SUSCRIBETE

18 Abril 2024, Puebla, México.

El Doctor Moisés Abraham, el último cabo de la maldición del Che

Historia |#54acd2 | 2017-10-29 00:00:00

El Doctor Moisés Abraham, el último cabo de la maldición del Che

Beatriz Meyer

Mundo NuestroMirar la muerte del Che Guevara en el aniversario cincuenta de su muerte trágica. Y hacerlo desde los ojos ancianos de Moisés Abraham  Baptista, el médico que recibió su cuerpo yerto en el hospital de Valle Grande. 

Entender las posibilidades del relato literario desde la memoria alucinada de un viejo en su casa de Puebla que recrea un capítulo fundamental para la historia mágica y realista de América Latina, concentrada en la figura mítica del revolucionario muerto en la montaña boliviana en aquel octubre de 1967.

Periodismo y literatura, en esa encrucijada se maneja la escritora mexicana Beatriz Meyer para contar esta abigarrada trama por la que se despliega la memoria de Moisés Abraham, convertido en personaje de su propia novela.

 

A principios de 2015 recibí una llamada de una persona cercana a mí, amiga del doctor Moisés Abraham, oncólogo famoso de Puebla. Mi conocida me explicó que el doctor quería apoyo para escribir sus memorias. En ese momento me imaginé una historia llena de encuentros con células malignizadas, mastectomías y vidas salvadas gracias a la oportuna intervención del especialista. Nunca imaginé que la trama que me narraría el fundador del área de oncología del Hospital Universitario de la Universidad Autónoma de Puebla sería la parte final de un epopeya que empezó en 1967 en Jesús y Montes Claros de los Caballeros del Valle Grande, o simplemente Valle Grande, una pequeña ciudad situada en el departamento de Santa Cruz, al sureste de Bolivia.

La primera impresión que me dio el doctor Abraham fue de total desánimo. Un accidente cerebro-vascular lo había dejado con algunas secuelas; su lento y cuidadoso desplazamiento por los espacios abarrotados del comedor donde había instalado su oficina de médico retirado reflejaba las largas horas de rehabilitación y cuidados en aras de un mejoramiento de su calidad de vida. De pronto vislumbré el tipo de “trabajo” para el cual me había recomendado mi amiga: ayudar al doctor a reordenar documentos, fotografías, recuerdos. Tras media hora de charla, sin embargo, se hizo patente que el galeno deseaba una pluma solidaria para la redacción de sólo una parte de su biografía. Antes de mí, otras personas habían llegado a revisar los documentos y a organizar un primer borrador de esa historia. Así que no se trataba tampoco de convertirme en su ghost writer. En sucesivas visitas llegué a la conclusión de que en realidad el doctor había arribado a la edad en que se ve claramente la otra orilla y, por lo tanto, deseaba desvelar –frente al público– un secreto que lo había atosigado a lo largo de casi 50 años: la verdad sobre su participación en la muerte de Ernesto “Che” Guevara.

 

 

Personal médico y enfermeras del Hospital Nuestro Señor de Malta de Vallegrande en 1967. Foto del archivo personal del doctor Moisés Abraham.

 

Conocer detalles de ese episodio tan controvertido de la historia de Latinoamérica me entusiasmó, y ya sin reparo alguno puse manos a la obra en la revisión de todo el material: incontables revistas, libros, biografías, fotografías tomadas por el mismo Moisés Abraham en el lugar de los hechos, apuntes previos. También, por supuesto, lancé pregunta tras pregunta a un hombre que –supuse en primera instancia– se encontraba limitado, por su condición, a responder poco y mal hilado. Los médicos, ya se sabe, son proclives a hacer diagnósticos sobre la gente aun sin venir al caso. Creí que su actitud reticente y cortante en muchas ocasiones se debía a la falta de confianza en mi persona y en el delicado asunto que fuimos desbrozando en largas tardes de charlas sin orden ni concierto. Tratando de encontrar un sentido de rumbo, en una de las sesiones le pregunté si había un tema dominante en ese mar de datos, un recuerdo obsesivo, doloroso. Él me contestó con toda certeza que había, sí, algo más que un recuerdo: una prenda del Che, la camisa que llevaba puesta en el momento de su fusilamiento. ¿Usted la tiene, doctor?, pregunté a sabiendas de que podía ser un juego de su mente maltratada por el deterioro neuronal. Sí, afirmó de manera categórica, sin titubeos, como sin titubeos me expresó en varias ocasiones su deseo de entregarla a quien se interesara por ella, a cambio, claro está, de un precio satisfactorio para ambas partes. La camisa, me dijo, se encontraba a buen resguardo en una caja fuerte, pero me la podía mostrar en ese momento. Barajó entonces un mazo de fotografías y me exhibió una instantánea de algo que parecía una prenda de ropa arrugada y sucia que alguien, de buena voluntad, quiso extender sobre una mesa para que recuperara su forma original. Una camisa, se podría decir, más ennegrecida que ensangrentada.

