SUSCRIBETE

17 Julio 2025, Puebla, México.

#GUELAGUETZA / 2 La tarima sigue firme, aunque la danza cambie

Sociedad /Cultura | Crónica | 3.JUL.2025

#GUELAGUETZA / 2 La tarima sigue firme, aunque la danza cambie

No fue un comité lo que danzó por años, aunque ellos lo creyeran. Fue la costumbre, el hábito vertical de quienes sabían mejor, o decían saber mejor, cómo se representaba un pueblo. El Comité de Autenticidad —sí, ese tribunal sin toga que por décadas filtró, tachó, dirigió— era menos un guardián y más un editor sin nombre. Decía preservar, pero muchas veces amputaba. Anotaba, registraba, sonreía condescendiente. A veces corregía hasta los pasos del recuerdo.
Y, sin embargo, la Guelaguetza sobrevivió. Como rito. Como juego. Como sobreviviente.
Ahora que el comité ha caído —disuelto, desactivado, maquillado—, ahora que nuevos encargados aseguran haber devuelto la fiesta al pueblo, la pregunta no es qué cambió, sino qué no cambió. Porque el discurso varía, pero los hilos siguen atados al mismo telón. Y la música, por muy ancestral, sigue entrando por altavoces públicos.
El anuncio fue claro: adiós al viejo filtro, bienvenida la participación incluyente. El lenguaje se volvió generoso: “hermandad”, “pluralidad”, “apertura”. La tarima se ensanchó. Se sumaron pueblos antes omitidos. La Diosa Centéotl no llegó por imposición sino por concurso. Hubo más calles, más calle. Un aire nuevo sopló, dicen. Y, sin embargo, en el fondo, nadie está seguro si el aliento era fresco o sólo venía desde otra oficina.
La fiesta, conviene recordarlo, no nació en despachos. La Guelaguetza, cuando aún no respondía a mayúsculas, se hacía en patios, bajo el capricho de las nubes, con mecapales y marimbas que no conocían decibeles. Se traía lo que se tenía y se daba sin cálculo. No era patrimonio. No era ceremonia de Estado. Era el acto más íntimo del afecto colectivo: compartir lo que se puede porque se quiere. Sin auditorio, sin promotores, sin hashtags.
Pero luego vino el pavimento. Y la fotografía. Y el turismo.
La modernidad, vestida de lente wide y cartel financiado, le tendió la mano a la costumbre… y apretó fuerte. No la rompió. La domesticó.
Hoy se afirma que la Guelaguetza vuelve a sus raíces. Que ha dejado atrás la curaduría vertical, que cada comunidad decide cómo bailar y qué decir. Pero convendría preguntar —con voz baja y ojos abiertos— si esa decisión sigue pasando por una ventanilla. Si la fiesta se mueve con espontaneidad o bajo el ritmo de un itinerario compartido vía correo institucional. Si la apertura es eso o apenas otra coreografía con libreto nuevo.
Porque la política, como el danzón, sabe moverse sin tropezar. Y sabe, sobre todo, cuándo retroceder un paso para parecer más elegante.
Aún así, hay algo que se agradece. No por estrategia, sino por atmósfera. La presencia de pueblos negados. El asomo de comunidades afro, de lenguas casi borradas que ahora suenan en el preámbulo del Lunes del Cerro. El regreso de las bandas que no cabían en el canon. Hay grietas por donde entra la música. Aunque sea a contratiempo.
Y en medio de todo, ahí están ellos. Las bailarinas que remiendan sus trajes con hilo heredado. Los jóvenes que aprendieron la coreografía en campo de futbol porque no tenían salón. Los viejos que vigilan en la sombra para que la historia no se tuerza.
Ellos danzan como se danzaba antes de las oficinas. No miran al dron. No buscan aplausos. Pero cuando pisan la tarima —esa madera sostenida por la voluntad colectiva—, el suelo vibra distinto.
Porque la tarima, a pesar de todo, sigue firme. Aunque la danza cambie. Aunque las luces se roten. Aunque el guion vuelva a escribirse cada seis, doce, 18, 24 años.
Y eso —tan simple, tan terco— es lo que hace que la Guelaguetza, incluso deformada, aún pertenezca al pueblo. Aunque lo olviden.