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26 Abril 2024, Puebla, México.

El relativismo de valores desde el manierismo hasta el postmodernismo

Universidades /Cultura | Ensayo | 25.JUN.2022

El relativismo de valores desde el manierismo hasta el postmodernismo

La diversidad de opiniones e ideologías, que casi siempre reaparece tras periodos de dogmas absorbentes, se hizo evidente a partir del Renacimiento, primeramente en el campo artístico y luego en el terreno de las convicciones intelectuales y religiosas.

LA DECLINACIÓN DE LOS MODELOS CLÁSICOS 

 

Entre el Renacimiento y el Barroco (sobre todo en la segunda mitad del siglo XVI) se halla la etapa del manierismo, que, sin producir las obras maestras de los otros periodos, ha engendrado arquetipos de gran persistencia para el arte y la literatura posteriores. El manierismo es difícil de definir claramente, pero puede ser calificado como una reacción al agotamiento de los paradigmas clásicos, ante todo en una época marcada por las guerras religiosas y la dilución de las seguridades provenientes de la Edad Media. Un testimonio de ello es la experiencia traumática de la naturaleza deleznable y efímera de los modelos clásicos. La serenidad y el equilibrio que se atribuía a las obras clásicas llegaron ser percibidos como una mentira cultural o como una simplificación de la compleja vida social.  

La armonía clásica fue vista como una máscara que revestía mal una realidad sórdida y desconcertante. El manierismo produjo un arte pesimista, que correspondía a la entonces novedosa idea  –propagada por el protestantismo luterano– de que Dios es la raíz de lo arbitrario y lo imprevisible. Este periodo manierista experimentó la consolidación de la autonomía de la esfera política y su separación definitiva de la ética, el surgimiento de los más diversos fenómenos de alienación, el individualismo extremo –el egocentrismo de intelectuales y artistas– y el relativismo de valores. A ello contribuyó la despersonalización de los vínculos humanos en los terrenos de la política y la economía.  

 

El impulso contraclásico (encarnado por los grandes pintores manieristas Parmigianino, Pontormo, Bronzino, Rosso Fiorentino, El Greco, Arcimboldi) es, sin duda alguna, importante: nos muestra la relación problemática que tenemos con nuestro propio yo, lo que hace avanzar nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos. Los artistas se esmeraron en mostrarnos lo irracional, lo enigmático, lo exagerado, lo problemático y hasta lo irreal de la naturaleza y de la sociedad. Al mismo tiempo la época manierista generó una ars combinatoria que abarcaba la alquimia lingüística y el culto de lo estrambótico y excéntrico, es decir algo muy similar a la época actual, pero lo hacía mediante obras de arte de carácter exquisito, lo que se manifestaba en el amor por los objetos bellos, exóticos, raros y curiosos.  

El manierismo es, desde luego, la primera consciencia crítica de las alienaciones modernas, pero precisamente estos fenómenos de extrañamiento promueven inclinaciones narcisistas. El amor narcisista, como afirma Arnold Hauser, no es un amor feliz.  

Simultáneamente uno de los grandes méritos del arte y la literatura manieristas ha sido tomar en serio la función social e intelectual del buen humor: este último nos proporciona la distancia y el sentido de proporciones que deberíamos emplear para juzgar los asuntos grandes y pequeños a los cuales nos enfrentamos diariamente. Hauser asevera que el buen humor –que es generalmente pacífico, paciente y antidogmático– nos puede conducir a comprender que muy a menudo lo trivial y lo trágico se combinan en una sola persona y situación. El humor puede constituir una fuente importante del espíritu crítico y pluralista, que, como siempre, ha sido algo escaso a lo largo de la historia universal. Al aguzar nuestro entendimiento de lo complejo, el manierismo modificó nuestra comprensión de los periodos de decadencia generalizada de un modelo civilizatorio y contribuyó así a percibir adecuadamente lo absurdo que casi siempre acompaña a la evolución humana. 

 

PARALELISMOS CON EL POSTMODERNISMO 

 

En las artes plásticas el manierismo terminó siendo un juego reiterativo. La similitud con el postmodernismo contemporáneo es fácilmente palpable. Por otra parte era innegable su potencial para suscitar algunas modestas perspectivas, que podemos calificar como novedosas, referidas al carácter primordialmente problemático del Hombre, que mezcla razón y sentimiento, cálculo y pasión, lógica y locura.  

Los artistas manieristas fueron los primeros que otorgaron primacía al propio arte por encima de la naturaleza; una actividad humana se emancipaba así de los modelos convencionales y consuetudinarios. Los pintores y los poetas de aquella época desarrollaron una consciencia orgullosa de su autonomía no solo frente a la naturaleza, sino ante las convenciones sociales y religiosas de su tiempo. Y, como dice Hauser, los manieristas aportaron su grano de arena al relativismo de valores, pero también a la separación de la política (y de otras actividades humanas) con respecto a la ética y a los códigos morales convencionales.  