 

 

El cadáver del Che Guevara sale de la escuela de la Higuera hacia el helicóptero que lo trasladará a Vallegrande. Foto tomada de internet.

 

La autopsia

 

Tan enfáticamente como me informó lo de la camisa del Che, el doctor Abraham me explicó –sin que yo se lo preguntara– que él no le había practicado la autopsia al cuerpo del guerrillero argentino. Que sólo había realizado un reconocimiento visual del cadáver, así como un reporte de las heridas de bala. Por supuesto, los militares le habían ordenado que dicho reporte reflejara una situación distinta a la que marcaban las heridas. Querían que el certificado médico avalara la muerte “en combate”, y no por fusilamiento sin previo juicio. Deseaban borrar el asesinato, pues. Y él no participaría de ese engaño, punto. Tampoco había participado del corte de las manos. Ese tema tan delicado nos llevó algunas sesiones después de las cuales deduje, con toda convicción, que el doctor Moisés Abraham sólo había indicado el lugar donde debía hacerse el corte en las muñecas del cadáver. Pero él no participó, insistía. De hecho, se había negado a que también se cortara la cabeza del guerrillero. “Para identificación basta con las manos”, recordaba haber argumentado. Muchos años después, la mutilación del cadáver del argentino tuvo consecuencias funestas: Monika Ertl, “la vengadora del Che”, una alemana perteneciente al Ejército de Liberación Nacional de Bolivia (creado por el mismo Che Guevara en 1966), asesinó al hombre que ordenó tamaña salvajada: el cónsul boliviano en Hamburgo, Roberto Quintanilla Pérez, “Toto Quintanilla”, quien en 1967 era coronel del ejército boliviano.

 

 

Doctor Moisés Abraham (izquierda) , director en 1967 del Hospital de Valle Grande, Bolivia. Foto: Archivo personal del doctor Abraham.

 

 

La maldición del Che

 

Como es bien sabido, una especie de estigma cayó sobre aquellos que participaron de manera directa en la captura y asesinato del Che: muchos murieron de manera trágica, uno, dicen, se volvió loco y otro cayó en una silla de ruedas. La gente empezó a llamar a la retahíla de accidentes y asesinatos “la maldición del Che”, ya que estaba aún muy fresco lo acontecido en La Higuera y Valle Grande. La amputación de las manos del guerrillero, por otra parte, así como la sustracción de sus objetos personales, entraron en esa extraña sucesión de accidentes y muertes aparatosas debido al misterio que envolvió el viaje de las manos, navegando en un frasco de formol, hacia la URSS; no sin antes reposar la infamia de que fueron objeto en un lugar secreto dentro de la casa de un miembro del PC boliviano.

René Barrientos, presidente de Bolivia, por ejemplo, murió en un accidente de avión en 1969. Honorato Rojas, campesino que delató al grupo guerrillero y lo llevó a una emboscada en la que perdieron la vida varios miembros de ese grupo, fue ejecutado por supuestos seguidores del Che. Roberto Quintanilla, coronel del ejército que, como menciono líneas más arriba, ordenó cortar las manos al guerrillero más icónico de la historia de Latinoamérica, fue asesinado por una mujer de nacionalidad alemana. La anécdota de cómo la joven se logró colar hasta el mismo despacho del ya entonces cónsul de Bolivia en Hamburgo, así como su posterior huida, es mucho más interesante que el disparo con el que acabó la vida del sanguinario “Toto” Quintanilla. Andrés Selich, colérico y sangriento coronel del ejército boliviano, murió apaleado por miembros de su mismo ejército en 1973. Juan José Torres, Jefe del Estado Mayor, quien recibió la orden de preparar el fusilamiento del Che y que en 1970 asumió la presidencia de Bolivia, fue asesinado por paramilitares argentinos, en 1976, por órdenes del dictador Videla. Joaquín Zenteno Anaya, abogado con el grado de coronel en ese entonces, quien se robó el fusil M-1 del guerrillero, fue asesinado en París en 1976. Gary Prado, capitán del ejército boliviano que comandó la patrulla que fusiló al Che, quedó paralítico de por vida.

