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14 Marzo 2025, Puebla, México.

Severo en su centenario, recuerdo y legado / Carlos Figueroa Ibarra

Universidades /Cultura | Ensayo | 11.MAR.2025

Severo en su centenario, recuerdo y legado / Carlos Figueroa Ibarra

Texto publicado originalmente en la revista digital guatemalteca Gazeta

No tengo preciso mi primer recuerdo de Severo Martínez Peláez. Lo debo haber visto por primera vez en la casona de la tercera avenida de la zona 1 en la ciudad de Guatemala, lugar en el que siempre o casi siempre habitó su suegra, doña Piedad Urrutia Vda. de Mazariegos. Severo y su esposa Beatriz vivían allí a principios de los años sesenta del siglo XX cuando sus hijas Iricel y Brisila nacieron. Estos son los primeros recuerdos que tengo, las dos veces que acompañé a mis padres a conocer a las niñas recién nacidas. Recuerdo todavía esas dos ocasiones en que entré a la habitación apenas alumbrada por una lamparita que era una suerte de carrusel y haber visto la cuna en donde dormían las bebés. También recuerdo a «la Beatriz», como siempre le dijo mi madre a la amiga que había conocido desde que ambas tenían unos cinco o seis años. Era la madre recién estrenada que velaba con felicidad a las nuevas integrantes de la familia. El nacimiento de esas niñas debe haber sido un acontecimiento para mis padres porque en las dos ocasiones fueron a conocerlas y yo los acompañé. Pero no recuerdo a Severo en esas dos ocasiones. Debe haber estado allí, pero la memoria se me agota en aquel dormitorio en penumbra con la lamparita en forma de carrusel, una cuna y una niña dormida.

La primera imagen fuerte que tengo de Severo, fue de Severo antes de que fuera Severo Martínez Peláez, el gran historiador. En todo caso si lo era, yo no lo sabía. Esa primera imagen que tengo de él fue una tarde en aquella casona de la tercera avenida. Estábamos mis padres, mis hermanos y yo de visita cuando Severo me pidió que lo acompañara a una habitación que estaba situada en el segundo patio de aquella casona. Debo haber sido muy niño porque el recuerdo que tengo de Severo es viéndolo hacia arriba. Severo abrió un armario que había en aquella habitación, deslizó una gaveta larga de aquel armario en la que pude ver un paño de fieltro. Lo quitó y pude ver una deslumbrante colección de flautas de todos los tamaños. Y allí Severo me dio un recital de música interpretada con flautas de los más diversos tonos. Yo lo veía desde abajo y podía distinguir a aquel hombre joven de cejas y bigotes poblados que entrecerraba los ojos mientras me veía hacia abajo y arrancaba de las flautas las más variadas melodías. Aconteció que Severo quiso ser pianista y estudió ese instrumento durante seis años. Conocedor de la música, después supe por él mismo que su compositor favorito era Johannes Brahms.

Durante varios años más seguí viendo a Severo antes de que fuera Severo Martínez Peláez. Generalmente era en la casona de la tercera avenida, en algún convivio familiar de la familia Mazariegos. Los Mazariegos, encabezados por «la Pía» (doña Piedad), fue un numeroso grupo de hermanos que se convirtieron en la familia afectiva de mi madre, pues habiéndolos conocido desde su niñez, también vivió un tiempo de soltera en la casona de la tercera avenida. Las fiestas de los Mazariegos eran memorables y en ellas se unía otra querida amiga de ellos y de mis padres: Zoila Estrada, hija del famoso dictador Manuel Estrada Cabrera. Pero Severo era también amigo de mi padre más allá de las relaciones con los Mazariegos. Ambos compartían convicciones revolucionarias y eran integrantes del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT). Por ese motivo y otros más, Severo a menudo visitaba mi casa. No tocaba timbre ni aldaba, sino que usaba sus llaves para tocar enérgicamente la puerta. Circunspecto como siempre, saludaba con seriedad y se ponía a platicar con mi padre. Nunca olvidaré aquella noche de 1966 en la cual un cateo de una patrulla del Ejército encabezada por un civil, sorprendió en mi casa una reunión clandestina en la que participaba Severo. Por fortuna los integrantes de la reunión en cuestión de segundos después de que yo di aviso, asumieron conductas que explicaban su presencia en mi casa. Por fortuna también, los soldados y el civil armado con una ametralladora abandonaron mi hogar después de revisar cada uno de los espacios del inmueble sin encontrar nada.

Supe que Severo era Severo Martínez Peláez hasta principios de los años setenta del siglo XX, cuando siendo un estudiante de sociología en la UNAM leí La patria del criollo. Mi primera lectura me ayudó a entender de manera integral lo que era Guatemala. En los años siguientes volví a leer completamente dos veces más el libro y lo pude entender en toda su profundidad. Y en los ochenta, ya en el exilio pude leer la primera edición de Motines de indios. Para ese entonces, había tenido una memorable conversación de varias horas con Severo en diciembre de 1969 con respecto a cuál era mi vocación intelectual. Yo tenía 17 años y estaba a punto de ser enviado a México por mi padre para proseguir mis estudios universitarios. Después de una larga conversación que arrancó un sábado por la tarde, Severo me miró con sus gruesas cejas y su bigote poblado, me señaló con su índice y me dijo: «Vos lo que tenés que ser, es sociólogo». Y le hice caso.

