Sociedad /Política /Gobierno | Crónica | 20.MAY.2021
En busca del señor Jenkins: para entender el poder oligarca en Puebla
Mundo Nuestro. Andrew Paxman escribió En busca del Señor Jenkins. Dinero, poder y gringofobia en México (Debate/CIDE, México, 2016) y logró con ese libro el retrato histórico más certero que se conozca sobre el capitalismo en Puebla y sus actores principales. Como lo expresa el título de esta crónica-reseña de Sergio Mastretta, es una semblanza de los fundamentos del poder económico y político en el siglo XX poblano, una historia del poder oligarga que bien vale atender si se quiere entender a cabalidad la disputa por el dinero de la Fundaciòn Jenkins en esta opereta que encabeza la familia del mayor de los caciques que ha logrado generar nuestra sociedad: el Gringo Jenkins.
La fotografía de portadilla es del fotógrafo mexicano Héctor García, y fue tomada en Atencingo el año de 1965.
En busca de nuestra propia historia, una que deje de mirarnos a retazos y nos contemple enteros, que se atreva a mirar de largo un siglo. Me pregunto si es posible hacerlo a partir de la vida del hombre cuya existencia mejor explica esta oligarquía que ha gobernado a saltos, sí, asaltos, de gobernadores desde hace más de ochenta años en Puebla, pero que no hemos aprendido a ver sino a retazos de una gran pieza de tela ajada que nadie reconoce como propia.
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“Es creencia del propio testador que nadie, con capacidad para trabajar, debe gastar dinero que no haya ganado con su propio esfuerzo… Y que no es su voluntad dejar a sus hijos riquezas y fortuna…”
Eso leyó el Notario 13 de la ciudad de Puebla algún día de noviembre de 1958. La voluntad de William O. Jenkins, quien ganó para sí igual el apelativo de Don Guillermo, el filántropo de los clubes Alfas, que el de gringo pernicioso, explotador de indios en Matamoros, y que llegara a Puebla en 1905 para convertirse, cincuenta años después, en el más acaudalado empresario del capitalismo salvaje que ha identificado al México moderno.
Y con esa lectura dio paso aquel notario al testamento en el que nuestro magnate confirmaba que su fortuna entera pasaría a la Fundación Mary Street Jenkins creada cuatro años antes, la organización de asistencia que hasta el 2014 ha administrado la mayor concentración de dinero lograda en la historia del capitalismo en Puebla, y digo al 2014, dado que no es claro su destino si nos asomamos al pleito que traen sus des-heredados tras la denuncia de uno de ellos, William Jenkins Landa, en el sentido de que su padre y sus hermanos se han llevado los millones del viejo a algún paraíso fiscal en las Bahamas.
Sí, el nieto-hijo de Jenkins, William Jenkins Anstead, Bilito, padre del denunciante, casado ese mismo 1958 en junio y con flores, inciensos y cirios en la catedral metropolitana por el arzobispo de la ciudad de México Miguel Darío Miranda con Elodia Sofía de Landa Irízar, nieta de uno de los derrocados por la revolución, Guillermo de Landa y Escandón, alcalde de la capital y uno de los más ricos del México de Don Porfirio, y en presencia de los apellidos industriales, comunicadores, financieros y cerveceros Sáenz, Azcárraga, Ugarte, Sánchez Navarro, y los poblanos y nada rancios y sí posrevolucionarios Espinosa Iglesias, Alarcón y O´farril; la boda que al final de su vida le daba al viejo magnate norteamericano la aceptación formal en lo que el diario El Universal denominó para identificar a los asistentes como “la aristocracia mexicana”; la boda del hijo-nieto que cincuenta años después de la muerte del testador ha controvertido el testamento y, al parecer, violado abiertamente las leyes que rigen a las instituciones de asistencia privada.
Y ni quien se atreva a averiguar en qué acabará esa tormenta –y el destino de 750 millones de dólares-- en Puebla, pues queda claro que aquí los gobiernos todavía conservan los modos irascibles y despóticos del dictador Maximino.
Pero más claro es que la disputa por esos recursos no puede ser vista por las autoridades como un mero asunto de particulares. Este libro prueba justamente que lo que haya pasado por la cabeza de William Jenkins donador de su fortuna a los pobres del estado de Puebla tenía que ver con esa frase que apuntó en su testamento: nadie debe gastar dinero si no lo ha ganado con su propio esfuerzo.
