Cuando se jubilan los ladrones
Francis Gooding
Al igual que muchos otros importantes inventos científicos, las primeras recetas de pólvora de verdad se idearon en China. El cóctel clásico de azufre, salitre y carbón se conocía al menos desde el siglo IX d.C., aunque los alquimistas taoístas, que buscaban oro e inmortalidad, ya conocían preparaciones similares desde hacía cientos de años. Una referencia muy temprana aparece en el Zhenyuan Miaodao Yaolue (Esenciales clasificados del misterioso Tao del verdadero origen de las cosas), un texto atribuido en parte al alquimista del siglo III Zheng Yin. En él advierte contra la mezcla de azufre, realgar, miel y salitre, una combinación peligrosamente deflagrante: los alquimistas que experimentaban con esos ingredientes habían quemado edificios y se habían chamuscado las barbas. La lista de Zheng de procedimientos que debían evitarse también incluía la ingestión de elixires de plomo, plata, mercurio y cinabrio (con resultado de muerte); tomar cinabrio derivado del mercurio y el azufre (causa forúnculos y llagas); y beber "zumo de plomo negro", un brebaje poco apetecible que el bioquímico y sinólogo Joseph Needham pensaba que era posiblemente una "suspensión caliente de grafito", lo que suena como un ponche caliente hecho de virutas de lápiz. Fuera lo que fuese, el zumo de plomo negro te ponía al parecer muy enfermo, pero ni siquiera Zheng parecía pensar que alguien fuera a preparar una bebida de pólvora: se limitaba a advertir a la gente de que no se quemara los bigotes jugando con ella. Por otra parte, era un alquimista, no un rey pirata malgache que hacía un juramento mágico de hermandad. Y para ese ritual era esencial una bebida de pólvora.
La fórmula, registrada por el cronista franco-mauriciano Nicolas Mayeur en 1806 y reproducida en la obra de David Graeber Pirate Enlightenment, consistía en mezclar pedernales, bolas de plomo, pólvora y agua de río con la punta de un cuchillo sobre un escudo al que le hubiera dado la vuelta, y beberlo con jengibre empapado en la sangre de los juramentados. Mayeur, un comerciante de esclavos retirado reconvertido en historiador, relataba los rituales de la coronación de un joven llamado Ratsimilaho, hijo de un capitán pirata inglés y de una princesa malgache, que fue investido en 1720 gobernante de una nueva entidad política en la costa del noreste de Madagascar, la Confederación Betsimisaraka. Centrada en la ciudad de Ambonavola, o Foulpointe (actual Mahalevona), y extendida a lo largo de más de quinientos kilómetros, la confederación había unificado los estados locales existentes mediante una combinación de guerra y diplomacia. Se considera que, en su mayor parte, fue una creación del notable Ratsimilaho, que era probablemente un adolescente todavía cuando ascendió al poder. De niño había visitado Inglaterra, muy probablemente con su padre ("Capitán Tom"), y había recibido por lo menos una educación parcial. En los relatos convencionales se le presenta como un visionario ilustrado que pretendía llevar la ciencia y las letras contemporáneas a una nueva nación modelada según los estados de Europa. Pero parece que su confederación se sostuvo sobre todo gracias a su carisma personal. Cuando murió en 1750, empezó a desintegrarse; para principios del siglo XIX había desaparecido.
El relato de Mayeur, "Histoire de Ratsimilaho, Roi de Foule-pointe et des Betsimisaraka", se conserva como manuscrito en la Biblioteca Británica. No es, ni mucho menos, la única historia de reyes y reinos piratas en Madagascar, pero sí una de las pocas que es mucho más que un relato pintoresco. Mayeur no era un aficionado: había vivido y trabajado en la isla durante 25 años y había recabado información de algunos de los generales y confidentes de Ratsimilaho, que ya eran ancianos. También conocía al hijo y heredero de Ratsimilaho. El tema de su obra era, sin duda, una persona real, y la Confederación Betsimisaraka existió con toda seguridad; los habitantes de la zona se llaman a sí mismos betsimisaraka hasta el día de hoy. Según Graeber, que realizó su trabajo de campo antropológico en Madagascar a finales de la década de 1980, se trata de "uno de los pueblos más obstinadamente igualitarios de Madagascar". Así pues, no cabe duda de que algo políticamente inusual ocurrió en el noreste de Madagascar a principios del siglo XVIII, y de que tuvo algo que ver con los piratas y sus descendientes.