Los productos del manierismo son a menudo fríos, pero de un acabado perfecto. Sus matices y proporciones rebasaban lo normalmente admitido. Sus inclinaciones sofistas, relativistas y subjetivistas han sido evidentes e intencionadas, pero, a diferencia de todas las corrientes postmodernistas actuales, el manierismo jamás renunció a la calidad exquisita de la ejecución técnica, al amor por el detalle desarrollado con virtuosismo y al designio de crear belleza genuina.  

No hay duda de la necesidad de los experimentos en el arte y las ciencias, sobre todo con la meta de alcanzar o conocer algo que vale la pena. Pero cuando la ciencia social, el arte y la literatura se transforman en algo muy artificial y artificioso, en pura extravagancia, en el intento forzado de mostrar lo ocultado por los poderes fácticos, lo profundo atribuido a las tradiciones populares y lo abstruso, pero pretendidamente valioso de los esfuerzos teóricos postmodernistas, entonces la propensión a lo anticlásico se convierte en un juego inofensivo, repetitivo y tedioso.  

El arte deviene un mecanismo de expresión de una fantasía ilimitada, a menudo sin control de calidad estética, un mero diseño metafórico: un arte que nace del arte y que se alimenta de sí mismo, siguiendo un ritmo hiperbólico que tiende rápidamente a la sobresaturación del observador y del mercado. Para nuestro propio desarrollo es indispensable reconocer el valor de algunos postulados manieristas: el mundo es un laberinto, la fantasía poética es tan enriquecedora como la mística religiosa auténtica y el raciocinio más elevado puede convivir con los afectos más extremos. El manierismo nos ha ayudado, finalmente, a comprender los fenómenos complejos, a afinar nuestra sensibilidad frente a lo misterioso y lo ilógico y a desarrollar nuestra paciencia frente a los dilemas de nuestra propia constitución psíquica. 

 

LA RECUPERACIÓN DE LA NOSTALGIA CRÍTICA 

 

El mundo del presente, marcado todavía por el relativismo de valores en la esfera moral y por el predominio del principio de eficacia en el campo de la economía, desprecia las normativas éticas y estéticas de pasadas generaciones.  

Lo dicho hasta aquí parece que corresponde a la dimensión del humanismo, que, según los postmodernistas, estaría ligado hoy al ámbito de la mera nostalgia, que es casi siempre la esfera de la caducidad. Pero hay que insistir en que la nostalgia posee una función eminentemente crítica, pues es la consciencia de la pérdida de cualidades y valores reputados ahora como anticuados (por ejemplo: la confiabilidad, la perseverancia, la autonomía de juicio, el respeto a la pluralidad de opiniones y el aprecio por el Estado de Derecho), que han demostrado ser útiles e importantes para una vida bien lograda.  

El rechazo de la nostalgia crítica conlleva el empobrecimiento de la existencia individual y social en nuestro siglo, posibilidad vislumbrada tempranamente por la Escuela de Frankfurt. El rescate de la nostalgia crítica está opuesto, por ejemplo, a la actitud predominante hoy en día en los campos académicos e intelectuales latinoamericanos, donde lo habitual es plegarse a la moda del momento con genuina devoción.  

Así como hace cincuenta años las diferentes variantes del marxismo constituían el credo único en ciencias sociales, hoy las distintas escuelas del postmodernismo, como la deconstrucción, el multiculturalismo y el relativismo axiológico, representan las corrientes obligatorias de la época, que las personas astutas hacen bien en seguir mansamente. Hemos cambiado un dogmatismo por otro, no menos asfixiante que el anterior. Al igual que en otros tiempos, lo necio y lo irrisorio sería estar fuera de la ortodoxia de turno. El renacimiento del humanismo puede ayudarnos a modificar esta constelación, contribuyendo a crear una consciencia crítica de problemas.  

Según Isaiah Berlin, cada nueva generación se hace las mismas preguntas, que no pueden ser contestadas mediante un concepto restringido de razón instrumentalista o por medio del impulso que niega los grandes dilemas de la actualidad como si estos últimos fuesen solo ocurrencias metafísicas. Estas cuestiones de naturaleza humanista giran, por ejemplo, en torno al sentido de la vida, la configuración de una existencia bien lograda, el contenido de conceptos como libertad, autoridad y obligación, la voluntad histórica de una comunidad, los vínculos entre individuo e institución y la compleja relación entre poder, eficiencia y orden. La pregunta de si el desenvolvimiento histórico tiene un sentido no puede ser respondida directa y fácilmente. Un caso similar es la cuestión en torno al éxito o fracaso de los procesos de modernización en el Tercer Mundo.  

Estos problemas ─como el precio ecológico que hay que pagar por el progreso material─ pertenecen al género de las grandes cuestiones recurrentes a lo largo de la evolución humana, como la plausibilidad del vínculo entre fe y razón o el sentido último de nuestra existencia, cuestiones que admiten variadas interpretaciones, todas ellas, en el fondo, insatisfactorias. Este carácter deficitario de las actividades teóricas –no hallar soluciones definitivas– es, paradójicamente, uno de los elementos más importantes y progresistas de la creación humana. La diversidad de opiniones e ideologías, que casi siempre reaparece tras periodos de dogmas absorbentes, se hizo evidente a partir del Renacimiento, primeramente en el campo artístico y luego en el terreno de las convicciones intelectuales y religiosas. 

