SUSCRIBETE

27 Julio 2024, Puebla, México.

La muerte y el culto a los muertos   /  Julio Glockner   

Cultura /Sociedad | Ensayo | 2.NOV.2021

La muerte y el culto a los muertos  / Julio Glockner   

                       

Tal vez una de las nociones más antiguas del pensamiento humano sea la que relaciona la muerte con lo sagrado. La idea de uno o varios dioses gobernando el mundo de los hombres existirá mientras exista el misterio de la muerte. ¿De dónde venimos cuando empezamos a vivir y adónde vamos al morir? Estas dos interrogantes han sido y serán el sustento del pensamiento religioso en todas las culturas de todas las épocas.

 

 

Entierros antiguos

 

Una de las sepulturas más antiguas que se conocen es la de un Neanderthal  que fue hallado, encorvado, en una cavidad en el suelo con una pierna de bisonte junto a él, lo que ha sido interpretado como la dotación de alimento para el viaje de su espíritu al más allá. El Hombre de Neandertal habitó los territorios ubicados al sur de los grandes glaciares durante 160 mil años. Apareció hace aproximadamente 200 mil años y sobrevivió hasta 40 mil años antes de Cristo.  Los primeros actos religiosos de los que tenemos noticia son unas sepulturas en el actual Israel, obra de neandertales de hace 100 mil años, y otras en Shanidar, en el Kurdistán iraquí, de hace unos 80 mil años.[1]

Erbil governorate shanidar cave.jpg

1  La cueva del entierro neandertal (De JosephV at the English Wikipedia, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1445491)

 

La capacidad cerebral del Neandertal es de 1,600 centímetros cúbicos, volumen que lo hace semejante a un Homo sapiens. Joseph Campbell considera que en un cerebro de esta capacidad (mayor al promedio actual) se produjo una transformación de la conciencia que dio lugar a los primeros signos infalibles de un pensamiento mitológico que se manifiesta en las sepulturas. En una tumba de hace 60 mil años ubicada en el Monte Carmelo, en lo que hoy es Israel, se encontró la mandíbula de un oso. Este hecho revela una ofrenda sacrificial asociada evidentemente con el entierro. "Este personaje era nuestro amigo -dice Campbell- caminaba, hablaba, corría sangre caliente por sus venas. Y ahora queda tendido, algo ha partido de él, está frío, tieso, y después empieza a descomponerse. ¿Qué es lo que lo ha abandonado? Lo que experimentamos aquí es la idea de que esa cosa que lo ha abandonado sigue viva".

2 Dos cráneos, dos rutas del Homo...

Cueva de Shanidar: El cementerio que convirtió a los neandertales en  humanos | Ciencia | EL PAÍS

3 Restos de un entierro en la Cueva de Shanidar, en Irak, hacer 80 mil años.

 

Los restos encontrados en la cueva de Shanidar,  en Irak, son de un hombre que fue enterrado entre plantas y flores. El análisis del polen reveló que se trata de plantas medicinales de la región, por lo que es muy probable que se tratara de un chamán. Debajo de él estaban los huesos de dos mujeres y un niño, lo que sugiere la idea de un entierro con inmolación de viudas y familia.[2]

Hallan restos de una 'Homo sapiens' que vivió hace 14.000 años en el  Prepirineo | Ciencia | Agencia EFE

Investigadores del Centro de Estudios del Patrimonio Arqueológico de la Universidad Autónoma de Barcelona (CEPARQ-UAB) han descubierto en la cueva Gran de Santa Linya (Lleida) restos de una mujer, "Homo sapiens", que vivió en el Prepirineo oriental a finales del Paleolítico Superior Final, hace unos 14.000 años. EFE/Universidad Autónoma de Barcelona/Jan Nebot (Agencia EFE)

Los restos de homo sapiens hallados en cavernas demuestran que hace unos veinte mil años, gente de nuestra misma especie sepultaba a sus muertos en la cueva que utilizaban como vivienda.2  Con frecuencia había provisiones de comida y bebida para el difunto. El cadáver permanecía a la vista hasta que la carne pudiera desprenderse de los huesos, los cuales eran entonces separados y pintados con ocre rojo para ser sepultados cuidadosamente y en orden. Según Edgar Morin "Todo nos indica que la conciencia de la muerte que emerge en el homo sapiens está constituida por la interacción de una conciencia objetiva que reconoce la mortalidad y de una conciencia subjetiva que afirma, si no la inmortalidad, al menos una transmortalidad".[3] Es decir, que el homo sapiens ha dado por supuesto, durante milenios, la existencia de una vida después de la muerte.