No está muy claro qué es lo que fue exactamente. Otros reinos malgaches de la época han dejado una huella perceptible, pero los arqueólogos no han encontrado pruebas físicas de ningún tipo de estado centralizado en la zona: ni obras públicas ni palacios, ni indicios de ningún sistema de administración o fiscalidad, ni rastro de un ejército o una burocracia, de hecho, nada que indique interrupción alguna de las formas de vida existentes en la costa. Mayeur y quienes le siguieron creían que Ratsimilaho era un visionario precoz y un brillante estratega militar, pero hay otros relatos contemporáneos que lo pintan simplemente como un desagradable jefe local, o como lugarteniente de otro rey en otro lugar de la isla, o incluso como lugarteniente de un "rey" pirata completamente distinto llamado John Plantain. Es un panorama confuso. ¿Qué se puede hacer con todo esto?", se pregunta Graeber.
En Pirate Enlightenment, or the Real Libertalia intenta responder a esta pregunta. Como sugiere el título, para Graeber hay más en juego de lo que cabría esperar de un breve episodio de la historia local o de una anécdota larga y aburrida sobre un reino pirata que nunca existió, aunque el libro esté repleto de material pintoresco: pactos de sangre y envenenamientos, magos y princesas, ciudades piratas aisladas en islas tropicales, reyes impostores que se enseñorean de falsos imperios y mucho más. Sin embargo, más allá de todo esto, Graeber tiene algo que decir sobre el modo en que los acontecimientos de la costa nororiental de Madagascar pueden replantear nuestra comprensión de la evolución intelectual en el Siglo de las Luces.
Madagascar era a finales del siglo XVII una anomalía. Situada fuera de la senda de las grandes rutas marítimas, no se encontraba plenamente integrada en el sistema de comercio internacional que funcionaba en el Océano Índico. Quedaba fuera de la creciente influencia de las potencias europeas: no había entrado en la jurisdicción de la Real Compañía Africana Británica ni de la Compañía de las Indias Orientales, y los intentos de asentamiento de holandeses y franceses habían fracasado repetidamente. El oeste de la isla estaba dominado por grandes y poderosos reinos, entre los que los comerciantes suajilis y árabes conocidos como “antalaotra” ("Gente del Mar") controlaban el comercio regular de ida y vuelta con Zanzíbar y el continente africano. Pero el este, especialmente el noreste, estaba mucho menos desarrollado. Por lo tanto, era de escaso interés para las potencias locales y estaba fuera del alcance de las extranjeras, lo que lo convertía en un escondite y lugar de retiro ideal para los piratas, que se habían dado cuenta de que el riquísimo tráfico marítimo del océano Índico y el mar Rojo ofrecía premios aún mayores que los que se podían conseguir en el Caribe. En las últimas décadas del siglo XVII, gran número de bucaneros y salteadores empezaron a recalar allí, muchos de los cuales tomaron esposas malgaches y se establecieron en las comunidades locales. A finales de la década de 1690, quizás unos cuantos miles de piratas habían establecido su residencia temporal o permanente, y la costa noreste estaba “salpicada de pequeños asentamientos piratas”, algunos de los cuales se convirtieron en ciudades o puertos importantes.
El mayor y más famoso fue Sainte-Marie. Fundada por un asesino en busca y captura llamado Adam Baldridge, Sainte-Marie era una ciudad-fortaleza situada en la pequeña isla de Nosy Baraha, cerca de la costa de Ambonavola. Llegó a albergar a un millar de habitantes, muchos de ellos piratas en activo o retirados, y servía de puerto de reabastecimiento y aprovisionamiento a los barcos piratas, así como de lugar en el que guardar las ganancias mal habidas. Se convirtió en parada habitual de la "ronda pirata" que se extendía desde el Caribe hasta el océano Índico, y el propio Baldridge tenía un acuerdo con un deshonesto hombre de negocios de Nueva York que utilizaba la compraventa de malgaches esclavizados como tapadera para deshacerse de joyas y objetos de lujo saqueados. Sainte-Marie fue finalmente saqueada en 1697 por malgaches del continente, después de que Baldridge acometiera una redada de esclavos especialmente traicionera.
