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26 Abril 2024, Puebla, México.

Cargas de caballería, recuerdos de entonces: una incursión en el María Luisa Pacheco / Crónica de José Luis Pandal

Sociedad | Crónica | 23.FEB.2021

Cargas de caballería, recuerdos de entonces: una incursión en el María Luisa Pacheco / Crónica de José Luis Pandal

Antes que me interesara el colegio María Luisa Pacheco, me interesaron algunas de sus alumnas

Cargas de caballería, recuerdos de entonces

José Luis Pandal

Ya he contado mis recuerdos infantiles y adolescentes del Colegio América, cuando acompañaba a mi mamá a visitar a sus monjas.

Ahí escuché los relatos de los jóvenes atrevidos que se metían en sus coches al patio o se colgaban de las altas paredes a la hora del recreo; nunca me atreví a intentar esas hazañas porque la estrecha relación de mi familia con las madres teresianas me hacía temer consecuencias serias.

Pero no era el único colegio de niñas que había en aquella Puebla de hace medio siglo.

Antes que me interesara el colegio María Luisa Pacheco, me interesaron algunas de sus alumnas que tomaban el sol alrededor de la alberca del Parque España; si las veías de espaldas, parecía que usaban bikini, un atrevimiento prohibido en ese club y severamente perseguido por los vigilantes ojos de don Andrés Quintana, pero si se les miraba de frente el traje de baño resultaba de una pieza y cubría abdómenes y ombligos, como era permitido, así que todas y todos estábamos siempre listos para dar la alerta si se acercaba el buen hombre que fue siempre don Andrés para que viera a las niñas sólo de frente.

Aparte del rayo -el que cae por primera vez en algún momento y te descubre sensaciones desconocidas- que me sacudió entonces y motivó posteriores acontecimientos, yo seguía pensando en las incursiones automovilistas a los colegios; tenía aquella camioneta Chevrolet, tipo Carry All, modelo 1970, de color dorado, que siempre estaba disponible, pues no se ocupaba más que para viajes familiares y cosas así, y la podía utilizar con o sin permiso, según anduvieran mis asuntos familiares.

En ella íbamos a la salida del colegio América y en ella empezamos a ir a la salida del Pacheco, donde estudiaban las niñas de los falsos bikinis, además de otras que parecían ángeles del cielo.

Todavía no existía aquella serie que se llamó 'Los Ángeles de Charlie', pero estoy seguro que si quien la imaginó y produjo hubiera visto a la belleza que yo descubrí ahí una vez -y que me impactó de tal modo que nunca me atreví a hablarle-, una de las protagonistas se hubiera llamado Gilda, no Jill.

El colegio María Luisa Pacheco era elitista desde su fundación, cuando una familia de su tiempo y su circunstancia, decidió que sus hijas debían tener una educación especial y esmerada, no la común de otras escuelas.

Tuvo esta institución un alma esencial, encarnada en la directora, maestra Pilar Luengas, tan temida por muchas alumnas como amada por muchas exalumnas, que la llevó a la excelencia en alguna época.

Y tuvo maestras, algunas de las cuales fueron antes alumnas, a las que me hubiera gustado ver dando clases, como a la seño -así se les decía a las profesoras- Gelitos, luego famosa escritora, que enseñaba inglés; debe haber sido genial ver como enseñaba un idioma alguien que habla no sólo con la boca sino también con las manos.

Hago este bosquejo de lo que era el María Luisa Pacheco para que se valoren en justicia los acontecimientos que ahora relato.

Al Pacheco acudíamos a la salida, pero también en horas hábiles, pues yo siempre distinguí lo importante de lo urgente y decidí que ir a clases no era tan formativo como el socializar, aunque las faltas significaran arresto el miércoles.

Solíamos escoltar la camioneta del colegio, que transportaba a algunas niñas a sus casas, y establecimos una relación cordial con el conductor de la misma -supongo que se aburría en su trabajo-, a quien apodamos 'señor Naranjo' por el anuncio de un refresco muy popular de entonces que decía: "Adiós señor Naranjo, que buenas están sus Chaparritas".

Observamos que a media mañana salía frecuentemente el transporte escolar a alguna diligencia, así que un día entramos al patio de la institución detrás del mismo y dimos vueltas y patinazos hasta quedar parados justo en la ventana de la clase que yo buscaba. ¡Qué susto para las visitadas y que emoción para los visitantes!

El mencionado señor Naranjo no cerró la puerta -les digo que le caíamos bien- así que salimos indemnes y victoriosos.