MNA invita a conocer la historia de los entierros de Tlatilco | NTR  Zacatecas .com

Chamán de Tlatilco. Cultura: Preclásico del Altiplano. Periodo: Preclásico Medio. Material: Cerámica. Medidas: 11 x 3.5 cm. Localización: MNA Foto: Boris de Swan / Raíces

Veamos ahora un significativo entierro en Mesoamérica ) dando un salto de varios milenios. Se trata de los restos de un chamán que fue encontrado en Tlatilco, estado de México, perteneciente al preclásico medio (1,400 a 600 años antes de Cristo), es decir hace más de tres mil años. El chamanismo que se practicó en el continente americano es de origen euroasiático y llegó a estas tierras con los primeros cazadores de grandes animales que emigraron del Asia Nororiental. Estos primeros pobladores tenían conocimientos de plantas psicoactivas y medicinales a las que hoy llamamos enteógenos. (entheos genos) significan “generar lo sagrado” o “engendrar lo sagrado dentro de sí”). En el entierro de Tlatilco que hoy se expone en el Museo Nacional de Antropología, se encuentran dos hongos de cerámica y de metates de tezontle que eran utilizados para moler plantas psicoactivas.

 

La muerte propia

 

Desde los más remotos tiempos hasta los funerales actuales, los humanos hemos practicado muy variadas formas de tratamiento mortuorio y una gran diversidad de cultos a la muerte y a los antepasados. En términos generales pueden distinguirse tres prácticas funerarias: el enterramiento, la momificación y la cremación. Ésta última ha sido la más difundida en las tradiciones de origen índico como el hinduismo, el budismo, el jainismo, siendo una opción cada vez más frecuente en la moderna sociedad occidental, como lo fue también en el México antiguo.

 

Para hablar del culto a los muertos es indispensable referirnos a la muerte misma, pero no a la muerte como algo abstracto, como si tan sólo fuera una imagen o una idea, sino a la muerte como un acto, como un hecho contundente que nos toca, que implica nuestra propia vida. En este sentido debemos pensar no sólo en la muerte de los demás, sino también en la ineludible realidad de nuestra propia muerte, en la muerte de cada uno de nosotros, pues si de algo podemos estar absolutamente seguros es de que algún día vamos a morir.

 

 

Los muertos en las sociedades tradicionales

 

Con la conciencia de mi propia muerte puedo reflexionar de mejor manera sobre la importancia que tiene el culto a los muertos en diferentes culturas. Sólo teniendo presente la muerte de los demás y mi propia muerte puedo ir un poco más allá de la banal consideración del culto a los muertos como una tradición folklórica y estar en mejor disposición para comprender lo que significa este ritual. Esta sugerencia puede parecer extraña en una sociedad que nos ha acostumbrado a desplazar el hecho de la muerte de nuestras propias vidas, en una cultura que nos ha habituado a vivir como si nunca fuésemos a morir. Sin embargo, esto es solo una característica de la moderna cultura Occidental y no sucede lo mismo en las sociedades tradicionales, donde la muerte y los muertos están integrados de otro modo a la vida cotidiana de la gente.  

En nuestro país esta situación se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que los panteones sean espacios abiertos y visibles al interior de la comunidad, lugares por donde transita la gente y los animales, integrando de este modo a los difuntos a la vida diaria de la población.  Se manifiesta también en el hecho de que la gente, al morir, es amortajada y velada en su propia casa, entre sus familiares y amigos, generalmente con la colaboración material por parte de su comunidad, que comprende desde la cooperación en dinero, en especie o en trabajo, hasta el acto mismo de cavar la fosa, participar en el novenario y en las comidas y bebidas rituales. En los pueblos existen también infinidad de mitos, leyendas y creencias, que nos hablan de almas en pena, de muertos y aparecidos. Estas ideas y experiencias nos revelan la constante presencia de los muertos, la importancia decisiva que tienen en su cultura.             