De vuelta a Europa, los informes muy adornados sobre ciudades como Sainte-Marie y personajes como Baldridge circularon ampliamente como cotilleos de café y materia de literatura popular. Las historias de piratas eran tan atractivas -y han demostrado ser tan duraderas- que Graeber cree que pueden haber constituido "la forma más importante de expresión poética producida por ese proletariado emergente del Atlántico Norte cuya explotación sentó las bases de la revolución industrial": una especie de contra-literatura anarco-fabulosa que cautivó al público con grandes historias de criminalidad extravagante, tesoros y reinos antiheroicos fuera de la ley creados por hombres condenados que navegaban bajo la calavera y las tibias cruzadas. A veces, estas historias también tenían un toque político, ya que el folclore pirata abundaba en rumores y fantasías sobre la organización de los nuevos estados fundados por los bucaneros en los remotos trópicos. Los legendarios reinos piratas se imaginaban como algo muy distinto de las sociedades europeas de la época: a menudo se presentaban como utopías en las que se habían abolido la miseria y la dominación, en las que los ciudadanos eran iguales y todas las cosas se repartían equitativamente entre ellos, y en las que los asuntos políticos se decidían por medios democráticos.
Este análisis descarnado y tabernario de las ideas sobre la igualdad, la propiedad, el contrato social y el poder político resulta algo reconocible como variante popular de lo que llegarían a ser los temas esenciales del pensamiento de la Ilustración. Daniel Defoe comparó a los colonos piratas de Madagascar con los fundadores de Roma, y Montesquieu afirmó que los griegos también eran piratas en su origen; Graeber sugiere que las historias de política pirata eran bien conocidas por muchos escritores y pensadores de la época. Como rudo utopista comprometido con la libertad frente a todas las leyes y gobiernos existentes, el pirata era "una figura de la Ilustración tan importante como Voltaire o Adam Smith" (no conviene romantizar demasiado. Los piratas podían tener tan pocos escrúpulos y ser tan brutales como sugiere su reputación más convencional, aunque quizá en esto no fueran excepcionales para los baremos de la época).
La democracia pirata más famosa de la época fue Libertalia, o Libertatia, un asentamiento legendario que se dice se ubicaba en... ¿dónde si no?... Madagascar. Aparece en A General History of the Pyrates (Historia general de los piratas), un compendio en dos volúmenes sobre los piratas y sus hazañas publicado en Londres en 1724, y atribuido a un tal "Capitán Johnson", pero que normalmente se cree que fue escrito por Defoe. El libro ofrece relatos detallados de bucaneros infames como Henry Avery y "Calico Jack" Rackham, de los que figuran todos menos uno en los anales históricos.
La excepción es un pirata francés conocido como capitán Misson. Alentado por su compinche, un "sacerdote lascivo" llamado Caraccioli al que había recogido en Roma, Misson se hizo a la mar, según la Historia General de los piratas, con la intención de "hacer la guerra legalmente a todo el mundo, ya que le privaría de la libertad a la que tenía derecho por las leyes de la naturaleza".
A bordo de su barco, el Victoire, la liberté, la égalité y la fraternité eran ya aparentemente la norma: los prisioneros eran tratados sin violencia, los africanos esclavizados eran liberados y se unían voluntariamente a la tripulación, y las decisiones se tomaban por acuerdo general. Tras muchas aventuras en el mar, Misson y Caraccioli fundaron un asentamiento en la costa malgache: Libertalia, tierra de libertad. Sus habitantes pasaron a llamarse Liberi, y todas sus nacionalidades y lenguas anteriores se disolvieron juntas para convertirse en "uno hecho de muchos". Su gobierno debía ser de "forma democrática, en la que el pueblo fuera el artífice y juez de sus propias leyes". Se abolieron la esclavitud y la religión organizada, y la tierra y el ganado se repartieron a partes iguales, como se había hecho con el botín de la piratería en la Victoire. Se corrió la voz de la sociedad libre de Misson. Muchos otros piratas famosos, como Henry Avery, se unieron a ellos antes de que el asentamiento fuera destruido por los hostiles malgaches.
