noviembre 15, 2025, Puebla, México

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Puente La Concordia, el estallido de nuestra movilidad / Armando Pliego Ishikawa

En la mañana escribí lo siguiente en twitter mientras viajaba a CDMX. Hoy comparto estas palabras por acá mientras espero en la  TAPO que sea la hora de salida de mi autobús de vuelta a Puebla. De fondo escucho la transmisión en las televisiones de las últimas noticias sobre la explosión de ayer en la CDMX. 

Estamos a una negligencia de distancia de vivir una tragedia. Lo que pasó en el puente de la Concordia en la entrada de Ciudad de México este miércoles es un recordatorio de la vulnerabilidad en la que nos encontramos, producto de un sistema de movilidad roto.

Un contrato chueco, una revisión físico-mecánica omitida para ahorrar costos (o para “proteger la economía”), la contratación de un chofer que no recibirá capacitación por parte de su empresa. Eso basta para convertir el transporte de combustible en una potencial bomba.

Y estas negligencias que menciono no son hechos aislados. Son omisiones que se repiten todos los días: vehículos que circulan sin mantenimiento, placas, seguro, empresas que reducen gastos en seguridad, autoridades que miran hacia otro lado. Esto, aunado a calles inseguras que privilegian la velocidad y que no toleran el error. 

Cuando las instituciones no funcionan producen tragedias. Cuando el Estado falla en vigilar, sancionar, prevenir y mantener, lo que queda es un país donde la vida de cualquiera puede cambiar en un instante al romperse el frágil balance que construimos para sobrellevar el caos.

En México solemos romantizar el caos. Decimos que “ya nos acostumbramos” o que el Mexicano (en particular el chilango) es resiliente. Pero esa resiliencia es, en realidad, una forma de normalizar que vivimos en una vulnerabilidad inadmisible.

Hoy hay decenas de personas con quemaduras graves que necesitarán atención médica permanente. Ciudadanas y ciudadanos marcados de por vida. Las vidas de decenas de familias cambiarán para siempre. Muchas perdieron a alguien, otras tendrán que dedicar el resto de sus vidas a los cuidados de las víctimas. 

Estas tragedias, más que meros “accidentes”: son consecuencias previsibles de un sistema donde pesa más el ahorro o las ganancias de unos cuantos, que la seguridad de las personas. La política a veces toma las reglas que son para protegernos y las convierte en moneda de cambio.

A veces es más importante “aliviar” el bolsillo de las empresas y conductores, y entonces cancelamos las inspecciones físico-mecánicas, omitimos la formación y evaluación real de conductores. Vemos estos costos de la seguridad como una carga y no como una garantía de seguridad.

México necesita instituciones que funcionen, transporte regulado adecuadamente, empresas que cumplan con estándares de seguridad y autoridades que fiscalicen imparcialmente y de forma total. De lo contrario, seguiremos contando muertes y vidas rotas que pudieron evitarse.

Hoy mis pensamientos están con las víctimas y con sus familias, sobre todo las personas tan jóvenes que lamentablemente perdieron la vida y las que hoy se siguen debatiendo entre la vida y la muerte. Nadie merece estoy que hoy están viviendo. Su dolor debería colmarnos de indignación y esa indignación nos debe llevar a la exigencia de que esta carnicería no se repita.