¿Y qué esfuerzo hizo Jenkins que lo llevó a acumular al menos 80 millones de dólares para ese 1958 en un país todavía reconocido entonces en los discursos de los presidentes como de régimen revolucionario? (Suena increíble, pero López Mateos calificó en un discurso a su gobierno como de “extrema izquierda dentro de la Constitución”, sí, justo el que reprimió con el ejército y echó a la calle a 10 mil ferrocarrileros irredentos en 1959.
Esa interrogante es la que responde Andrew Paxman al salir en búsqueda del Señor Jenkins.
Los viejos cines Coliseo y Variedades. Desde esa 2 Poniente poblana arrancó la carrera hacia el monopolio de Jenkins en la industria cinematográfica en México.
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Historia, ¿para qué?, podemos preguntarnos.
Y ya más certeros: dinero, explotación del trabajo de los otros, creación de capital… ¿para qué, al final de la vida de un hombre?
“La riqueza no es lo que vistes –dijo el Gringo Jenkins a Jane, la más testaruda de sus cinco hijas--, es lo que tienes dentro de ti, lo que mantienes en tu cabeza…”
¿Y qué tenía dentro de sí este hombre, con qué retazos armaba su propia historia?
¿Por dónde empezar la lectura de la vida de un hombre que, querámoslo o no, determinó el destino de una sociedad entera?
¿Mirarlo ahí, al final de su vida, en 1962 tal vez, todas las tardes, en la soledad de ese rincón del panteón francés que ha comprado con su dinero, con el Packard estacionado a la orilla de lo que todavía nadie llama la 11 Sur, en una banca construida para él, a los pies de la tumba de su mujer Mary, a la que no acompañó a buen morir quince años antes y a la que le cuenta historias y le llora arrepentido?
¿O mirarlo cincuenta años antes, allá por 1915, ya cuando ha ganado con la bonetera Corona su primer millón de dólares en el próspero negocio de los calcetines para tanto muerto que está dejando la revolución, pensar si tendrá sentido ir al pleito en los tribunales para obtener justicia y cobrar la hipoteca de alguna de las plantaciones de caña que una viuda de hacendado quebrado le ha dejado en prenda, o mejor, como ya lo ha probado en esos años de guerra, de plano comprar al juez aunque eso no sea para sus principios una norma moral muy alta, pero sí una cuestión de vida o muerte, como le dirá en algún momento a un amigo?
“De nada sirve recurrir a los tribunales para obtener justicia; tienes que comprarlos.” ¿De cuántos retazos así acumuló su capital Don Guillermo?
¿Mirarlo llegar dando tumbos al cascaron rumboso de Atencingo para recorrer a caballo la plantación cañera que reproduce los campos algodoneros de su natal Tennessee, y escuchar el reporte del administrador de hierro que tiene en el gallego Manuel Pérez, y voltear a otro lado impávido ante la reseña de la última matanza que deja esa guerra agraria que lo perseguirá todo el tiempo en el que él, para la historia nuestra, es el terrateniente más poderoso y brutal del México revolucionario, y pensar para sí que no ha tenido otro camino que estar demasiado cerca de Maximino, pero que si se trata de que se repartan las tierras mejor que repartan la de otro y no las suyas?
¿O mirarlo en la butaca del cine Variedades en 1940 destemplarse a carcajadas con Ahí está el detalle de su amigo Cantinflas, dejando por lo que dura la película los conflictos por el control de la industria cinematográfica de la que será al final de la década el propietario casi absoluto con los implacables y jóvenes y sin escrúpulos Alarcón y Espinosa Iglesias?
¿O mirarlo meditar la respuesta al interrogante que le ha planteado algún amigo frente al tablero de ajedrez en una tarde de 1955 en el balcón que domina la bahía desde su casona en Acapulco --¿Es verdad que el dueño del Banco de Comercio es Espinosa Iglesias?--, y responder después con la misma parsimonia con la que desplaza el alfil sobre el peón de su enemigo: “Sí, pero yo soy el dueño de Espinosa Iglesias…”?
Son algunos retazos del capitalismo mexicano representado por Guillermo Jenkins: textilero en 1908, agiotista implacable en la revolución, terrateniente y traficante en la cúspide del agrarismo zapatista, magnate de la edad del oro y de la eterna crisis del cine mexicano, propietario mayoritario del segundo banco en el México del desarrollo estabilizador.
¿Qué retazos son estos en la vida de un hombre al que nadie llamará nunca mexicano, que siempre será el Gringo o Don Guillermo, los dos extremos al que lo arrojará la historia que terminará con su propia tumba y por su gusto en el Panteón Francés?
