubín lo rodeaba. Tapó los oídos de María, madre impúber de inmaculado vientre; delató sus próximas intenciones a la imagen del llagado Jesucristo, se tornó a la puerta para salir de la pieza pero dubitativo se mostró al tocar la perilla de la puerta, tambaleó su cuerpo de un lado a otro y regreso hasta posicionarse en el lugar que ocupaba su cuerpo hace unos minutos, esta vez no se arrodilló, solo se inclinó, extendió las manos y palmeó las combadas asentaderas del querubín, sonrió extasiado, repitió el acto y experimentó un gozo parecido al del mendigo que prueba el pan después de la abstinencia alimenticia que su condición le obliga a padecer, o como la fruición que adviene el político al vulnerar el capital de la clase trabajadora a fin de ostentar con más dinero en su bolsillo. Pasada el tercer manotazo, José partió del cuarto y mientras se alejaba  de él, las manifestaciones de dogmático fervor creyente que alguna vez poseyó se iban desvinculando a su sello de párroco, fue por ello que cometer su insano acto le resultó una tarea fácil, y la dicha escena tan inmoral, asiduamente aludida como la inherencia de los “pecados” a nuestra esencia, fue la siguiente:

José aguardó a que su ahijado hiciese su habitual visita por los portales de la Iglesia, se mostró con la misma afabilidad habitual, y como usualmente lo hacía, invitó una taza de té al muchacho quien como invariablemente acostumbraba se negó; José rehízo su invitación, esta vez acompañada del cretino argumento de que necesitaba entregarle unos papeles para su padre; el ahijado sin notar la torpe e inexacta premisa accedió. José primero lo obligó a que disfrutaran de una obligada taza de humeante y ante los constantes cuestionamientos de su joven acompañante por conocer los documentos, José sorbió las últimas gotas del obscuro líquido de sabor agarroso, dijo que en seguida guiaría el camino al sitio de los documentos pues necesitaba ayuda para cargarlos al ser varios tomos de pesados libros; el tierno mozo se condujo tras el camino que le guiaba el párroco y una vez que llegaron a un sórdido reservado, José se dejó dominar por su deseo, le bajó los pantalones a su ahijado, le arrancó la piel del trasero a mordidas y cuando ya no hubo más que hacer con las desechas asentaderas del muchacho, se dio cuenta que la nitidez de esa tersa piel lo embebía de un portento prodigioso, por lo que sin pensarlo dejó la musculatura de las cachas  sin recubrir y, llevó el pecado a su boca cociéndose las nalgas de su ahijado a los labios.