Así rezaba la historia. No hay pruebas de que Misson o Libertalia existieran realmente, pero la descripción de la vida a bordo del Victoire tiene una base de verdad: algunos barcos piratas, a diferencia de los buques mercantes y de la marina, funcionaban según principios igualitarios. Sin ninguna autoridad superior que confiriera poder al capitán, los barcos piratas se regían por consenso. Las decisiones se tomaban a menudo en común, sin que el capitán tuviera ningún poder especial de mando excepto durante la batalla, y algunos barcos tenían incluso artículos escritos que establecían los términos para la distribución justa del botín. Los miembros de la tripulación también podían recibir compensaciones por las heridas sufridas. Como en Libertalia, estos barcos podían ser un crisol donde uno se hacía de muchos. Graeber cree que los barcos podrían haber desempeñado un papel de "punta de lanza en el desarrollo de nuevas formas de gobierno democrático" en aquella época. “Las tripulaciones piratas”, escribe,
“estaban a menudo formadas por tantos tipos diferentes de personas con conocimientos de tantos tipos diferentes de organización social (un mismo barco podía contar con ingleses, suecos, esclavos africanos fugados, criollos caribeños, nativos americanos y árabes), comprometidos con un cierto igualitarismo tosco y despreocupado, mezclados en situaciones en las que la rápida creación de nuevas estructuras institucionales era absolutamente necesaria, que en cierto sentido eran laboratorios perfectos de experimentación democrática”.
Tales hechos piráticos seguramente alimentaron el folclore sobre las utopías piratas, pero no todo era fabulación. Puede que la Sainte-Marie de Baldridge fuera poco más que una ciudad de ladrones sin gobierno real, pero en esto no era típica. Los piratas de Madagascar experimentaron realmente con la política del barco pirata en tierra. A principios del siglo XVIII, un bermudeño llamado Nathaniel North estableció una comunidad pirata en Ambonavola, sede de la Confederación Betsimisaraka de Ratsimilaho. North, "un pirata reticente e inusualmente concienzudo", se hizo respetar entre los malgaches de la costa como mediador imparcial en las disputas locales y, según Graeber, "fue diligente a la hora de convertir las asociaciones democráticas desarrolladas en un principio a bordo de los barcos en formas que fueran viables en tierra", incluyendo un sistema judicial improvisado caracterizado por juicios justos para los malhechores de la comunidad, con un jurado elegido por sorteo.
Aunque Sainte-Marie fue objeto de ataques, la mayoría de los demás asentamientos costeros se salvaron. Muchos piratas asentados formaban ahora parte de familias malgaches, y algunos defendían eficazmente la costa contra las incursiones europeas en busca de esclavos, sobre todo robando los barcos de los esclavistas. Los malgaches siempre los considerarían forasteros, pero los piratas se habían convertido en un elemento importante y semiintegrado de la sociedad costera. De hecho, los descendientes de padres piratas y madres malgaches -gente como Ratsimilaho- acabaron convirtiéndose en una aristocracia hereditaria conocida como los “malata” (de "mulato"), y luego los “zana-malata” ("hijos de los malata"), ascendencia con la que aún se identifican.
