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19 Marzo 2024, Puebla, México.

Porfirio Diaz. Volver a la historia

Historia |#54acd2 | 2018-10-14 00:00:00

Porfirio Diaz. Volver a la historia

Héctor Aguilar Camín

Día con día

 

Resultado de imagen para Porfirio Díaz. Su vida y su tiempo, La ambición (1867-1884)

 

Porfirio Díaz. Volver a la historia

 

Empiezo a leer el segundo tomo de la biografía de Carlos Tello Díaz sobre su tatarabuelo, Porfirio Díaz, escollo, enigma y encarnación de toda una época de la historia de México.

Creo, por lo que llevo leído, y por la lectura del primer volumen, que estamos frente a la biografía más ambiciosa, profesional y desafiante que se haya emprendido nunca en nuestro país.

Imposible hablar del último siglo y medio de la historia de México sin que se cruce en el relato Porfirio Díaz.

Imposible pensar la Reforma, la Intervención y el Imperio, las décadas de paz que siguieron y la Revolución mexicana de 1910 sin poner en el centro a Porfirio Díaz, uno de los grandes personajes y a la vez uno de los grandes villanos de nuestra historia.

La sola contradicción entre la importancia del personaje y el veredicto oscuro que pesa sobre su figura, indica el desarreglo de nuestra memoria.

Un personaje central de nuestra historia es a la vez uno de sus centrales villanos. Como Hernán Cortés. Como Agustín de Iturbide. Diría Gil Gamés: Todo es muy raro, necesitamos un psiquiatra(una).

No sé cómo hemos construido los mexicanos una historia nacional en la que los personajes centrales tienden a ser villanos centrales.

Es nuestra especialidad psicoanalítica.

Lo que ha hecho, lo que está haciendo, Carlos Tello Díaz, es todo lo contrario. Es lo que hizo antes José Luis Martínez con Hernán Cortés: devolvernos al personaje real que fue central en nuestra historia.

Volver a la historia, darnos la oportunidad de curarnos de nuestros fantasmas. Restituir a la memoria del país real, el Porfirio Díaz real. Empatar los hechos con los hechos, despejar nuestros fantasmas.

El segundo tomo de esta biografía: Porfirio Díaz. Su vida y su tiempo. La ambición, 1867-1884 (Random House, Debate, 2018) es algo más que un libro, es la oportunidad de curarse de la mitología nacional.

Pocos, si algunos, tomarán la receta, porque nuestra historia patria está dominada por el reflejo de villanizar, entre otros, a Díaz.

Pero la tarea biográfica que ha emprendido Tello tendría que dar sus frutos en los tiempos largos de la historia, ayudando a curar y completar nuestra memoria con el brebaje insuperable de la realidad.

 

Porfirio Díaz. El ambicioso

 

Una virtud de la biografía de Tello sobre Porfirio Díaz (volumen II. La ambición, Debate, 2018) es acercarnos al personaje de carne y hueso en todas sus facetas.

 

Aquí está el héroe de la guerra, pero también el hombre de familia. El político ambicioso, pero también el amigo desinteresado. El personaje exento de temor ante el peligro, pero también el hombre que se echa a llorar cuando habla en público. El ambicioso incesante que busca el poder, pero también el apacible hombre de campo y de familia, cuidadoso de sus afectos y de su patrimonio.

 

La suma de todo esto es el político excepcional capaz de leer su tiempo y apropiárselo, al punto de cubrirlo con su nombre y precipitar luego su destrucción.

 

La apropiación y el despeñadero sucederán en el tercer tomo de Carlos Tello. Lo que sucede en el segundo es la historia de cómo el héroe militar de la reforma y la intervención, visto con recelo y dureza por sus célebres contemporáneos (Juárez y Lerdo), se siente “despechado, muy despechado” por éstos y, luego de una aciaga temporada familiar en que pierde a dos hijos de cuatro meses y dos años, endereza su ambición a buscar la Presidencia que Juárez quiere conservar reeligiéndose, y Lerdo ganar, desplazando por igual a Porfirio y Juárez.

 

Un rasgo notable del relato, en el estilo imparcial y terso de Tello, es cómo, al paso de sus páginas, los grandes nombres, en particular Juárez, bajan de sus altas estatuas y sus inalcanzables pedestales: dejan de ser héroes de bronce consagrados por la historia y se vuelven solo políticos en busca de poder.

 

También, y esto es igual de importante, la forma en que se asumen como heraldos de lo que cada quien juzga lo mejor para la República, coincidente siempre, también, con su propia causa.

 

No hay prestigios preponderantes o méritos indiscutibles en estos años. Todo está en juego otra vez a ras de tierra. La obsesión común a todos los participantes visibles es el rasgo común a su tiempo: la imparable ambición de gobernar y la invencible dificultad de hacerlo.

 

Porfirio Díaz encontró la solución de cómo gobernar su país ingobernable, la ejerció 25 años y se ahogó luego en ella.