Todo esto no sucede en el moderno ámbito urbano, donde se ha producido una ruptura cultural entre los vivos y los muertos, ruptura que empieza a distinguirse ya desde antes de la muerte, en el distanciamiento cada vez más grande que existe entre los vivos y el moribundo. En las ciudades modernas existe la mediación de los especialistas en la relación con el moribundo y el muerto, todo vínculo con ellos está mediado por enfermeras, camilleros, médicos, confesores, afanadoras, sacerdotes, tanatólogos, agentes funerarios, panteoneros y enterradores.  Es decir, toda muerte biológica implica una forma cultural de morir. 

         

 

La muerte en el México prehispánico

 

En la concepción del mundo de los antiguos mexicanos, encontramos expresada plenamente una íntima relación entre la vida y la muerte. Los arqueólogos han desenterrado fascinantes evidencias que nos muestran, en un sólo rostro, la dualidad de la vida y la muerte, que a pesar de ser opuestas forman, sin embargo, una unidad armónica: la vida conduce a la muerte y de la muerte proviene la vida.

 

Este tránsito de un estado al otro está expresado en un rostro de barro encontrado en Tlatilco, en el Estado de México. Pertenece a la cultura preclásica y tiene una antigüedad aproximada de tres mil años.  El rostro está bruscamente dividido en dos por una línea gruesa que corta la cara por la mitad de la frente a la barbilla. Del lado izquierdo tenemos el rostro de quien podría ser un viejo, a juzgar por las líneas bien marcadas, que semejan arrugas, en la comisura de los labios y en la frente. La vida de esta parte del rostro reside en su carnosidad, en una nariz abultada, unos labios gruesos que descubren recias encías y la mitad de la lengua que asoma entre los dientes. A su lado, formando una unidad con ella, está la muerte, con la cuenca de un ojo vacía, el tabique apenas insinuado y una hilera de dientes descubiertos, semejantes a los granos de una mazorca. No se puede eludir el mensaje de este rostro, que en un gesto terrible nos dice que la muerte la traemos puesta, que forma parte de nosotros, que está bajo nuestra piel, que es nosotros mismos.

Cabeza de La Dualidad | Mediateca INAH

Cabeza de La Dualidad / Cultura zapoteca, periodo clásico tardío. Foto Mediateca INAH:

Dos mil años después de la cabeza de Tlatilco otro artesano moldeó una cabeza de barro en Soyaltepec, Oaxaca.  En el año mil después de Cristo tenemos nuevamente los principios opuestos y complementarios: La vida y la muerte, sólo que ahora parecen estar representados en la cara de una mujer. En estos rostros semi-descarnados reconocemos la presencia de la muerte, pero no es la muerte en sí misma, concebida como acto aislado y terminal lo que parece haber interesado al hombre mesoamericano que las creó, sino la muerte íntimamente asociada con la vida, es decir, alternando con ella.

Coatlicue la diosa de la tierra de la mitología azteca

Ccoatlicue, Museo Nacional de Antropología.

Esta profunda relación entre la muerte y la vida parece estar representada también en múltiples figuras de la Coatlicue, diosa de la tierra en la que es frecuente ver asociados cráneos con serpientes, es decir, símbolos de la muerte y la vida. En la terrible majestuosidad de la Coatlicue que se encuentra en el Museo Nacional de Antropología está expresada la muerte no sólo como terminación sino también como re-iniciación de la vida, la muerte como resurgimiento, como resurrección y renovación de la vida. 

Desde luego que la muerte, entendida como un principio opuesto y complementario al principio de la vida, no se refiere únicamente a la muerte de los hombres, sino a la muerte, o mejor dicho al resurgimiento, del cosmos, a la muerte que propicia la renovación tanto de los hombres como del universo entero.

El misterio de la escultura del Disco de la Muerte

Escultura con rostro de la muerte. Sala Teotihuacán. Museo Nacional de Antropología.