Mario Terán Salazar, el soldado que ejecutó al Che, ha negado siempre su papel en el fusilamiento; sin embargo, ha sufrido toda su vida el acoso de periodistas e interesados en saber la verdad. Muchos afirman que todavía escucha, en momentos de delirio, las ráfagas de metralleta con las que liquidó la vida del Che, en cumplimiento de la orden: “Saluden a papá”.

 

 

Ernesto “Toto” Quintanilla, primer oficial a la izquierda. Foto de Marc Hutten, publicada en la revista LIFE.

 

Quizá demasiado consciente de dicha maldición, el doctor Abraham Bautista negó siempre su participación directa y voluntaria en la desacralización del cuerpo del guerrillero argentino. Él, como militar, aseguraba, debía cumplir las órdenes que le daban sus mandos superiores. Y ahí justo me empecé a preguntar muchas cosas que a lo largo de todo un año no acabaron de resolverse debido a que –según me parecía a mí- el doctor se centraba en un punto que me rebotaba en la conciencia: vender la camisa a quien diera más por ella. El relato de cómo la había obtenido me parecía fascinante, tal vez por su planteamiento novelesco, muy alejado del que ahora leemos en la versión de dos periodistas poblanos que, de seguro, no compraron la camisa, pero sí consiguieron la verdad, es decir, la versión final de una historia que nunca salió por completo a la luz porque tenía un precio al que nunca le llegaron ni las presiones de Paco Ignacio Taibo II cuando entrevistó al doctor para su extensa biografía del Che, ni las cámaras de Televisa que llegaron hasta su casa en Puebla para hacerle una entrevista francamente mala. Las preguntas de la entrevistadora recibían respuestas evasivas, silencios. La tensión entre el entrevistado y la entrevistadora era evidente. Ella quería saber, preguntaba y el médico omitía datos que podrían ser oro. El reputado oncólogo sabía mejor que nadie lo valioso de su información, y por eso prefirió irse por las ramas.

Esa tarde en que sus familiares me invitaron a ver la grabación en VHS de dicha entrevista en la sala-comedor de la casa, fue la última de mis sesiones de trabajo con el doctor Moisés Abraham. Luego de presenciar esa lamentable pieza de trabajo periodístico, supe que la obsesión del doctor era vender la camisa, y la información, a un buen comprador.  Eso era lo único claro de mi experiencia como amanuense de una épica que llegaba a su fin. O eso creí. Porque lo que sí supe durante mis visitas a la casa de la familia Abraham –y por otras informaciones periodísticas y personales– fue que el doctor realmente no guardó, en relación a su intervención en la muerte de Ernesto Guevara,  el esmerado silencio que pretendía. Lo hace constar así el interesante artículo de Mary Carmen Sánchez Ambriz, publicado recientemente en la revista Nexos, que nos proporciona, desde una visión inteligente, datos puntuales y poco conocidos sobre los hechos ocurridos luego de la captura del Che, y nos revela que el doctor Abraham de vez en cuando ha estado tentado de expresar esa parte de su biografía que tanto lo compromete con esos hechos. Y no sólo ha contado a periodistas ciertos detalles de su papel al frente del hospital al que llevaron en helicóptero el cadáver del Che, también sus alumnos de la facultad de Medicina de la BUAP, o los que lo conocieron como director del ahora HU, fueron depositarios de pequeñas o grandes, completas o parciales confidencias de su actuación aquel 10 de octubre de 1967. Entre varios de ellos, una de sus alumnas, sólo unos cuantos años después de los sucesos de Valle Grande, en los primeros años de la década de los 70, que conoció de labios de su profesor su versión (la de ese entonces) de los hechos y de su implicación en ellos. Años después, ella convertiría esa confidencia en un cuento.