 

Porfirio Díaz. Rebelión y legitimidad

 

En su mesa de noche, la noche en que murió, Juárez tenía el libro Cours d’histoire des législations comparées. Entre sus páginas había dejado un papel con un apunte. El apunte decía:

 

“Cuando la sociedad está amenazada por la guerra, la dictadura o la centralización del poder, es una necesidad, como remedio práctico para salvar las instituciones”.

 

Vista la historia hacia atrás. Juárez habría tenido que reconocer que Porfirio Díaz fue el “remedio práctico” que él buscaba en los linderos de su agonía. Notable que aquella agonía personal estuviese tan puntualmente trenzada con su agonía por la dificultad política de la República y su dilema terrible: anarquía o dictadura, fragmentación o centralización.

 

Ironías de la historia: en su momento de mayor legitimidad, después del triunfo contra la Intervención y el Imperio, la República Restaurada (1867-1877) tenía un gobierno débil que todo mundo desafiaba.

 

La herencia de 10 años de guerras civiles era de una gran violencia dispersa en los caminos. Los pueblos y las comunidades se levantaban contra las leyes liberales que habían legalizado el despojo de sus tierras poseídas en común.

 

El Congreso bloqueaba una y otra vez al presidente Juárez, cuya impopularidad crecía por semanas. La política hervía de aspirantes a todos los puestos, empezando por la Presidencia de la República, siguiendo por el gabinete, las gubernaturas, las jerarquías de Ejército y las efervescencias del poder local.

 

Y las elecciones no eran respetables. Todos y cada uno de los aspirantes a puestos públicos sabían qué elecciones eran alquimia del gobierno y que solo podían ganar si se allanaban o le ganaban al alquimista.

 

Los fantasmas paralelos de la ingobernabilidad y de la ilegitimidad recorren todo el horizonte político de la República Restaurada.

 

Producen una y otra vez inconformidades, rebeldías, alzamientos. Entre ellos, los dos de Porfirio Díaz: el del fracasado Plan de La Noria, en 1871, y el del victorioso plan de Tuxtepec, en 1876.

 

Las cosas estaban trenzadas de tal manera que quien quisiera llegar al poder legítimo, debía elegir el camino ilegítimo de la rebelión.

 

Porfirio Díaz habría de resolver ese dilema en las siguientes décadas, concentrando el poder y estableciendo una especie dictadura, como había escrito Juárez en su última noche.

 

Porfirio Díaz. La solución

 

Un buen alegato histórico que hay en el segundo tomo de la biografía de Porfirio Díaz, escrita por Carlos Tello, es que, lo que hoy vemos como épocas separadas, muy distintas entre sí —la luminosa República Restaurada de Juárez y Lerdo (1867-1877) y el oscuro Porfiriato (1878-2010)— tienen más vasos comunicantes de lo que se piensa.

 

La narrativa minuciosa de Tello exhibe una profunda continuidad de problemas, obsesiones y conductas. Al menos en dos aspectos claves, el Porfiriato fue no solo la continuación de la República Restaurada, sino su solución.

 

Un aspecto clave de aquellos años era pacificar el país. El otro, hacerlo gobernable. Ambos debían resolverse para imponer el proyecto de modernización liberal: ferrocarriles, privatización de tierras comunales, equilibrio fiscal. Lo que hoy llamaríamos globalización y neoliberalismo.

 

La obsesión de Juárez y Lerdo fue fortalecer al presidente, quitar peso a los estados y al Congreso, neutralizar a los inconformes, centralizar el poder. Nunca lo lograron. Sus gobiernos recurrieron una y otra vez de los poderes de excepción, típicos de tiempos de guerra. El ejercicio de tales poderes, que para los contemporáneos era una dictadura, tuvo efectos contrarios. Lejos de consolidar los gobiernos de Juárez o Lerdo, exacerbaron las inconformidades, que solían terminar en revueltas.

 

Juárez quería una reforma del poder que le diera poder al presidente, entre otras cosas, para reelegirse. Murió antes de lograrlo. Lerdo intentó lo mismo, y fracasó también.

 

Porfirio Díaz enfrentó los mismos problemas de gobernabilidad que Juárez y Lerdo, con los mismos instrumentos débiles, pero fue él quien encontró la fórmula que los otros buscaban: fortalecer el poder central para poder gobernar y modernizar el país.

 

En algo se parecen los presidentes de la democracia mexicana del siglo XXI a los de la República Restaurada. Nuestros últimos presidentes nunca encontraron la forma de gobernar el país para modernizarlo ni pudieron vencer su violencia.

 

En la elección de 2018, los electores le dijeron adiós a estos gobiernos frágiles y restituyeron, democráticamente, la figura predemocrática de un presidente fuerte, sin contrapesos.

 

La pregunta es si ese presidente fuerte fracasará, como Juárez y como Lerdo, ante los encanijados dilemas de su tiempo, o si será la solución, como Porfirio Díaz.