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5 Mayo 2024, Puebla, México.

En busca del tiempo retenido: las fecundas huellas de la memoria / Revista  Elementos BUAP

Salud y enfermedad | Crónica | 25.ABR.2024

En busca del tiempo retenido: las fecundas huellas de la memoria / Revista Elementos BUAP

José Luis Díaz Gómez
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Las huellas son vestigios que se imprimen y se conservan en múltiples materiales y objetos como marcas temporales de ciertos eventos y procesos. Cráteres en la Luna, estratos geológicos, círculos concéntricos en troncos de árboles, cicatrices en seres vivos, huellas de pies en la tierra o la salida de obreros filmada por los hermanos Lumière en 1895 son señas efímeras o persistentes de sucesos recientes o remotos. Para averiguar la génesis y el devenir de su objeto de estudio, varias ciencias físicas, como la cosmología y la geología; ciencias biológicas, como la filogenia y la paleontología, o ciencias sociales, como la arqueología y la historia, dependen de la interpretación acertada de trazas, restos y artefactos. Estas huellas son evidencias palmarias de eventos ya extintos, pero la memoria es muy especial porque sus huellas cerebrales están ocultas y la neurociencia cognitiva trata de dilucidarlas a partir de sus manifestaciones psicológicas y conductuales. Además, lejos de ser inertes, estas huellas son estelas vivas y creativas que contribuyen al ajuste y expresión del organismo.

     Al nacimiento, el cuerpo y su cerebro vienen provistos de una estructura morfológica y una potencialidad funcional determinadas por la evolución de la especie y la amalgama de los gametos paterno y materno en un cigoto. Durante el desarrollo del organismo sufren cambios y modulaciones causados por las experiencias, los aprendizajes y las prácticas que van conformando a un individuo singular.

     La evolución, la herencia, la experiencia y el aprendizaje confluyen de tal suerte que el cerebro, órgano genéticamente habilitado para aprender, retoca su expresión heredada, pues muchas vivencias, instrucciones o adiestramientos del individuo dejan huellas que condicionan su capacidad funcional y su conducta, moldeando así su identidad. Esta incorporación plantea una incógnita científica fascinante, ardua y decisiva: ¿en qué consiste exactamente la huella que deja la experiencia en un cerebro y se manifiesta en las funciones de su memoria que son cruciales para determinar su comportamiento, su identidad y su devenir?

     A finales del siglo XIX la posibilidad de cambios cerebrales en respuesta al medio fue prevista por Santiago Ramón y Cajal en términos morfológicos de contactos neuronales y por William James en términos funcionales. Ambos sabios adelantaron la noción de este potente órgano como un sistema maleable que se organiza en función del tiempo y la experiencia. El término “engrama” fue sugerido en 1904 por el naturalista alemán Richard Semon, quien tomó del griego la palabra gramma (letra) para denominar a la huella de una experiencia que se inscribe en “la sustancia irritable del cerebro”. Semon subrayó además la capacidad de las sensaciones para recuperar información almacenada en la memoria y denominó ecforia a este evento. El ejemplo paradigmático es el del protagonista de En busca del tiempo perdido, pues el sabor de una magdalena le evoca una remota escena que da pie al inmenso y aclamado relato que Marcel Proust forjó entre 1908 y 1922.

     A partir de entonces las ciencias del cerebro se han abocado a identificar qué es y dónde está el engrama o huella cerebral de un ítem particular de información almacenada. El empeño de esta indagación −que algunos han denominado “el Santo Grial de la neurociencia”− es transcendental porque un evento consciente, como es el recuerdo, tiene una contraparte neurofisiológica, un evento físico. Se trata de un tema nodal y concreto del milenario problema mente-cuerpo, tal y como certeramente lo especificó el filósofo francés Henry Bergson en su libro Materia y Memoria de 1896.