 

Un testimonio arqueológico de esto es el sol con el rostro de la muerte  encontrado en Teotihuacan (500 a. C.) frente a la pirámide del sol y orientado hacia el poniente. El sol, símbolo de vida, es una inmensa calavera con la lengua de fuera, es la vida vuelta muerte para ir a alumbrar el mundo de los descarnados, de los que viven bajo la tierra. Durante la noche cruzará el Mictlán, atravesará el interior de la tierra y volverá a salir por el oriente para alumbrar otra vez el mundo de los vivos. Con este sol estamos ya ante una representación cósmica de la intimidad alternada entre la vida y la muerte.

 

Mictlantecuhtli, “El Señor del lugar de los muertos"

 

La figura emblemática de esta confluencia es Mictlantecuhtli, “El Señor del lugar de los muertos". La figura descarnada de esta deidad del inframundo ha sido estudiada minuciosamente en los últimos años y los resultados de estas investigaciones han revelado una escatología totalmente distinta de la judeocristiana.

 

xipe-totec-dios-desollado

Xipe Tótec, el dios del regeneración del maíz y de la guerra.

México: descubierto el primer templo a Xipe Tótec, el dios desollado

Xipe Tótec (‘nuestro señor el desollado’), escultura hallada en Tehuacán.

Por último, debo mencionar a Xipe Tótec, “Nuestro Señor el Desollado”, deidad de la fertilidad, de la primavera y de la renovación de la vegetación. También se le conoce como Tlatlauqui Tezcatlipoca “El Espejo Humeante Rojo” y Youallahuan “El Bebedor Nocturno”. Era patrón de los orfebres y se le atribuía la cura de algunas enfermedades, sobre todo de los ojos. Durante se fiesta, Tlacaxipehualiztli, celebrada durante la primavera, se desollaba un cautivo y el sacerdote se vestía con su piel. Decíamos al principio que la interrogante de los humanos ante un cadáver consistía en preguntarse dónde había ido eso que le daba vida a ese cuerpo ahora inerte. La festividad de Xipe Tótec realizada después del infértil invierno, celebraba el retorno del verdor en la tierra, de manera que el ritual simbolizaba la reaparición de la vida en los campos “muertos” por la sequía. De modo que la piel arrancada al cadáver era habitada, por decirlo así, por un nuevo cuerpo vivo que celebraba el retorno, el eterno retorno, de las plantas, las flores, las buenas cosechas, sobre todo de maíz y el bienestar de los pueblos en general.

 

 Ometéotl: la dualidad sagrada

 

Entre los antiguos mexicanos existió una deidad suprema llamada Ometéotl, que literalmente significa Dos-Sagrado o Dualidad Sagrada y que debemos entender como la sacralización de la dualidad que predomina en la cosmovisión mesoamericana. El universo y todos y cada uno de sus componentes se rigen por la alternancia de dos polos opuestos y complementarios que conforman la dualidad. Todo lo existente contiene dentro de sí y está sujeto exteriormente al juego alternante de la dualidad, que es la energía que le otorga dinamismo a todos los seres. De este modo tenemos un universo compuesto por lo caliente, lo alto, lo seco, lo masculino, lo celeste, lo luminoso… que es opuesto y complementario a lo frío, lo bajo, lo húmedo, lo femenino, lo terrestre, lo oscuro. Estas cualidades se manifiestan tanto en el desplazamiento de los astros en el cielo, dando lugar a la alternancia del día y la noche, como en el equilibrio y los desbalances que existen en el cuerpo humano entre lo frío y lo caliente, propiciando en él la salud o la enfermedad.  

 

 

 El culto a los muertos

 

En las sociedades prehispánicas coexistió el culto a la muerte en la figura de Mictlantecuhtli, el Señor del Mundo de los Muertos, con un ritual, muy bien delimitado en el tiempo, en el que podríamos reconocer un culto a los muertos. Fray Toribio de Benavente, Motolinía, nos dejó en su Historia de los Indios de la Nueva España una descripción de este ritual:   

 

"... tenían otros días de sus difuntos, de llanto que por ellos hacían, en los cuales días después de comer y embeodarse llamaban al demonio, y estos días eran de esta manera: que enterraban y lloraban a el difunto, y después a los veinte días tornaban a llorar a el difunto y a ofrecer por él comida y rosas encima de su sepultura; y cuando se cumplían ochenta días hacían otro tanto, y de ochenta en ochenta días lo mismo; y acabado el año, cada año en el día que murió el difunto le lloraban y hacían ofrenda, hasta el cuarto año; y desde ahí cesaban totalmente para nunca más se acordar del muerto... por vía de sufragio, a todos sus difuntos nombraban teotl, que quiere decir dios o santo".

