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20 Abril 2024, Puebla, México.

Días de guardar

Sociedad |#c874a5 | 2019-04-18 00:00:00

Días de guardar

Héctor Aguilar Camín

Día con día

 

  1. ¿Los asesinos creen en Dios?

 

Recogeré en estos días de guardar, lunes martes y miércoles, cosas escritas aquí mismo para la semana mayor de hace siete años. Sus enigmas siguen intactos.

 

Según el censo de 2010, 97 de cada 100 mexicanos creen en alguna forma de Dios y practican algún credo religioso (87 por ciento católicos). Solo 3 por ciento nos declaramos ateos. ¿En qué creemos los que no creemos en Dios? En formas sustitutas de la inmortalidad y de Dios. Digamos el amor, la fama, el dinero, la naturaleza, la permanencia en la memoria de otros. Todas estas son cosas triviales si se las compara con la idea de Dios, del más allá, de la vida ultraterrena.

 

Pocos ateos dan en su corazón el salto implícito en la frase de Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”.

 

Muchos menos actúan en consecuencia, como el hermano idiota de Iván, Smerdiakov, que mata al padre opresivo. Todos los hermanos quieren ver muerto a su padre, pero solo Smerdiakov se atreve a hacerlo, autorizado por el dicho de su hermano Iván: “Si Dios no existe, todo está permitido”.

 

La frase de Iván Karamazov anuncia el salto moral hacia el nihilismo, esa tierra de nadie inherente a la idea de un mundo sin Dios.

 

El principio del nihilismo es duro y claro: si no creo en nada trascendente, todo es aquí y ahora. Como mi aquí y ahora no tiene rumbo ni rienda, soy mi propia medida, mi propia moral, sin otro referente que yo mismo: soy mi propio Dios.

 

Sin dioses que observen, ordenen, regulen, conforten y moderen la conducta humana, no hay reglas ni límites, solo la voluntad de cada quien.

 

El mundo sin dios de la política, vuelto solo voluntad de poder, es el de Hitler y Stalin, y el de todos los reinos utópicos, sustitutos de la Ciudad Dios: el reino milenario de los nazis, la utopía comunista del Gulag, los campos de muerte de Pol Pot.

 

Pero estamos en México. Me pregunto cuántos de los mexicanos que se dedican hoy a matar, decapitar, enterrar a otros en fosas anónimas o en puentes visibles han dado el salto de Iván Karamazov. Y cuántos no lo han dado y se siguen diciendo creyentes en Dios.

 

Nuestros creyentes homicidas son un misterio teológico y moral.

 

  1. Razón y fe

 

Dijo Tomás de Aquino, el teólogo mayor de la cristiandad católica: “Considero el principal deber de mi vida para con Dios esforzarme para que mi lengua y todos mis sentidos hablen de él”.

 

Pocas lenguas habrán hablado tanto y tan bien de Dios como Tomás de Aquino. Nadie habrá inventado pruebas más breves y elegantes de su existencia: sus famosas cinco vías.

 

La primera de ellas es la del “primer motor” o el “motor inmóvil”: si todo lo que se mueve es movido por algo, algo hubo inmóvil en el principio del movimiento.

 

“Ejemplo”, dice Tomás de Aquino: “Un bastón no mueve nada si no es movido por la mano. Por lo tanto es necesario llegar a aquel primer motor que nadie mueve. En este, todos reconocen a Dios”.

 

Nominalismo, se dirá: la palabra movimiento llama a la palabra inmóvil, la palabra bastón a la mano que lo mueve. Esas palabras se reclaman como necesarias en la lógica binaria del lenguaje, pero no en la realidad.

 

Lo cierto es que cualquier cabeza honradamente racional tendría que rendirse a la fuerza del argumento del primer motor, resuelto por Tomás de Aquino en doscientas palabras. (En cierto modo, la ciencia moderna reconoce la idea de un primer motor inmóvil en el Big Bang que dispara y hace nacer al universo).

 

El centro de la catedral teológica de Tomás de Aquino fue hacer compatible la fe con la razón. Pero la fe genuina no es un asunto racional. No se recibe por la razón, ni se adquiere por la voluntad. Se adquiere, en buena doctrina cristiana, por la gracia.

 

Si la fe verdadera se recibe, no se adquiere, es imposible convertir a nadie. Largarse a predicar por los caminos es ocioso, pues nadie convierte a nadie.

 

La historia de las Iglesias nos dice lo contrario: credos en expansión y evangelizaciones masivas.

 

El ardor de la fe verdadera no es carga fácil de llevar, como muestran las vidas de los santos.

 

La fe de las multitudes es una fe discreta, epidérmica. Es la fe tolerable para el mundo: la fe difusa, distraída, amateur, cuando no supersticiosa o idolátrica, de la que es capaz el hombre común.

 

  1. Religión y civilización

 

En el prólogo a El último Cuaderno, de José Saramago, Umberto Eco dice no estar seguro de que, como dice Saramago, “si todos fuéramos ateos, viviríamos en una sociedad más pacífica”.

 

Comparto la duda. Es verdad que en la historia del hombre hay pocos espectáculos más homicidas que las guerras de religión. Es verdad que los hombres se valen de los dioses para dar rienda suelta a su intolerancia, quizá a su necesidad de odio.

 

Hay también el otro lado del problema. Creer en Dios inflama, pero también apacigua. La religión es el opio del pueblo en el doble sentido de que nubla el entendimiento pero conforta la vida.

 

La creencia de Dios ofrece el consuelo de algo inconmensurablemente mayor que nosotros, más sabio, más bello, más justo, que sin embargo nos ama, nos protege, nos explica, y nos espera en su reino.

 

Un verdadero creyente no puede entender al verdadero no creyente. Lo mira con extrañeza y compasión, acaso con escándalo. Pero la intolerancia del creyente es menor ante el descreído que ante la competencia del que cree en otra cosa, aquel que porta en sí la propagación de dioses extraños que niegan el propio.

 

El creyente puede convivir con el descreído, si el descreído no se empeña en imponerle su falta de fe, su ateísmo, como una religión sustituta.

 

Los dioses combaten pero también ordenan. Son surtidores de guerras y de reglas. Reglas de culto, reglas de convivencia, reglas de conducta, reglas sobre lo bueno y lo malo, sobre lo que nos enaltece y lo que nos degrada.

 

Las reglas pueden ser absurdas y hasta dañinas para la salud, la dicha o la libertad, pero son ordenadoras: legislan, reprimen, contienen.

 

Porque han ordenado y reprimido, porque se han vuelto autoridad de las costumbres, los dioses y sus clérigos pueden después llamar a la guerra, abusar hasta el crimen de la fe.

 

¿Son gobernables los pueblos sin religión? No lo sabemos porque no hay pueblo sin religión, esa necesidad abrumadoramente mayoritaria en el género humano de una cura espiritual para el sentimiento de orfandad y pequeñez con que somos echados al mundo.