     En los años 30 y 40 del siglo XX, dos investigadores de tradiciones distintas, Karl Lashley y Wilder Penfield, generaron datos aparentemente contradictorios sobre la localidad cerebral de ciertas memorias. Después de realizar diversas ablaciones quirúrgicas de partes del cerebro en ratas para analizar su papel en el aprendizaje de un laberinto, el psicólogo estadounidense Karl Lashley afirmó que esta memoria tendría una extensa base nerviosa porque obtenía una reducción del aprendizaje proporcional a la cantidad de tejido destruida, mas no a su localidad. Otras teorías y evidencias posteriores también favorecieron que la memoria está distribuida en el cerebro. Por ejemplo, desde los años 70, Mark Rosenzweig y sus colaboradores mostraron que, si se comparan los cerebros de ratas que viven solitarias con los de otras que conviven en grupos, con acceso a ruedas de ejercicio y otros aditamentos en un ambiente enriquecido, estas últimas desarrollan cerebros más pesados, cortezas sensoriales y motoras más gruesas, mayor número de sinapsis y mayor concentración de ciertos neurotransmisores como la acetilcolina. Por su parte, la hipótesis holográfica de Karl Pribram, discípulo de Lashley, sugirió en los años 70 que la memoria se representa en el cerebro en forma paralela a los hologramas, donde cada sección puede codificar y recrear la información de la totalidad.

     Por otra parte, varios neurofisiólogos han favorecido una localización cerebral de las memorias. Evidencias experimentales muy importantes fueron obtenidas en la década de los años 40 por el neurocirujano canadiense Wilder Penfield al estimular con electrodos puntuales diversas partes de la corteza cerebral en pacientes despiertos sometidos a neurocirugía. Estas investigaciones clásicas definieron los mapas u homúnculos sensorial y motor del cuerpo en los lóbulos parietal y frontal respectivamente. Penfield descubrió además que la estimulación de puntos del lóbulo temporal provocaba recuerdos muy vívidos de experiencias previas, como si se reactivara su huella en el sector estimulado. Los estudios posteriores indicaron que la memoria episódica, los recuerdos de la propia vida, depende crucialmente de las estructuras mediales del lóbulo temporal del cerebro que incluyen al hipocampo, la arcaica zona de la corteza cerebral cuya forma le evocara un caballito de mar a San Isidoro de Sevilla.

     En los anales de la neuropsicología destaca el caso de H. M., cuyos hipocampos cerebrales fueron extraídos quirúrgicamente en 1953 para tratar una epilepsia grave. El paciente fue larga y sagazmente estudiado por Brenda Milner, neuropsicóloga canadiense que ahora tiene 105 años. Si bien se curó de la epilepsia, H. M. perdió la capacidad de formar memorias a largo plazo, en especial de hechos, nombres o imágenes propios de la memoria declarativa, lo cual constituye una amnesia anterógrada: la incapacidad de recordar eventos a partir de una lesión. Sin embargo, otras funciones cognitivas y recuerdos previos a la operación permanecieron intactos. De este y otros casos se derivó que el hipocampo es necesario para la formación de memorias a largo plazo a partir de las de corto plazo, pero que no es lugar de almacenaje y no participa de la memoria de procedimientos. En la neurología se conoce que la falta de irrigación sanguínea del hipocampo produce una amnesia global transitoria durante la cual el paciente desconoce su paradero y pregunta de forma característica: ¿dónde estoy? La evidencia más reciente indica que las memorias episódicas requieren de una plasticidad veloz en el hipocampo y gradualmente se consolidan en redes de la neocorteza. También se sabe que el lóbulo frontal del cerebro interviene en la adquisición, la codificación y la recuperación voluntaria de experiencias pasadas y su ubicación en el tiempo.

     En 1971, el neurocientífico londinense John O´Keefe descubrió que algunas células del hipocampo se activan cuando la rata estudiada se encuentra en cierta localidad de un laberinto que ya conoce y las llamó neuronas de lugar. Estas células probablemente forman parte del engrama y la representación cognitiva del laberinto en la rata. En 2005, los esposos May-Britt y Edvard Moser en Noruega identificaron neuronas en la región vecina de la corteza entorrinal que generan un sistema de coordenadas necesario para hacer camino en un espacio. Es probable que las nociones o sensaciones de espacio y de tiempo se procesen inicialmente en diferentes redes de neuronas, pero sus señales convergen en el hipocampo para establecer el marco espaciotemporal de la memoria episódica. O`Keefe y los Moser recibieron el Premio Nobel de 2014 por estas investigaciones.