Pero Graeber no sólo está interesado en la historia de los piratas. Quiere mostrarnos cómo se entendió su llegada desde el punto de vista malgache, y los efectos que los asentamientos piratas tuvieron en la sociedad malgache existente. Estamos familiarizados con lo que suele ocurrirles a las sociedades indígenas cuando empiezan a colonizar sus tierras europeos hirsutos y fuertemente armados, pero Graeber sostiene que la interacción entre los colonos piratas y los malgaches costeros fue compleja y bastante equilibrada. A pesar de su caché como extranjeros exóticos, los piratas tenían muy poco capital social. Sin embargo, tenían armas útiles y muchas ropas elegantes producto del saqueo, y podían comerciar con potencias lejanas para obtener artículos de lujo. Y cuando no se veían arrastrados a los pequeños conflictos locales endémicos, los piratas, como forasteros, estaban en condiciones de negociar neutralmente entre las partes beligerantes. Es posible que sus propias formas de organización democrática y justicia improvisada les resultaran útiles. En cualquier caso, según Graeber, el efecto neto de su asentamiento en la costa fue inesperado: un florecimiento de la autonomía comercial de las mujeres, seguido del establecimiento, en la Confederación Betsimisaraka, de lo que en cierta medida era una sociedad más igualitaria que la existente. Ni el poder de la mujer ni las relaciones sociales igualitarias habían sido anteriormente una característica notable de la vida malgache en la costa noreste, como tampoco lo eran en la vida europea de principios del siglo XVIII.
Las mujeres malgaches parecen haber advertido la llegada de los piratas como una nueva oportunidad socioeconómica. El matrimonio con un pirata con un buen botín podía ofrecer a una joven la oportunidad de establecerse como comerciante independiente y también de escapar a las restricciones de lo que podía ser una sociedad violentamente patriarcal (mientras que en algunas zonas de Madagascar las disposiciones relativas al sexo y al matrimonio eran bastante libres, en el noreste la influencia histórica de los Zafy Ibrahim, una élite de celo religioso descendiente quizá de judíos yemenitas, o tal vez de gnósticos ismailíes, significaba que las mujeres estaban sometidas a controles muy estrictos). Graeber sugiere que haríamos bien en invertir los términos del relato europeo convencional: los malata no surgieron porque se establecieran piratas extranjeros en la costa y tomaran esposas malgaches, sino porque las mujeres malgaches salieron a buscar hombres extranjeros con los que casarse". Los piratas, por su parte, consideraron que casarse con malgaches era una excelente solución al eterno problema del botín, ya que sus nuevas parejas podían deshacerse de los bienes robados, que de otro modo serían difíciles de trasladar.
Al parecer, este acuerdo permitía a las mujeres una gran autonomía. Como el marido pirata no tenía ninguna posición social y normalmente ni siquiera hablaba la lengua local, cedía casi todas las responsabilidades económicas y sociales a su pareja. Al casarse con un pirata, una mujer podía librarse de un plumazo del control de su familia y acceder a una posición de independencia económica, social y, al parecer, sexual, sin ningún pariente político a la vista. Los puertos y pueblos de la costa se convirtieron a veces en "ciudades de mujeres", donde el comercio y los contactos con el mundo exterior estaban controlados por una nueva clase de mujeres comerciantes, que "constituían la columna vertebral de esas comunidades... ninguna decisión importante podía tomarse sin ellas". Graeber cree que, al unirse a forasteros ricos y prestigiosos, las jóvenes malgaches vieron la oportunidad de "recrear la sociedad local" a su manera, "y eso es precisamente lo que consiguieron con la creación de las ciudades portuarias, la transformación de las costumbres sexuales y la promoción de sus hijos por parte de los piratas como nueva clase aristocrática".
¿Y Ratsimilaho, el esclarecido rey adolescente? Tras su investidura por consenso general como "jefe a perpetuidad" en Ambonavola -ocasión para el ritual de la pólvora, que era una mezcla de magia de guerra malgache convencional y brindis piratas con ron y pólvora-, se celebraron una serie de grandes reuniones públicas para decidir la forma de su gobierno. Ratsimilaho dejó que los jefes locales siguieran dirigiendo sus propios asuntos, interviniendo sólo para mediar en disputas o quejas. Sin embargo, en algún momento se desmantelaron las jerarquías aristocráticas de la costa y los diversos clanes locales se equipararon a los betsimisaraka. Allí permanecieron, socialmente igualados, mientras la mayoría se mantenía unida. A pesar de la herencia y la reputación del propio Ratsimilaho, los malata, las mujeres comerciantes y los piratas estaban prácticamente excluidos de su corte y sus deliberaciones. Pero llegó a acuerdos con ellos para que también pudieran mantener su posición sin interferencias. Por su parte, las malatas y sus ambiciosas madres continuaron el proceso de definirse a sí mismas como élite hereditaria foránea, evolución que finalmente disolvió la influencia del conservador Zafy Ibrahim sobre las mujeres. Aunque todo esto pueda parecer una forma poco rigurosa de dirigir un reino, durante los treinta años de gobierno, aproximadamente, sin intervención de Ratsimilaho, hubo una paz sostenida, los betsimisaraka se consolidaron como pueblo y la costa noreste quedó protegida de la esclavitud. Todavía se considera que fue una edad de oro.