Andrew Paxman logra con esta historia del Gringo Jenkins que de un jalón, porque así se lee esta biografía—repasemos los modos y los usos del poder en la sociedad poblana que brotó de una guerra civil. Porfirio Díaz, Madero, Huerta y la guerra, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas, Ávila Camacho, Miguel Alemán, Ruiz Cortínez, López Mateos, once presidentes enteros para asimilar, moldear, generar y dominar en ese abigarrado capitalismo mexicano de pistola y jueces en la cintura y en la cartera, regenteado por generales y jefes máximos y licenciados con los que él y decenas de magnates como él trataron y construyeron ese imperativo simbiótico, dice Paxman, esa simbiosis de conveniencia, esa radical alianza entre el Estado y el capital que desde sus gobiernos y sus monopolios –y por la vía de la sujeción del voto, la represión de las huelgas, el asesinato quirúrgico y la manipulación clerical de las conciencias, pavimentaron el camino a la perpetuación de las desigualdades que caracteriza a México.
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Porque ahí define Paxman su principal acercamiento a la figura de nuestro gringo viejo Jenkins: no es distinto de los magnates mexicanos de la época, por la manera de hacer negocios, por el uso de prestanombres, por la protección política de presidentes y gobernadores que los acompaña, por los líderes sindicales que tienen en la nómina, por la justicia que sin remordimientos han comprado, por los sicarios cuando son necesarios, por la bendición de los curas y su filantropía con la que encierran su mala conciencia.
Y desde ahí, muy al principio de su narración, el historiador periodista que es Paxman planta su raya contra el hígado, al menos el mío, de los poblanos.
Su objetivo es entender al poderoso como ser humano, no verlo en blanco y negro y desde la óptica de quienes en esta historia han tomado partido. Y a lo largo de toda la narrativa desplegada cronológicamente en las seis décadas mexicanas del magnate que nunca quitó de su pasaporte norteamericano su identificación como “granjero”, aun cuando ya era el propietario mayoritario del Banco de Comercio, el historiador Paxman desbrozará el denominador común: la gringofobia como un componente de la retórica izquierdista o nacionalista que igual alentaron los carrancistas que los zapatistas y los lombardos toledanos y los pregoneros de los gobiernos priistas y sobre cualquiera de ellos la llamada prensa sensacionalista en búsqueda del que en cada coyuntura tiene que pagarla.
No es un libro, entonces, que arroje a la leña el despojo del gringo depredador que tenemos en la memoria. Es un libro que sí se asoma al horizonte de una figura desde cualquier perspectiva extraordinaria y de la que no es sencillo no caer en sus valores extremos: del hacendado capitalista de la posrevolución que fincó su primer gran capital en la explotación sanguinaria y despótica de la plantación de 90 mil hectáreas que llegó a tener en los valles de Izúcar –23,500 de ellas de riego-- al filántropo cuya fundación invertiría entre 1958 y el 2015 más de 150 millones de dólares en obras públicas.
En medio de todo ello está la genialidad de un tipo que logró construir una red de relaciones que le permitieron como empresario sobrevivir una guerra civil y un movimiento de masas usando todas las reglas del juego que encontró en la cancha (de tenis, diría él) mexicana: el soborno y el crimen, pero también la inventiva y la innovación tecnológica (esa frase del Tec de Monterrey nunca la hubiera utilizado), el arrojo y la iniciativa para cambiar el rumbo según la coyuntura, la astucia y el conocimiento de las veleidades del corazón humano, y el trabajo como burro desde las seis de la mañana.
Todo eso se resume al final en una gran capacidad para integrarse a la élite más conservadora de los gobiernos de la revolución mexicana.
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Qué difícil es ser objetivo en esta historia, si eres periodista como yo, si eres nieto del que fuera uno de los mejores amigos del gringo, mi abuelo Sergio, si tienes ojos para ver lo que ha representado en esta historia Manuel Espinosa Iglesias. Y los gobernadores que con uno y otro en casi cien años se sentaron en su mesa.
Y los perdedores, porque el libro despliega un rosario de personajes atractivos por donde se les mire, empezando por los porfiristas tronados por la revolución: los Condes, Díaz Rubín, De la Hidalga, la hacendada Rosalie Evans, una viuda norteamericana en Izúcar asesinada en su calesa por una guerrilla zapatista. Y los trágicos, sin duda: como los asesinados como el cinematógrafo Cienfuegos o la agrarista de Chietla, Doña Lola, o el propio Carranza, o las hijas alcohólicas del propio Jenkins. Y en un extremo, la enfermiza y abandonada Mary Street.