Pero reticente o generoso con reporteras audaces, alumnos interesados o escritoras dispuestas a empeñar su pluma en el intento de registrar sus diferentes versiones de los hechos, lo cierto es que el galeno boliviano supo identificar a quienes pretendían obtener su testimonio para una difusión mayor a la que él estaba dispuesto. Siempre que se enfrentó con algún ambicioso buscador de verdades inéditas sobre el Che preguntaba: “¿Y cuánto me vas a pagar?”

En lo particular, yo nunca supe si el encargo para el cual me habían recomendado implicaba siquiera el pago de mis gastos de transporte. Quizá el tamaño de la encomienda debía ser suficiente remuneración, es decir, contribuir con mi pluma a consagrar por escrito la odisea personal de un hombre que estuvo en el momento exacto y en el lugar preciso en que nació una leyenda. Pero los escritores también comemos y tuve que dejar las visitas para más adelante.

 

 

El cadáver del Che con la camisa y el cinturón todavía puestos. Foto de Marc Hutten.

 

La nueva versión

 

El tiempo de reemprender mis conversaciones con el doctor nunca llegó. Ahora la historia cobra una rutilante corporeidad en el libro aún inédito que Leticia Montagner García y Raúl Torres Salmerón escribieron sobre la verdadera  participación del oncólogo en la muerte del guerrillero Ernesto (“Che”) Guevara. Según el avance que aparece en la edición especial No. 55 de Proceso, un muy lúcido y memorioso Moisés Abraham Baptista afirma que sí, que efectivamente él realizó la autopsia al cadáver del Che, así como la máscara mortuoria que, según me dijo, arrancó parte de la barba, las cejas y las pestañas al cadáver, debido a que la habían improvisado con pasta para hacer placas dentales y cera de velas. En mis apuntes no aparece que se hubiera desfigurado la cara del difunto, como afirma la versión que el doctor relató a los periodistas poblanos.

 

 

 

Cadáver de Tania La Guerrillera, hallado en el Río Grande una semana después de su muerte. Foto del archivo personal del doctor Moisés Abraham

 

 

La novela

 

En su momento, y debido a la delicada sustancia de la historia, yo le sugerí al doctor que hiciéramos una novela. De esa forma, aseguré, siempre habría margen para la reivindicación, la justicia poética. Muchos de los datos que me proporcionó el médico de manera voluntaria los fui vaciando en un borrador inicial que pretendía seguir la visión que de sí mismo y de su misión tenía el testigo protagonista de esta historia.

En los meses en que trabajé la novela con el doctor Abraham, me propuse convertir al protagonista menor de un hecho histórico sin precedentes en un personaje heroico. Mostrarlo como un hombre convencido de la injusticia que se cometía con el médico, el idealista, el guerrillero, el padre de familia, el icono de su generación y símbolo de las ansias de libertad de todo un continente, el comandante Ernesto “Che” Guevara de la Serna. Para ese propósito me sería muy útil la anécdota de la camisa ensangrentada que viajó de Bolivia a México y aquí se instaló en cajas de seguridad. Así, fui tomando notas, apuntes biográficos, comentarios hechos al vuelo por el doctor. Poco a poco fui leyendo al médico mis avances, los meandros donde confluían la realidad con la ficción. Por supuesto, no es sencillo convencer, a quien fue protagonista de un hecho verídico, de transformar por completo las situaciones y personajes de una historia que ya anidó en sus recuerdos hasta convertirse en el propósito de su vida.