     Las evidencias de la neuropsicología, la neurofisiología experimental y diversos estudios de conducta en animales, han confirmado que el hipocampo participa en la memoria espacial de las formas y dimensiones de los lugares, así como de la orientación y movimiento del organismo en el espacio. Además de la consolidación de las memorias episódicas, se conoce que esta región funciona para integrar tales funciones mediante sus conexiones con otras áreas. Por ejemplo, las interacciones entre el hipocampo y la corteza frontal son fundamentales en la modulación de las acciones dirigidas a una meta o a la obtención de un resultado particular. Las redes del hipocampo mapean múltiples dimensiones de la experiencia para organizar las formas de conocimiento que integran a la persona con su mundo circundante.

     Ahora bien, es importante destacar que otras formas de memoria involucran a diferentes partes del cerebro. Por ejemplo, la investigación de Joseph LeDoux, neurocientífico y líder de una banda de rock denominada Los Amigdaloides, destaca el papel crucial que juegan los núcleos amigdalinos del lóbulo temporal en las respuestas condicionadas de miedo en la rata. En este mismo contexto, vale la pena citar la prolongada investigación del psicobiólogo mexicano Roberto Prado, quien inicialmente demostró la participación del caudado (un núcleo subcortical del cerebro involucrado en la regulación y coordinación del movimiento) en la memoria de una conducta aprendida por miedo. Las ratas en estudio evitaron para siempre entrar en una zona obscura de la caja experimental después de haber recibido un choque eléctrico en las patas la primera vez que la exploraron. Prado consideró que el engrama de esa conducta estaba localizado en el núcleo caudado hasta que una experiencia más intensa de aprendizaje rebasó esta estructura y protegió a esta conducta contra fármacos que contrarrestan la memoria. Esta es otra evidencia de que una experiencia se codifica en diversas estructuras cerebrales y que su engrama puede moverse en el cerebro.

     Rodrigo Quian Quiroga, neurocientífico argentino que investiga en Inglaterra, ha logrado registrar la actividad de neuronas individuales en cerebros de humanos conscientes sometidos a neurocirugía. Al presentar fotos de diversas celebridades a estos pacientes, encontró que algunas neuronas en el lóbulo temporal solo disparaban cuando el sujeto reconocía a una celebridad en particular. Ciertas células fueron llamadas neuronas de Jennifer Aniston, porque se detectaron solo con las fotografías de esta actriz. Seguramente diferentes neuronas están involucradas en el reconocimiento de otras celebridades o personas conocidas y el importante hallazgo permite inferir que ciertas células nerviosas procesan información clave para identificar a una persona y forman parte de una red involucrada en ese reconocimiento y probablemente en el concepto que conforma el sujeto de esa particular persona.

     Es probable que la memoria episódica utilice varios indicios y dominios para operar. Por ejemplo, se ha postulado una distinción entre las trazas de memoria y su ubicación en el tiempo. Las trazas o huellas son las representaciones de episodios que se han vivido, en tanto que la ubicación en el tiempo integra estas escenas en un marco espaciotemporal para su comprensión, su narración y para definir posibilidades a futuro. Se puede ahora mantener que la memoria requiere tanto de sitios cerebrales específicos como de redes distribuidas para funcionar adecuadamente y para ello es ilustrativo referirse a una de las evidencias más robustas y convincentes sobre su fundamento neuronal.

