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17 Julio 2025, Puebla, México.

Risas que salvan el día / Misael Sánchez

Sociedad | Crónica | 28.JUN.2025

Risas que salvan el día / Misael Sánchez

Y en ese instante, el 777 parece un templo. Una cápsula de humanidad rodante. Una confesión sin cura Una señora se persigna. Un niño aplaude. Y un señor —ése que al principio no levantó ni la mirada— murmura: “Gracias, payasito”

 
El autobús 777 se abre paso por las arterias de Oaxaca como un animal viejo que aún conoce su ruta. Desde el ISSSTE hasta la central camionera, entre las fauces del mercado de abasto, el transporte se bambolea entre topes, pregones y semáforos suicidas. El aire huele a sudor, comida rápida, perfume barato, enfermedades y plástico quemado. Y justo ahí, en ese cuadro de hastío que huele a mediodía, irrumpe él, un personaje improbable.
Con tenis, sin un moño maltrecho, pero con cara de payaso con nariz naranja. Se llama Quique Fachitas, y aunque dice ser payaso, es mucho más que eso. Es equilibrista del absurdo, francotirador de carcajadas, escapista de la miseria. Hoy sube al 777 como cada mañana, pero hoy —hoy— va particularmente afilado.
En este universo de asientos de plástico y música de banda a medio volumen, lo conocen simplemente como “el payasito del camión”.
—¡Buenos días, buenas las tenga y mejor las reparta! —dice, con una voz que baila entre la comedia y la necesidad, entre la ternura y el filo de quien improvisa su destino cada mañana.
Primero no le hacen caso.
Una señora se aferra a su bolsa, otra revisa en silencio el saldo de su día en los pliegues de su monedero. Un joven de sudadera negra y audífonos finge no escucharlo. El chófer lo tolera. Sabe que en este mundo sobre ruedas caben los que venden chicles, los que rapean, los que rezan y los que cuentan chistes para no llorar.
—¡Hola, hola! Buenos días, buenas tardes y buenas noches, por si no los vuelvo a ver, como decía el Truman… pero no el show, sino el chofer del Binnibus.
Una señora de mandil sonríe sin querer. Un vendedor de aguas frescas lo observa por el rabillo del ojo. Un adolescente deja de mirar el TikTok que lo tenía hipnotizado. El autobús huele a tortillas recién envueltas y desconfianza. Pero Quique avanza, firme.
—A ver, a ver... que levante la mano quien aún cree en el amor. Eso, señora... usted. ¡Qué valor, después de dos divorcios y tres tandas fallidas!
Ríen. Las carcajadas se escapan por las ventanas, saltan los asientos como niños jugando a la roña. Una muchacha a punto de bajarse se queda un poco más.
—Mi suegra es como el WiFi... siempre se mete donde no la llaman y se cae cuando más la necesito.
—El otro día me fui al gimnasio... y regresé. Porque me acordé que ahí no venden tlayudas.
—Mi ex me dijo: “Tú no sirves para nada”. Y le respondí: “¡Para eso sirvo, para nada!”.
Las risas ya no son tímidas. Son abiertas, francas, dulces como pan de feria. Afuera, la ciudad sigue su curso, un mono de calenda se enreda en los cables, una señora pelea con un taxista en la calzada Porfirio Díaz, un niño lame un helado más grande que su cabeza, un indigente baila con un perro callejero como si sonara Glenn Miller en el aire. Adentro, el 777 flota. Suspende el tiempo.
El camión da un volantazo al bajar por Tinoco y Palacios, y Quique aprovecha el vaivén para fingir que vuela.
—¡Sujétense! ¡Que aquí vamos directo a la montaña rusa de los recibos vencidos y los frijoles sin gas!
La risa se vuelve estruendo. Un abuelito se limpia las lágrimas. Una señora le entrega una moneda. Quique no pide nada, sólo agradece. Pero con cada broma sembrada en ese campo de plástico y óxido, cosecha algo mucho más valioso que el peso, el alivio.
Ya cerca de la central, cuando el camión suelta su último suspiro antes de detenerse, Quique lanza su remate con voz templada:
—A lo mejor usted va a trabajar, a ver a su mamá, a cobrar un dinero, a buscar chamba... No sé. Pero lo que sea que haga hoy, hágalo con amor. Porque no sabemos cuándo será la última vez que lo hagamos bien.
Hay un silencio breve, honesto. Y en ese instante, el 777 parece un templo. Una cápsula de humanidad rodante. Una confesión sin cura.
Una señora se persigna. Un niño aplaude. Y un señor —ése que al principio no levantó ni la mirada— murmura: “Gracias, payasito”.
Quique Fachitas baja del 777 con la misma elegancia con la que entró, discreta, digna, sin aspavientos. La pintura del rostro empieza a ceder ante el sudor, pero la sonrisa se mantiene intacta. Mañana será otro camión. Otro mercado. Otro día.
Y mientras la ciudad se traga sus penas entre marchas, recibos vencidos y noticias malas, allá va él, calle abajo, recordándonos que a veces una carcajada —bien dicha, bien lanzada, bien sentida— puede ser suficiente para sobrevivir el día.
LA FOTO ES COMPARTIDA POR SANDRA LUZ ROLDÁN