El borrador de la novela empezaba así:

 “Las faldas de la camisa asomaron bajo la pesada tela del abrigo. Alcancé a ver los cantos negruzcos justo antes de cerrar mi sobretodo de un golpe. El agente aduanal pareció no fijarse en el angustioso movimiento. Sentí el sudor escurriéndome por la cara. En esa época no había perros especializados en oler rastros de cadaverina en los aeropuertos, de otra forma, algún oficial me hubiera obligado a quitarme el abrigo debajo del cual continuaba su lenta descomposición la camisa ensangrentada del Che. El oficial selló mi pasaporte. Entré a la ciudad de México con poco equipaje y un secreto tan grande que me impediría volver a Bolivia, mi país natal. Si vuelves te matan, me había dicho mi hermano. Ahora eres un desertor del ejército bolivariano, no el médico que recibió del cielo el cuerpo de Ernesto “Che” Guevara, que bajó como dios a la tierra para reinar por siempre en la esperanza de los pobres. Vete y no se te ocurra volver, me dijo. Hasta ahora lo he cumplido. Sólo regreso cuando miro las fotografías de la vieja, de mis hermanos, del hospital y sus monjas de hábitos impecables. El cadáver de Tania la Guerrillera, comida por los peces del Río Grande, en una foto en blanco y negro. Las fotos de sus compañeros muertos montados sobre mulas. La ropa del Che en un rincón de la lavandería, donde las enfermeras arrojaron los harapos llenos de sangre y mierda cuando se los quitaron para lavar su cadáver.

 

 

Cadáveres de los guerrilleros, compañeros del Che, que cayeron el 31 de agosto en una emboscada, mientras intentaban cruzar el Río Grande hacia las montañas. Fueron inhumados bajo la pista de aterrizaje donde supuestamente también se enterró al Che y que estuvo oculta por 30 años. Foto del archivo personal del doctor Abraham.

 

Recuerdo muy bien la camisa tirada lejos de las otras prendas que contribuían con su hedor al vértigo de la formalina, y el humo de las velas que combatían la oscuridad de la primera noche que el mundo dormía sin el Che. Sucedió de pronto: la vi, sin pensarlo más la recogí y la hice bolita para esconderla debajo de una pileta. El fino cinturón, por su parte, sería botín de Martínez: se lo había ganado entre trago y trago, costumbre que lo apartaba del horror y la culpa pero lo ponía de frente contra los mohines y los regaños de las monjas. Pobre hombre, repetía el médico mientras se movía de un lado al otro del recinto para comprobar que lo seguían los ojos del muerto, y el aguardiente resbalaba por su curtido gañote con más velocidad que un ratón perseguido por la escoba de la enfermera jovencita, la Adela, no esa Susana estirada y displicente que corrió a todos cuando desnudó al guerrillero, casi un Cristo con su mirada de juicio final.

Esa noche del 9 de octubre de 1967 Martínez y yo sacamos nuestros trofeos antes de que los soldados limpiaran el lugar y se llevaran el resto de la ropa que la enfermera y las monjas habían arrojado a un rincón de la lavandería, asqueadas por la mugre añeja y sacrílega, cuando ungieron con agua y rezos el cadáver recién llegado a la morgue improvisada dentro de la lavandería del Hospital Nuestro Señor de Malta de Valle Grande.”

 

 

Enfermeras, personal médico (el doctor Abraham con tapabocas) reciben los cadáveres de los guerrilleros ultimados por el ejército boliviano. Foto del archivo personal del doctor Moisés Abraham.

 

El último cabo suelto

Hoy veo que mis apuntes parecen haber estado siempre del lado de la ficción. La novela biográfica, si alguna vez la termino, quizá ya no pueda ofrecer ninguna justicia poética que contrarreste la maldición del Che. Cuando aparezca el libro de los periodistas poblanos con sus revelaciones, el doctor Moisés Abraham, el oncólogo por antonomasia de Puebla, tendrá que asumir las consecuencias de ser el último cabo suelto de una historia que involucra a una de las figuras más emblemáticas del tormentoso siglo XX latinoamericano. Asumir, también, la manera en la que lo veremos, lo verán sus colegas, sus compatriotas, sus pacientes, sus alumnos y, sobre todo, cómo se verá él mismo de ahora en adelante: el cirujano que sí practicó la autopsia al cadáver del Che, el médico que sí cumplió la ominosa tarea de cortarle las manos, el custodio de su camisa ensangrentada.

 

 

Soldados y personal militar posan para la foto frente a la escuela del poblado La Higuera. En uno de sus salones, el suboficial Mario Terán Salazar asesinó al Che por órdenes de la CIA. Foto del archivo personal del doctor Moisés Abraham.