     En la segunda mitad del siglo XX se fue acreditando la hipótesis de la facilitación interneuronal formulada inicialmente por Cajal y especificada a mediados del siglo por el neuropsicólogo canadiense Donald Hebb. La hipótesis propone que al aprender algo se refuerzan los contactos o sinapsis entre las neuronas involucradas en la tarea y la huella física de recuerdos específicos se comprende como una red de neuronas que se enlazan y acoplan mediante el fortalecimiento de las sinapsis que las conectan. El aprendizaje establece nuevas redes en el cerebro porque las neuronas que se activan durante una tarea o una práctica tienden a conectarse entre sí formando un sistema funcional inédito. El adagio científico de este fenómeno fue acuñado por el propio Donald Hebb: “las neuronas que disparan juntas se conectan juntas”, noción que evoca un “alambrado cerebral”, metáfora persistente de la neurociencia cognitiva moderna. Usando al gran molusco marino Aplysia californica como un modelo de estudio más simple y asequible, el psiquiatra y neurobiólogo Eric Kandel comprobó en múltiples experimentos que el aprendizaje agiliza las conexiones nerviosas existentes y promueve nuevas, además de estipular diversos mecanismos neuroquímicos involucrados en el proceso, lo cual le mereció el Premio Nobel en el año 2000. La hipótesis ha recibido respaldo ulterior con los estudios de un fenómeno experimental conocido como potenciación a largo plazo, una intensificación duradera de la transmisión nerviosa que ha permitido analizar los sustratos neuroquímicos que facilitan la comunicación de las sinapsis involucradas y la proliferación de otras.

     Por estas y otras evidencias, se puede afirmar que ciertos engramas abarcan redes neuronales que enlazan diferentes regiones del cerebro, tanto de la corteza como de núcleos subcorticales. Cada una de estas regiones codifica fragmentos o parcelas del evento, como pueden ser cualidades sensoriales, información de tiempo y lugar o emociones asociadas. Es muy posible que las regiones donde opera un engrama cambien y esto se manifestaría en las modificaciones que sufre el recuerdo a lo largo de la vida. Estos factores forman parte de la memoria episódica del individuo y proveen información relevante sobre cómo ciertos eventos del pasado se retienen, elaboran y germinan en el cerebro.

     La idea de que el recuerdo involucra un engrama fijo, estable y permanente ha evolucionado a una noción dinámica de la huella cerebral que contradice la noción de consolidación de la información, pues, lejos de la solidez inscrita en este término, subraya la naturaleza plástica, cambiante y fecunda de la huella y la información retenidas. La base fisiológica de la memoria se concibe actualmente como una modificación plástica del cerebro que acontece en todos sus niveles y aspectos de operación. Este cambio de paradigma pone en duda el concepto mismo de engrama, aunque aún no se puede sustituir por el necesario pero muy genérico de plasticidad cerebral.

     Será enriquecedor ajustar y reconciliar las nociones discordantes de engrama persistente, dinámica neuronal y plasticidad nerviosa. Como sucede con el devenir mismo de una persona, la identidad no solo remite a la conservación de rasgos particulares a través del tiempo, sino a un proceso vital e histórico que tiene una trayectoria singular, distintiva y característica.

     Cajal estaba en lo cierto al suponer que cada persona “esculpe su cerebro” con las experiencias, aprendizajes, destrezas y capacidades que emprende y adquiere en su vida. Con la experiencia el cerebro se enriquece tanto morfológica como funcionalmente y se vuelve más dúctil y eficiente, pues los cambios resultantes de esa adquisición favorecen las funciones cognitivas y motrices. Las evidencias van aclarando el cómo, cuándo y dónde se imprimen las huellas, pero permanece desafiante el Santo Grial del dilema mente-cerebro en términos de la memoria: ¿de qué manera se manifiestan los contenidos conscientes del recuerdo en referencia a sus correlatos cerebrales?

     Maese Cajal, santo patrono de la neurociencia: ¡alienta y encauza esta espinosa misión!

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Bergson H (2006). Materia y memoria. Ensayo de la relación del cuerpo con el espíritu. Traducción de Pablo Ires, de la edición francesa de 1896. Buenos Aires: Cactus.

Bermúdez Rattoni F y Prado Alcalá RA (2006). Memoria: dónde reside y cómo se forma. Madrid: MAD.

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Kandel E (2006). In search of memory. The emergence of a new science of mind. W. W. Norton & Co.

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Mahr J, Csibra G (2017). Why do we remember? The communicative function of episodic memory. Behavioral Brain Sciences 41:1-93.

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Tulving E (1983). Elements of Episodic Memory. Oxford: Oxford University Press.

 

José Luis Díaz Gómez
Facultad de Medicina UNAM
Academia Mexicana de la Lengua