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28 Marzo 2024, Puebla, México.

Las mudanzas de un joven chafirete en el Instituto Oriente/ Crónica de José Luis Pandal

Sociedad | Crónica | 13.FEB.2021

Las mudanzas de un joven chafirete en el Instituto Oriente/ Crónica de José Luis Pandal

El niño se solidarizaba con las penas de las monjas, pero los lances románticos...

(La fotografía que ilustra este texto fue tomada del libro "Entre rémoras y pelafustanes". Memorias de la Generacióh IMO 73, de José Luis Carvajal Toledo. Ciudad de Puebla, 2013)

 

Recuerdos, hace medio siglo y más.

Desde muy chico, iba al Colegio América con frecuencia, acompañando a mi mamá que visitaba a la Madre Luz o a la Madre Loreto, a la quería especialmente.

Mi mamá estuvo interna con las monjas teresianas desde que era pequeña, porque en Tlapa, su pueblo, no había cómo estudiar ni formarse como mujer de su época, que era lo que deseaban sus padres y la Madre Loreto, que era la directora o algo así del colegio en ese tiempo, y fue como su segunda madre entonces.

Yo oía las conversaciones de aquellas mujeres y me enteraba de cosas; por ejemplo, que el terreno del colegio de Huexotitla lo había donado don Enrique Benítez, que la obra civil de construcción la había dirigido el ingeniero Ramón Lozano Traslosheros, a quien la Madre Loreto apreciaba mucho, o que el internado se estaba volviendo un problema porque las alumnas ya no eran tan dóciles entonces, y alguna -hija de un torero famoso, por cierto- había permitido la entrada de un aventurero enamorado.

El niño que era se solidarizaba con las penas de las monjas, pero el joven que empezaba a ser se entusiasmaba con los lances románticos y atrevidos que relataban como escándalos.

Así, me enteré que un primo mío se metió un día al colegio con su coche -probablemente el pequeño Hillman que le había conseguido mi papá- y había dado vueltas por el gran patio principal entre gritos de adolescentes y 'jesuses' de monjas y maestras.

No sé si aquella incursión tuvo alguna consecuencia, tal vez una llamada a los padres del piloto -sus hermanas estudiaban ahí- o algún regaño o castigo, pero sí sé que a mí no se me olvidó el lance y me propuse imitarlo en algún momento.

Con el tiempo, tuve acceso a los coches de mi casa -aprendí a manejar a los 13 años --se me daba bien la 'piloteada', decía mi papá- y fui ganando experiencia y confianza; la primera vez que maneje solo, sin que mi papá estuviera en el asiento de junto, la camioneta Ford Pick Up, azul y blanca, modelo 1965 en que me enseñó a manejar... choqué.

Pero me explico, estaba la camioneta entre dos árboles, en el sendero que conducía hacía la casa de la Hacienda de Ixcateopan, que fue propiedad de don Martín Ares, de quien tengo lejanos buenos recuerdos, desde la que mi papá me gritó: "tráete la camioneta para acá" y no se me ocurrió, con la emoción de ir yo solo, que al salir de reversa tenía que asegurarme de haber rebasado los árboles antes de torcer el volante hacia la izquierda.

Más adelante, me prestaba mi mamá su coche, Opel negro, modelo 1970, con el que choqué como diez veces en el año escolar 70/71, pero aclaro que sólo tuve la culpa tres o cuatro veces, sostengo que ese auto tenía muy malos frenos  y el único accidente más o menos fuerte, en noviembre de 1970, fue por la imprudencia de don Jaime Sánchez, a la sazón dueño de la agencia Ford, que estaba esperando poder pasar, detenido en la calle, en medio del camellón de la 14 Sur, a bordo de su flamante Galaxie 500, gris, modelo 1971, sin calcular que yo llegaba tarde a clases y me daría vuelta, barriendo el coche, en sentido opuesto, o sea, rumbo al colegio; le pegué de frente.

En mis frecuentes comparecencias en la dirección de tránsito, que estaba entonces en la 5 Poniente, a un costado de la Catedral, me encontraba con el Capitán Mario Morett, que era el director, amigo de mi papá, que escuchaba mis explicaciones y me regañaba con mayor o menor rigor, según el caso y luego le hablaba a mi padre para ajustar las cuentas de los daños. Tengo de él muy buen recuerdo.

Después empecé a utilizar una camioneta Chevrolet, dorada, modelo 1970, tipo Panel, convertida en lo que llamaban Carry All,  con la que más tarde recorrí valles y montañas, en épocas de carencias económicas, cargada de productos eléctricos que entregaba desde Reynosa hasta Ciudad del Carmen, la zona de producción petrolera; por ahí anda todavía esa camioneta tan querida, pero ya no en mi poder, nadie sabe para quién trabaja.

Antes de que la camioneta fuera instrumento de trabajo, fue objeto de diversión: en ella íbamos a ver a las niñas que salían del colegio América, aventura que tenía su significado -ese despertar a nuevas sensaciones- y sus complicaciones, porque había que escaparse del colegio Oriente antes de la hora de salida para llegar a tiempo. También en ella me emborraché por primera vez, en un evento que no quiero recordar, vergonzoso.

En algún momento, un amigo se aficionó a la fotografía y aprendió a revelar los rollos de película, así que sacábamos fotos de las niñas cuando salían por la puerta y se dirigían a los coches que las esperaban. No recuerdo para que tomábamos aquellas fotos ni quçe fue de ellas, pero sí que el fotógrafo cayó en graves problemas de alcoholismo años después y en paroxismos de celos infundados y estúpidos, borracho, agredió e insultó a varios de sus antiguos compañeros, entre otros a mí; no lo volví a ver, ni quiero.

Yo tenía en la cabeza el recuerdo de la incursión automovilista al patio del colegio América y un vehículo disponible, pero nunca me atreví a ejecutar la hazaña porque la relación de mi mamá con las monjas teresianas, que también trataban y apreciaban a mi papá -iban de vacaciones a nuestra casa de Acatlán-, me hacían temer consecuencias serias si lo intentaba.

Ahora bien, el América no era el único colegio de niñas, estaba también el Central y el María Luisa Pacheco; por alguna razón, el primero no fue objeto de nuestras visitas, pero el Pacheco...

Para no alargar mucho este texto, escribiré en otro momento de esa entrañable institución educativa y mis andanzas correspondientes.