La preocupación fundamental de Graeber es demostrar que la efervescencia intelectual del siglo XVIII nunca se limitó a los salones y cafés de las capitales europeas: también se hablaba de política, derechos y democracia en lugares muy distantes. Y en algunos de ellos -los barcos piratas, los asentamientos piratas y la sociedad costera malgache, por ejemplo-, las nuevas formas de organizar la vida social no eran meras cuestiones de debate especulativo, sino experimentos vivos y prácticos. Estas Libertalias reales pueden incluso que hayan supuesto una influencia significativa en lo que finalmente sucedió en aquellos salones: Graeber aporta abundantes pruebas de que se discutía enérgicamente sobre lo que hacían exactamente los antihéroes más infames de la época en sus reductos junto al mar.
Ampliar la visión para convertir a hombres como Ratsimilaho y Nathaniel North en los héroes de una Ilustración de contrabando constituye, sin duda, una emocionante subversión de la ortodoxia: una provocación útil de la historia desde abajo que muestra que la periferia se movía más rápido que el centro, como suele ocurrir. Pero Graeber va más allá. No se trata sólo de que deba enmendarse la historia de la Ilustración a fin de reflejar su verdadera complejidad, sino de que los enfoques convencionales de la historia global necesitan un profundo reajuste. Los malgaches no eran sólo los anfitriones rezagados de reinos piratas, imaginarios o no: se habían ocupado de sus propios experimentos políticos. No eran los piratas los que tomaban la iniciativa, ni siquiera sus hijos, sino los malgaches costeros que se habían implicado plenamente en un diálogo rico e íntimo durante muchos años con un variopinto grupo de forasteros de tierras lejanas. La Confederación Betsimisaraka debe considerarse un "experimento político proto-iluminista, una síntesis creativa de la gobernanza pirata y algunos de los elementos más igualitarios de la cultura tradicional malgache". Formaba parte de una red de comercio, política y folclore que se extendía por todo el planeta y convertía a los habitantes de la costa en "actores políticos globales en el sentido más amplio del término".
Asegurar el lugar de los malgaches del siglo XVIII en la historia de la Ilustración no nos exige demoler la historia de Europa. Cuando Joseph Needham mostró a sus lectores en inglés que la pólvora se había descubierto en China, no cambió ni un ápice la historia del uso de la pólvora en Europa, más allá de situarla sobre una base más precisa e interesante. Graeber observa que la "condena general del pensamiento de la Ilustración", de moda en algunos círculos, es "bastante extraña", dados los temas radicales de los pensadores de la Ilustración, la estrecha participación de las mujeres y el hecho de que muchas de las fuentes reconocidas de inspiración no eran europeas. Asumir que el chovinismo histórico de los europeos ha borrado siempre la aportación de todos los demás lleva a cabo ese borrado con gran economía: "Un libro de cuatrocientas páginas que ataca a Rousseau sigue siendo un libro de cuatrocientas páginas sobre Rousseau". Lo que hace falta es un cambio total de enfoque. No tanto la "descolonización" de la historia -una palabra insulsa e insuficiente, tomada del léxico de la oficialidad- sino una revolución en nuestra comprensión de su profundidad y amplitud. El mundo era mucho, mucho más grande que aquello que ocurría en París y Londres.
The London Review of Books, 30 de marzo de 2023