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A la vuelta de una curva sin señalizar, por un camino de terracería que ya no existe y donde hoy crecen fraccionamientos con nombres rimbombantes —"Jardines del Sol", "Lomas del Mezquite", entre muchos más—, el reportero y su fotógrafo llegaron una tarde a Santiaguito, Etla, guiados por el olor que aún flotaba en el aire, una mezcla de leche caliente, pasto recién cortado y la humedad fermentada de los cuartos donde se prensaba el quesillo doble crema. Era un olor antiguo. A memoria. A nostalgia espesa.
El quesillo de Santiaguito no era cualquier quesillo. Aunque se insista en llamarle Queso Oaxaca. No era la fibra sin alma ni sabor de supermercado, ni la pasta uniforme traída de leches de otros estados con fecha de caducidad en inglés. Era un arte. Un susurro blanco envuelto en sí mismo. Tenía el sabor de las ubres recién ordeñadas, de las manos de las mujeres que amasaban con fuerza y cariño las tiras aún tibias, de los cántaros de barro donde se asentaba la nata como una promesa.
Don Ezequiel Jerónimo, casi centenario, los recibió como se recibe a los últimos visitantes de un templo en ruinas. Sentado bajo un tejabán que parecía doblarse como su espalda, sostuvo en sus manos el que sería, sin saberlo, su último quesillo. “De aquí salieron las mejores bolas dobles crema de todo el valle. Pero ya no. Esto se acabó”, murmuró, como si pronunciara un réquiem campesino.
La leche ya no era de vacas de Santiaguito. Era de Puebla, de Chiapas, de Guerrero. Llegaba en tambos fríos, ajenos, sin historia, sin terneza. La alfalfa, antes orgullosa alfombra verde del valle, se había marchitado bajo los ladrillos. “Sin agua, no hay campo. Sin campo, no hay leche. Sin leche, no hay quesillo”, decía Irma, hija de don Ezequiel, con una lucidez que cortaba más que una navaja quesillera.
Aquel día, el reportero anotó nombres que hoy ya no suenan: don Beto, don Javier, Lázaro, Tereso, Carmelo… Guardianes de una técnica que no dejó escuela. Hombres y mujeres que medían el punto exacto del cuajo como quien mide el tiempo con el corazón. Ya no están. O si están, no producen. Algunos se fueron a trabajar a la ciudad, otros simplemente se rindieron. El mercado exigía quesillo a treinta pesos, no uno de cien con alma campesina.
Salubridad, esa bestia burocrática, también metió la pata, les pedían techos de lámina galvanizada, paredes lavables, pisos epóxicos, registros de cada gota. Querían quesillos sin tierra, sin gallinas cerca, sin el aroma al corral que le daba autenticidad. “Nos querían convertir en fábricas”, dijo Carlitos, nieto de don Ezequiel, con esa rabia muda del que sabe que la batalla estaba perdida desde antes de empezar.
Al reportero le viene a la memoria la imagen del fotógrafo, ya extinto, agachado entre dos vacas flacas, capturando a contraluz una tira de quesillo colgando de un gancho oxidado. “Parece un lazo de humo”, dijo. El fotógrafo murió algunos años después. La nota salió en un periódico local, perdido entre anuncios de candidaturas mediocres. Nadie se dio cuenta de que habían documentado una extinción. Era el réquiem de las cuencas lecheras.
Hoy ya no hay quesillo doble crema de Santiaguito. Salvo raras excepciones o concursos del Récord Guinness con el quesillo más grande del mundo. Tal vez para consumo personal, familiar. Hay urbanización. Hay silencio. La calle principal tiene baches, pero también otros negocios. Las parcelas donde pastaban vacas ahora son terrenos cercado con malla ciclónica. El reportero regresó solo, quince años después, con una copia de la nota vieja en las manos, y supo que escribirla no fue sólo reportaje. Fue epitafio.
Al final del camino —de aquel que ya no existe—, entre los grillos, el polvo y la brisa que aún huele a leche perdida queda el recuerdo del quesillo como un acto de fe campesina. Parece que en algún momento dejamos de valorar el sabor de lo nuestro.
Este texto fue rescatado de los apuntes del reportero, en una gira con el fotógrafo por el valle eteco realizada hace dos décadas. Publicado originalmente en un periodiquito local, como testimonio del ocaso de una tradición artesanal. Hoy, estas líneas son todo lo que queda.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx