
Mundo /Sociedad civil organizada | Crónica | 10.DIC.2021
Tres indocumentados y la eterna espera de un permiso / Prensa y Democracia
Revista Nexos. Louisa Reynolds es periodista y Traductora. Este trabajo fue elaborado en el marco del Programa Prensa y Democracia (Prende), de especialización en Subversión Cultural y Narrativas Queer, de la Universidad Iberoamericana. Se publica simultáneamente en perrocronico.com y nexos.
Louisa Reynolds
14 de abril de 2021. Alirio Gámez cruzó el umbral de la puerta, miró hacia arriba, y vio los rayos de luz que se filtraban entre los árboles, por primera vez en tres años y ocho meses. Acababa de recibir un documento, por medio de su abogado, en el que se leía stay of removal (derecho a suspensión de devolución) en letras mayúsculas. Lo que a primera vista no era más que una hoja blanca, impresa en tinta negra, significaba para Gámez, lo que había anhelado durante ese largo cautiverio: su libertad y el derecho a no ser deportado por las autoridades estadounidenses a la tierra donde nació, pero donde sabía que lo matarían: El Salvador.
El documento en sus manos no es más que una prórroga de un año, mientras las autoridades reconsideran su caso, pero la vida le ha enseñado a tomar cada día como viene, y hoy, después del encierro prolongado sólo quiere sentir la suave brisa que le acaricia el rostro.
***
Agosto de 2020. Sobre el edificio, grande y de fachada blanca, ondea la bandera arcoíris de la diversidad sexual. No es lo primero que uno espera ver al llegar a una iglesia, pero la First Unitarian Universalist Church, sin organización jerárquica, abiertamente tolerante hacia las parejas del mismo sexo, y santuario de los inmigrantes en riesgo de deportación, no es una iglesia convencional.
Al llegar, caminé alrededor del edificio, con su amplio estacionamiento y sus impecables áreas jardinizadas y llegué a la puerta trasera, más pequeña. Toqué suavemente. En el interior, escuché un ruido, movimientos, y a través de la puerta cerrada logré sentir algo: el terror del hombre que se encontraba dentro.
—¿Alirio? Hola Alirio… No te preocupes, soy periodista. Elizabeth, de Grassroots Leadership, me habló sobre ti. ¿Puedes abrirme? Alirio, discúlpame, por favor, de verdad no quise asustarte.
Escuché unos pasos cautelosos que se acercaron a la rejilla negra de la puerta. En el rostro moreno de Alirio Gámez vi consternación. Hice mi mejor esfuerzo por tranquilizarlo.
Debí haberle avisado que venía, pensé, pero tenía un solo día en Austin, Texas, y no podía perder el tiempo en correos electrónicos, llamadas y autorizaciones.
Comencé a repetir mi nombre y los nombres de las jóvenes voluntarias de la iglesia que él conoce muy bien, con la esperanza de que eso lo tranquilizara. A través de la rejilla, pude ver como sus ojos escudriñaban mi rostro.
Al fin logré distinguir una sonrisa, nuevamente me disculpé, y le expliqué que vine a conocerlo para platicar sobre su caso. La fluidez con la que le hablé en español le ayudó a relajarse, pero no lo suficiente para que me abriera la puerta.
En un intento para amenizar la situación, le dije que en Santa Ana comí las mejores pupusas que he comido en mi vida (el plato típico de El Salvador). Él me respondió y siguió el hilo de la conversación, pero me siguió viendo con el rabillo del ojo como si no se decidiera a confiar en mí, y todavía temía que en cualquier momento fuera a sacar una credencial de ICE para llevarlo con las manos esposadas.
Al cabo de unos diez minutos, se escucharon pasos por la vereda que rodea la iglesia y apareció Elizabeth Welliver, una joven alta, delgada con cabello castaño claro. Gámez abrió la puerta y por primera vez, desde que llegué, escuché su risa.
—Yo abrí la puerta porque llegó ella, verdá; si no, no hubiera abierto la puerta.
Gámez habla con el cantadito salvadoreño, con una “j” y una “g” que suena más como una “h” aspirada.
—Mejor no abrir la puerta nunca; me puedes llamar en cualquier momento, respondió Elizabeth, con fuerte acento anglosajón, remarcando las erres.
Mientras yo trataba de calmarlo, Gámez había mensajeado a varios de los voluntarios de la iglesia, entre ellos Elizabeth, quienes corroboraron mi identidad, pero le dijeron que no abriera hasta que llegara uno de ellos.
Una vez convencido de que yo no venía a detenerlo, la conversación comenzó a fluir y me sorprendió que un hombre que ha pasado más de tres años solo, recluido en una iglesia, sea tan jovial.