Pero yo pensaba en hacer algo inédito, espectacular, nunca antes visto.

Solía en ese tiempo montar a caballo, un retinto que se llamaba El Nudo, que era de los varios que tenían mis primos en la Plaza del Charro, recinto que se encontraba en donde hoy está el edificio de la Secretaria de Finanzas del estado de Puebla y que era el que me prestaban.

En el Nudo iba los domingos a la misa de 12 en la iglesia de Huexotitla, que estaba entonces en construcción, pero ya se celebraba en ella; ataba en las varillas descubiertas de la construcción el caballo -entonces no había tantos robos como ahora- y entraba a la misa cuando iba a terminar para ver y ser visto, saludando con mi sombrero y sintiéndome Pedro Armendáriz en 'Enamorada'.

Un domingo de esos, al terminar la misa, continué mi paseo por las cercanías y ahí tuve una epifanía, escribiría James Joyce: estaba enfrente del Pacheco, a caballo, algo se me ocurrió de repente.

Empecé a planear la batalla. Lo primero era conseguir algún colega, lo que no era fácil, pues necesitaba algún camarada con montura y afán aventurero, que se atreviera a acompañarme.

Y lo encontré. Mi entrañable amigo, con quien mucho compartí en la vida, Miguel Ángel, el Becerro, podía pedirle un caballo a alguno de los charros amigos de su familia, los hermanos Joaquín o Jorge y era valiente y entrón.

No lo pensamos mucho y una mañana fuimos por los caballos a la Plaza del Charro con el ánimo dispuesto. Esa vez me llevé a escondidas otro caballo, el Jilguero, un alazán con el que un primo coleaba en las competencias charras y nadie más debía montar, pero era mucho más brioso, adecuado para la gesta que se avecinaba.

Llegamos al colegio y esperamos a que saliera la camioneta; antes de que el señor Naranjo cerrara el portón la caballería había ingresado por sorpresa, como las fuerzas de mi general Villa cuando atacaron Columbus.

La escandalera fue mayúscula, pues estaban regresando las niñas a sus salones después del recreo y había algunas rezagadas por el patio y el pasillo, unas asustadas y otras divertidas.

Yo me dirigí a la ventana que ya tenía ubicada y apenas me paré junto a ella, dispuesto a decir algo inolvidable, se cerró de golpe asustando al corcel, así que ya nada más pude concentrarme en no caerme y hacer el ridículo.

Mientras tanto, el Becerro enfrentaba una resistencia inesperada, pues la seño Amparo lo perseguía furiosa, armada con una escoba que espantaba a su cabalgadura y le complicaba sostenerse en la silla.

Para esto, el señor Naranjo, que según supimos después había sido advertido de que si alguien se volvía a meter al colegio iba a ser despedido, había cerrado el portón, única vía de retirada posible.

Afortunadamente, nadie más se atrevía a enfrentarse a la caballería, sólo la seño Amparo, las demás se limitaban a ver y a gritar, estruendo que contribuía a las espantadas de los animales.

Entre los dos aguerridos jinetes empezamos a distraer a la mencionada defensora, a manera de rejoneo por colleras, hasta que Miguel Ángel logró abrir la puerta y salimos a la calle galopando sin voltear pa'trás.

¡Como disfrutamos aquella carga de caballería!

En mis oídos resonaba, lo recuerdo bien, el corrido del Patas Blancas, aquella parte que dice: "caballo de patas blancas, con herraduras de acero... ".

Hubo una reunión de autoridades escolares y padres de familia y se condenó enérgicamente aquella acción, pero no había modo de responsabilizar a nadie pues los invasores no estaban sujetos a la disciplina del colegio y las visitadas no podían saber ni evitar los acontecimientos.

La seño Pilar, que ya era mayor entonces y muy sabia, decidió cortar por lo sano, con una decisión drástica: tomó rehenes.

"A la próxima alumna que vengan a visitar de cualquier modo, la expulsaremos", supe que dijo.

No sé si en los cincuenta y un años que han pasado desde entonces estos hechos u otros similares se hayan repetido, pero no creo.

Muchas cosas cambiaron, los colegios, excepto los más retrógradas, se volvieron mixtos, ya no de niñas y niños, afortunadamente, y las relaciones juveniles son muy diferentes.

Yo cuento mis vivencias para recordar un mundo que ya no existe, unas costumbres que desaparecieron, una época, la de mi primera juventud, inolvidable.