 

Este complejo ceremonial parece referirse únicamente a los rituales dedicados a un difunto determinado y no a los muertos en general, es decir, nos describe más un rito funerario de despedida, que se prolonga durante cuatro años, que una costumbre para honrar a los muertos.

 

En cambio, el dominico fray Diego Durán dejó escrita una descripción de las festividades dedicadas a los muertos en el México antiguo. La primera de ellas se celebraba durante el noveno mes de su calendario y la llamaban "Pequeña fiesta de los muertos" (Miccailhuitontli) o "Fiesta de los muertecitos". "Y a lo que de ella entendí -dice el fraile- fue ser fiesta de niños inocentes muertos... y de preparación y aparejo de la venidera que la llamaban fiesta grande de los muertos". Esta primera fiesta se celebraba el 8 de agosto y duraba veinte días, hasta el 28 de agosto en que daba inicio la veintena siguiente durante la cual se celebraba la fiesta grande".

 

Cuando fray Diego Durán escribió su Historia de las Indias de Nueva España en 1579, ya se celebraban entre los indios las fiestas de Todos Santos y Fieles Difuntos el 1 y 2 de noviembre, según la tradición cristiana. Sin embargo, los indios recién evangelizados no celebraban a los santos y mártires cristianos, ni a las benditas almas que murieron en la gracia de dios y que esperaban los rezos para liberarse del purgatorio. Esta situación alarmó al fraile dominico quien escribió lo siguiente: "... quiero decir lo que he visto en este tiempo el día de Todos Santos y el día de los Difuntos. Y es que el día mesmo de Todos Santos hay una ofrenda en algunas partes, y el mesmo día de Difuntos, otra. Preguntando yo por qué fin se hacía aquella ofrenda el día de los Santos, respondiéronme que ofrecían aquello por los niños, que así lo usaban antiguamente y habíase quedado aquella costumbre. Y preguntando si habían de ofrecer el mesmo día de Difuntos, dijeron que sí [pero ahora] por los grandes. Y así lo hicieron, de lo cual a mí me pesó, porque vide patentemente celebrar las fiestas de los difuntos chica y grande, y ofrecer en una dinero, cacao, cera, aves, fruta, semillas en cantidad y cosas de comida, y otro día vide hacer lo mesmo".

 

La idea que subyace en el fondo de estos ritos y que perdura hasta nuestros días bajo distintas formas ceremoniales, es la convicción de que no se ha roto el vínculo con los muertos, que entre la vida y la muerte no existe una frontera insalvable sino un tiempo y un espacio consagrados que hacen posible no solo la conversión de un cuerpo en cadáver y luego en esqueleto, sino principalmente el retorno de esa entidad anímica que se concibe como componente del cuerpo en vida y que se desprende de él al morir.

 

La ciencia médica que surge en el renacimiento, el pensamiento ilustrado del siglo XVIII, el surgimiento de la biología y el desarrollo de las ciencias modernas han borrado gradualmente en amplios sectores de las sociedades modernas la idea de este componente anímico y, en consecuencia, la posibilidad de mantener cualquier contacto con una persona fallecida. En México esta situación puede advertirse en el giro cultural que está dando la fiesta de muertos: la idea de "conservar las tradiciones" ha sustituido gradualmente a la idea de "estar en contacto con los muertos".

 

Los antiguos mexicanos tenían una visión dualista del mundo en general y del ser humano en particular. Esta dualidad estaba conformada por el cuerpo y por una trinidad anímica que residía en distintos órganos. De acuerdo a los estudios de Alfredo López Austin sobre la concepción del cuerpo humano entre los antiguos nahuas, en la parte superior de la cabeza se ubicaban la conciencia y la razón y era el sitio de residencia del tonalli; en el corazón se alojaban todo tipo de procesos anímicos y era el sitio de residencia de otro principio anímico, el teyolía; finalmente, el hígado era el lugar de los sentimientos y las pasiones que pudieran estimarse más alejados de las funciones del conocimiento, ahí se alojaba el tercer principio vital llamado ihíyotl. Es una gradación -dice López Austin- que va de lo racional (arriba) a lo pasional (abajo), con un considerable énfasis en que era en el centro, en la confluencia, donde radicaban las funciones más valiosas de la vida humana. Aun los pensamientos más elevados y las pasiones más relacionadas con la conservación de la vida humana se realizaban en el corazón, y no en el hígado ni en la cabeza.[4]   Estas entidades anímicas se relacionaban con los tres niveles del cosmos: el cielo, la tierra y el inframundo.