Y por su complejidad y seductora ruindad: el administrador de Atencingo Manuel Pérez, La Avispa, como le llamaban los cañeros, español estricto, experto agrónomo y solvente exterminador de agraristas a través de guardias blancas; y nuestro tirano primigenio, Maximino, criminal en su populismo nacionalista de caricatura; y el financiero Espinosa Iglesias, astuto y voraz en sus ansias de reconocimiento, modelo perfecto para terminar con su nombre en una estación de metrobús.
El libro quiere ofrecer una perspectiva objetiva, no quiere presentar un Jenkins blanco o negro, villano o filántropo. No basta para entenderlo una visión simplista, dice Paxman. Quiere responder a la pregunta más elemental: ¿quién fue Jenkins? Y sobre todo, ¿qué sociedad lo produjo?
Y esa será la principal insistencia de Andrew Paxman: más allá de ser un gringo, Jenkins representa lo que ha sido la relación simbiótica entre los políticos y los empresarios en el capitalismo mexicano. Y que si queremos entender quién fue Jenkins bien haremos en investigar y conocer a fondo la sociedad mexicana que se construyó sobre todo a partir de la derechización del régimen priista que le siguió a Cárdenas y que tuvo en la relación Jenkins-Maximino su primer capítulo.
Porque son los políticos como Maximino Ávila Camacho los que ayudan a entender la figura de William Jenkins.
Y los crímenes sin límite que se produjeron en Puebla para enfrentar el auge del movimiento de masas campesinas y obreras que en los veintes y treintas se levantaron para obligar a los gobiernos de la revolución a cumplir con sus promesas.
¿Fue responsabilidad de Jenkins el cacicazgo avilcamachista que, afirma Paxman se estiró hasta 1969, y que yo contemplo bien definido en sus caracteres principales en tipos como Mario Marín y Rafael Moreno Valle? Elemental pregunta.
¿Hubiera logrado Jenkins el control que tuvo de la caña de Izúcar y los cines en México sin la figura de Maximino? ¿Y si Cárdenas hubiera dado la estafeta a Múgica y no al moderado Manuel Ávila Camacho se habría despachado la industria cinematográfica en los cuarenta?
Entendida así desde Puebla, la alianza Jenkins-Maximino representa la mejor expresión de la derechización de la política nacional en la que el país se sumerge desde 1940, y de la que no ha salido.
El cacicazgo tuvo su secuela para nosotros. Dice Paxman sobre lo acontecido entre 1935 y 1965:
“El estancamiento económico se debió en parte al estancamiento político. La política se anquilosó durante el feudo de Ávila Camacho, que obstaculizó el debate y produjo gobernadores ineptos o complacientes. La camarilla le debió su durabilidad a patrocinadores retrógrados como Jenkins.”
“Ustedes no tienen idea de lo que fue el avilacamachismo”, nos decía Ángeles Guzmán, mi mamá, en aquellos años setenta de nuestras juventudes a sus hijos discutidores de las desgracias echeverristas.
No tenemos idea de lo que fue la persecución asesina de los sindicatos rojos. Al menos veinte líderes asesinados entre 1938 y 1940. A la casa de los líderes acribillados como Leobardo Coca llegaban las coronas de pésame que enviaba Maximino antes de que la familia se hubiera enterado del crimen.
Ella nació en 1924, hija de uno de los amigos íntimos de Jenkins, uno con el que el gringo no hizo negocio alguno, que yo sepa. Vio de cerca a esa camarilla, y simplemente nos decía, “ustedes no tienen idea…”
Portada de una revista en los años cincuenta...
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Qué idea tenemos hoy de nosotros mismos. La historia más cercana es la que más llenamos de retazos y sin acomodo alguno.
El libro de Paxman me obliga de entrada a enfrentar nuestra propia, necesaria, búsqueda.
Lectura en dos tiempos: México y EU, dependencia y sobrevivencia de dos mundos en indisoluble contradicción. Pensemos en Izúcar de Matamoros.
En 1916 la revolución que lleva primero que nada a la recomposición de las élites en el poder. Jenkins, los generales revolucionarios, el porfirismo sobreviviente, la nueva clase empresarial, todo ocurre al tiempo de que se produce una enorme transferencia de tierras que en Puebla y en Matamoros no van a dar a las manos agraristas sino a las del gringo agiotista que antes que cualquier cosa quiere ser granjero. Seguirán más de veinte años de lucha sangrienta para que al final Cárdenas termine de repartir los campos cañeros, y aun así Jenkins se queda con 2,600 hectáreas prestanombres de por medio.