Al finalizar mis estudios de licenciatura, conviví con Severo en el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales (IIES) de la Facultad de Ciencias Económicas de la USAC, en donde me incorporé como ayudante de investigación. Largas conversaciones tuve con él mientras redactaba mi tesis de licenciatura que después se convirtió en mi primer libro, El proletariado rural en el agro guatemalteco. Severo fue mi maestro en ese tiempo y luego en 1975 cuando formé parte del equipo de docentes que impartíamos en la Facultad de Ciencias Económicas de la USAC la materia de Socioeconomía. Lo que he sido como docente se lo aprendí a él y a mi maestro de Filosofía en el bachillerato, Juan Luis Molina Loza. Viví con él aquel 27 de enero de 1979, cuando después del asesinato de Alberto Fuentes Mohr lo acompañé en su ultima salida de la ciudad universitaria. Pocos días después, Severo abandonó Guatemala en calidad de exiliado. Nos volvimos a encontrar en Puebla cuando llegué a esa ciudad a vivir mi exilio. Durante los siguientes lustros, se consolidó mi aprendizaje con Severo y también la relación de familia afectiva con él y su familia, la cual había comenzado con mi madre en la década de los treinta.

Severo escribió solamente dos obras. Para decirlo con más exactitud una obra y media, porque Motines de Indios quedó inconcluso. Lo demás que pueda publicarse de él, serán compilaciones de conferencias y artículos sueltos publicados en diversas revistas. Pero en esas obras, Severo Martínez Peláez plasmó buena parte de la explicación de lo que es Guatemala y Centroamérica. Develó el orden colonial exponiendo la naturaleza de la explotación a la que eran sometidos los pueblos indígenas por criollos y peninsulares, la aparición del indio como realidad histórica colonial y distinto del nativo prehispánico, el surgimiento de los ladinos, de las capas medias y plebes urbanas y rurales, el origen de clase del racismo, la índole de los motines y sublevaciones indígenas, las características de la violencia colonial tanto como acto de dominación como de resistencia y, con todo este análisis, dio pistas interpretativas para lo que sucedió con la independencia de 1821, la reforma liberal de 1871 y la índole del orden oligárquico que fue desplazado del poder en 1944 y restaurado en 1954. La patria del criollo y Motines de indios son obras maestras porque siendo investigaciones sobre la realidad colonial, nos ayudaron a entender lo que era el presente en el siglo XX y nos auxilian en la comprensión de buena parte de la conflictividad política y social de la Guatemala de ahora. Finalmente, la patria del criollo, independientemente de las mutaciones oligárquicas observadas durante el siglo XIX y XX sigue teniendo continuidad en una clase dominante habituada en la expoliación, el racismo, el oscurantismo y el autoritarismo. Esa concepción de la dominación ha tenido una continuidad en las dictaduras unipersonales conservadoras y liberales, en la dictadura militar y ahora en la dictadura delincuencial del llamado Pacto de Corruptos.

En La patria del criollo y en Motines de indios, Severo hizo una interpretación histórica de la identidad de los pueblos originarios. Correctamente criticó el esencialismo que siempre acompaña a las reivindicaciones étnicas o nacionalistas cuando hizo la distinción entre los nativos prehispánicos y los indios coloniales, producto de una recomposición brutal del orden social, económico, político y religioso de dichos pueblos prehispánicos. Ningún pueblo puede ser el mismo a lo largo de miles de años, sobre todo si ha sido sometido a una devastadora destrucción merced a la violencia conquistadora y colonizadora. Sin embargo, partiendo de una premisa histórica correcta Severo llegó a una conclusión controversial cuando postuló la desaparición del indio como necesario resultado de la desaparición del orden colonial. Porque esa realidad histórica surgida en la colonia y perpetuada por el orden liberal, constituyó una identidad en la cual la continuidad prehispánica se imbricó con la ruptura de la conquista y la reorganización colonial. Por ello, es justo plantear que la comunidad ficticia que fue creada con la independencia de 1821 y reproducida por el orden oligárquico-liberal debe ser sustituida por una república plurinacional.

El compartir con Severo y su familia el exilio en la ciudad de Puebla a partir de 1980, me hizo tener la fortuna, al igual que otros compatriotas radicados en esa ciudad, de compartir todos esos años innumerables conversaciones con el maestro. Eso sucedió hasta que paulatina y dolorosamente su cerebro se fue apagando. Pude estar en su sepelio después de su fallecimiento el 10 de enero de 1998. Y días después acompañar con mi familia a Beatriz, su hermana Güicha, su hija Iricel (Brisila ya vivía en el extranjero) y su yerno José Antonio a depositar las cenizas de Severo en un jardín funerario de la ciudad de Puebla. Allí han quedado en una urna, ahora al lado de la que contiene las cenizas de Beatriz, los restos del gran historiador. Un tejido indígena y unas espigas de trigo de su amado Quetzaltenango los acompañan. Y también la memoria del legado de aquel niño que indignado al ver una fila de indígenas amarrados camino al trabajo forzado en las fincas cafetaleras, convirtió su indignación en el oficio de un historiador que hizo de la historia un arma de rebelión.

Puebla, 2 de marzo de 2025