 

 

El destino de los muertos

 

Según relata fray Bernardino de Sahún en su Historia General de las cosas de la Nueva España, eran tres los destinos de los hombres después de la muerte, destinos a los que se accedía de acuerdo a la forma en que se moría y a la función que se desempeñaría en la otra vida y no según la conducta que se había tenido, como sucede en la concepción judeo-cristiana, que postula la existencia de un cielo para los buenos, un infierno para los malos y un purgatorio para aquellos que al no haber cometido faltas graves pueden salvarse después de un proceso de expiación. 

a) EL TLALOCAN:

Fray Bernardino de Sahagún, tal vez el cronista más importante en lo que se refiere a los ritos y las creencias de los indios, escribió que el Tlalocan "era un lugar de abundancia, frescura, verano perpetuo y felicidad eterna, en el cual hay muchos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna; nunca jamás faltan las mazorcas de maíz verdes, calabazas y ramitas de bledos, ají y jitomates, frijoles verdes en vaina y flores". Dice también el franciscano que allí vivían los dioses llamados tlaloque y que eran parecidos a los sacerdotes porque traían los cabellos largos. Y los muertos que iban al Tlalocan era aquellos que habían fallecido golpeados por el rayo o ahogados, y también los bubosos, leprosos, sarnosos, gotosos e hidrópicos. A Sahagún le parece que son enfermedades "de frío” que incluyen también el tullimiento de algún miembro o de todo el cuerpo, el envaramiento del cuello o de otra parte del cuerpo, "el encogimiento de algún miembro o el pararse yerto" (quedarse tieso, diríamos nosotros)

 

Los cuerpos de estos difuntos no se quemaban como era la costumbre general, sino que se enterraban poniéndoles semillas de bledos en las quijadas, sobre el rostro; además les pintaban la frente de color azul y les ponían sobre ella y en la nuca papeles pintados, los vestían también con papeles y en la mano les colocaban una vara." (Caso: El Pueblo del Sol)

Según Mercedes de la Garza en el mismo Tlalocan estaba el Chichihualcuauhco, sitio en el cual se levanta un árbol del que penden muchos senos femeninos; a él llegaban los niños que morían sin haber sido destetados, para ser alimentados por el árbol.(*)

 

b) EL CIELO:

Hacia la parte oriental del cielo, conocida como Tonatiuh ilhuícac, la región de Huitzilopochtli, iban las almas de los guerreros y de los que morían sacrificados para acompañar al sol desde su salida hasta el mediodía. En el cenit los relevaban en esta tarea las almas de las mujeres muertas en el parto, llamadas mocihuaquetzque. Estas mujeres no eran cremadas sino enterradas en el patio del templo de las cihuapipiltin por considerarlas mujeres valientes, mujeres guerreras que acompañaban al sol en su recorrido por el lado occidental del cielo, llamado Cihuatlampa, hasta que finalmente se ocultaba en el poniente para ir a alumbrar el mundo subterráneo de los muertos. 

 

c)EL MICTLAN:

Era el reino de los muertos, a donde iban los que morían de una muerte natural. Aunque los cronistas del siglo XVI se refieren a él como el infierno, en realidad nada tiene que ver con el infierno cristiano, pues no es un lugar de castigo y sufrimiento a dónde van los réprobos, simplemente -dice Alfonso Caso- es el lugar a donde van los muertos. Después de un penoso viaje de cuatro años durante el cual eran sometidos a varias pruebas mágicas, los muertos llegaban finalmente al Mictlán y se presentaban ante Mictlantecuhtli, el "Señor del paraje de los muertos", para entregarle los papeles que llevaban, así como manojos de teas y cañas de perfumes e hilo de algodón; una manta y un maxtli si se trataba de un hombre, o naguas y camisas si era una mujer. Las ofrendas funerarias encontradas en las excavaciones nos muestran que el muerto era debidamente equipado, de acuerdo con su categoría social, para realizar el viaje al Mictlán. Se le proveía de comida, bebida y objetos de uso personal, así como de armas o instrumentos de trabajo y alhajas, que en ocasiones constituían verdaderos tesoros. Algunos autores piensan que esta costumbre pudo tener su origen en el temor a que el muerto regrese a reclamar lo que había sido suyo. Los grandes señores eran enterrados incluso con un séquito de servidores. 