La mirada larga entonces.
La revolución que sí fue: el reparto de tierras (pensar aquí en la multitud de "nuevo centro de población" en las regiones de las haciendas: Izucar, Texmelucan, Tecamachalco, Serdán).
La revolución que no fue: el Estado empresarial conservador representado por Maximino y después por los presidentes Manuel su hermano y Alemán el primer civil. En la coyuntura de 1936, el ascenso de Maximino y la derrota de Bosques, preludio de lo que vendría con MAC y Miguel Alemán: la alianza entre los políticos priistas y los nuevos empresarios pasa por el financiamiento de las campañas de los Ávila Camacho, con una perla de Paxman en el libro: el dinero de Maximino lavado por Jenkins en su cuenta de Estados Unidos (250 mil dólares) y la frase del magnate: “A veces pienso que mis relaciones con el gobernador pueden ser demasiado cercanas.”
Pero Jenkins llorará al firmar el acta de expropiación. A pesar de que no perdió el control de la producción, de que no les dejó a los agraristas la totalidad de las tierras. Y de que controló el ejido por varios años más a través del hierro de Manuel Pérez, y de que pudo mantener la venta de alcohol y azúcar para el mercado negro sin ninguna restricción del gobierno en todos los años que duró la segunda guerra.
“Salí triunfando”, diría tiempo después.
La gran perdedora, la luchadora agrarista Dolores Campos, Doña Lola, exilada en Morelos, asesinada en 1945 cuando ingenuamente regresó un día a su tierra en Chietla.
Ahora estamos en el 2016, Estados Unidos gana Trump, y pone en jaque a millones de migrantes que en el norte encontraron la válvula de escape a la miseria y el fracaso de la revolución campesina de cien años antes. Chietla y la región cañera. Qué ocurre ahí cien años después. El monocultivo perdura y el control del sistema productivo sigue en manos del ingenio, hoy en manos de una empresa de Sinaloa. Jenkins ahora se revuelve sobre su tumba. Mientras, la región de Matamoros recibe en remesas de migrantes 274 millones de dólares entre el 2013 y el 2016, mucho más de lo que el Estado mexicano otorga en presupuestos municipales y programas contra la pobreza en la Mixteca.
La mirada larga: ¿qué fue de la región cañera? El monocultivo como condición principal de los procesos económicos de la región.
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El imperativo simbiótico, la simbiosis de conveniencias, los hombres del dinero y del poder son uno mismo, insiste Paxman, una perspectiva que bien ayuda a realizar otras preguntas mucho más cercanas a nosotros:
¿Qué hacer con la Fundación Jenkins? ¿Cuándo empieza a ser público ese recurso en manos de una organización de asistencia privada reglamentada en la ley?
¿Vale lo dicho por aquel estudiante en 1963 que estableció que los recursos de la Fundación para la construcción de Ciudad Universitaria tenían como fuente el trabajo de miles de trabajadores de la caña que durante dos décadas permanecieron prácticamente acasillados en el ingenio de Jenkins?
Dicho de otra manera: ¿por qué Don Guillermo decidió donar su fortuna para los pobres en el estado de Puebla?
¿Qué pensaría él frente al uso político que le han dado a su donación primero Espinosa Iglesias y ahora sus des-herederos?
¿Y qué vínculo tiene ese uso con los grupos de poder en Puebla? ¿Qué papel han jugado los gobernadores en este proceso? El conflicto por sus recursos que ahora tiene enfrentados a los descendientes de Jenkins es meramente un pleito entre particulares? ¿Qué papel ha jugado en esto el gobierno de Rafael Moreno Valle?
Y por esa vía nuestros actuales Maximinos:
¿Representa Moreno Valle una extensión tardía de esos usos y costumbres por los que los gobernadores de entonces se identificaron? Para ejemplo el uso de jueces y ministerios públicos y congreso estatal para criminalizar la protesta social y encarcelar opositores.
¿Y Piña Olaya, Bartlett, Melquiades y Marín? ¿A quién le aprendieron las mañas para convertir una expropiación con causa de utilidad pública en las Cholulas en el más descarado proceso de especulación inmobiliaria que recuerde la historia de Puebla?
¿Quiénes han sido los Jenkins con los que los gobernadores recientes han hecho negocios en Angelópolis y sus Lomas?
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Cuántas preguntas por responder en busca del Señor Jenkins.
Un libro tan necesario y tan nuestro.