 

EL TEOREMA DEL SENTIDO COMÚN GUIADO CRÍTICAMENTE 

 

Las ciencias sociales tienen que esbozar una respuesta, por más provisional que sea, a los anhelos de extensos grupos de la población y de innumerables individuos aislados que desean saber si tal o cual experimento sociopolítico ha sido realmente provechoso en la perspectiva de largo plazo y si vale la pena imitarlo en otros países y otras regiones. Esta respuesta solo es posible si está respaldada por principios éticos y reflexiones estéticas. Por eso la breve crítica al manierismo, al surrealismo y a tendencias similares esbozada en este texto.  

La estética –la teoría en torno a las proporciones– tiene la función básica de mostrarnos la necesidad de la proporcionalidad de los medios en las actividades socio-políticas. Para cumplir este objetivo necesariamente hay que emitir un juicio valorativo orientado por principios humanistas, y para ello el sentido común guiado críticamente puede resultar un instrumento adecuado. Este concepto alude de manera manifiesta a la Escuela de Frankfurt, y dentro de ella a autores tan dispares como Theodor W. Adorno, Erich Fromm y Jürgen Habermas. El sentido común crítico se basa asimismo en la llamada Ilustración Escocesa y la ética de la responsabilidad de Hans Jonas. Esta posición está contrapuesta a la vigorosa corriente actual que proclama categóricamente la necesidad de la contingencia, la relativización de la democracia y otros postulados del postmodernismo. Los pensadores marxistas no han generado una reflexión aceptable en torno a los temas del sentido común y del humanismo contemporáneo, que son el examen del fin último de todo designio político, la proporcionalidad de los medios en la esfera práctico-política, la crítica de las implicaciones socio-culturales y ecológicas del progreso perenne, la comprensión de las limitaciones de la especie humana para entender contextos muy complejos y la preservación de nuestro planeta a largo plazo.  

No hay duda, por otra parte, de la calidad y profundidad del pensamiento de Antonio Gramsci, quien se ocupó largamente del sentido común en la praxis socio-política, pero este gran ideólogo no aplicó una especie de sentido común a temáticas esenciales de su época, como las estructuras internas de los partidos comunistas, los nexos asimétricos de los mismos con la Unión Soviética, la necesidad de rescatar la democracia representativa pluralista y la mentalidad autoritaria prevaleciente dentro de los partidos de izquierda. 

El tipo actual de progreso amenaza con erradicar toda conexión con nuestro pasado y, por consiguiente, destruir todo factor de identificación con tradiciones que contienen elementos razonables y que nos brindan un sentido de pertenencia a aquello que significa identidad para nosotros.  

El desarrollo del presente se basa, según Odo Marquard, en el “mono-mito” por excelencia: desde la Ilustración del siglo XVIII se ha consolidado el mito del progreso incesante, que nos compele a una única evolución histórica, lo que conlleva la eliminación de la pluralidad de las historias particulares. El mundo está sometido al juego de la intensificación permanente. El aumento de todos los índices y el culto del incremento de todas las actividades constituyen el mínimo común denominador de las sociedades contemporáneas. Podemos decir que el análisis del mono-mito resultaría un ejercicio teórico inofensivo si no se hubieran exhibido de forma evidente en el siglo XX las consecuencias negativas de la concepción del progreso permanente, como ser la destrucción del medio ambiente, la explosión demográfica, el acondicionamiento de las consciencias y el consumismo masivo.  

La postulada disolución del sujeto no genera un acceso más democrático o más plural a los ámbitos del conocimiento, del arte y de la política porque no produce la actitud clásica del asombro ante el mundo circundante, que es, después de todo, la precondición para comprender adecuada y creativamente nuestro entorno. 

Para concluir me adhiero a una aseveración de Hans Magnus Enzensberger: el ensayo como género –que es lo que yo trato de practicar– pertenece a los casos excepcionales de la literatura y la filosofía, pues es difícil de clasificar y no tiene un gran público. Pero precisamente esto le brinda una cierta libertad de acción y asociación. Al ensayo siempre le han faltado la certidumbre de un dogma y la seguridad de una fe.  

Este género posee en cambio la facultad de fomentar viajes de exploración intelectual, lo que lo aleja de la pretensión de querer tener la razón en cada caso. Pero al mismo tiempo no podemos renunciar a proponer un “ideal cívico para el hombre democrático”, pues la filosofía no debería dejar de lado su misión de esbozar una orientación moral e intelectual –por más precaria que fuera– a la sociedad de su tiempo. 

 

C. F. Mansilla 

Miembro de número de la Academia  

de Ciencias de Bolivia 

[email protected]

Articulo original en: https://elementos.buap.mx/post.php?id=702

 

 

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