 

Mictlán, el fascinante inframundo de los mexicas, paso a paso

Se le tenga temor o no al retorno de los muertos lo que aquí interesa subrayar es el retorno mismo, pues cuestiona nuestros conceptos usuales de vida y muerte, que en la cultura moderna se refieren exclusivamente a aspectos fisiológicos, objetivos, experimentales, en tanto que en las sociedades tradicionales nos remiten también a aspectos que están más allá de la naturaleza fisiológica. Para el pensamiento moderno una persona está viva o muerta y no puede existir en un término medio, en cambio, para el pensamiento de las sociedades tradicionales un ser vive de cierta manera, aunque haya muerto.

 

 

La cristianización de los muertos

 

Con la llegada de los españoles en el siglo XVI, se sincretizaron los rituales funerarios de los indios con la conmemoración cristiana de Todos los Santos y Los Fieles Difuntos los días 1 y 2 de noviembre.

 

Algunos autores afirman que la costumbre de ofrendar a los muertos fue introducida en España por los árabes en el siglo VIII, quienes a su vez la habían incorporado a su cultura después de su contacto con los egipcios y los chinos, pueblos que han practicado milenariamente la tradición de honrar y ofrendar a sus antepasados. Otros nos remiten a la oficialización de esta celebración en la iglesia católica por el Papa Bonifacio IV (608-615), quien mandó destruir el panteón de Agripa, templo pagano en el que se rendía culto a Venus, Marte y Júpiter, transformándolo en la iglesia de Santa María y los Mártires. El día que desde entonces se asignó a esta festividad de la Virgen y Todos los Santos fue el primero de noviembre. La iglesia católica ha instituido también el día dos de noviembre para conmemorar en todos los templos el jubileo por los difuntos. Como hemos visto, desde el periodo virreinal en México se acostumbró a conmemorar el día primero a los niños, en particular a quienes fallecieron sin ser bautizados, y el día siguiente a los adultos. En muchos lugares también se ofrenda el 28 de octubre a aquellos que murieron accidentados.

 

El culto a los muertos ha estado estrechamente relacionado con la agricultura debido a su relación con la tierra como lugar desde donde se genera la vida. Dice Mircea Eliade que los muertos, como las semillas, al ser enterrados, son colocados en una dimensión que les proporciona cualidades genésicas: "Semejantes a los granos enterrados en la matriz telúrica, los muertos esperan su regreso a la vida bajo una nueva forma”. 

 

La fiesta colectiva representa precisamente la puesta en circulación de esta energía vital, Chicahualiztli, la llamaban los antiguos mexicanos y los actuales nahuas en Guerrero. Por esta razón antiguamente los banquetes tenían lugar junto a las mismas tumbas, para que el difunto pudiese agasajarse con el exceso vital desencadenado junto a él.  En la India, en China, los muertos regresan esos días para participar de los ritos de fertilidad de los vivos, realizados sobre todo durante la cosecha.

 

Según Eliade, las fiestas más importantes relacionadas con la agricultura y la fertilidad llegaron a coincidir con las fiestas que conmemoraban a los muertos. Antiguamente, el día de San Miguel, el 29 de septiembre, era al mismo tiempo la fiesta de los muertos y de la cosecha en toda la zona norte y central de Europa. En México la festividad de los muertos está relacionada con el ciclo agrícola, pues a principios de noviembre se inicia la recolección del ciclo primavera-verano. De este modo, el día de muertos es el primer gran banquete después de la temporada de peor escasez, durante los meses de septiembre y octubre, banquete de una generosidad tan singular que se organiza para los muertos y se comparte con ellos.

 

El sincretismo de las ideas y prácticas religiosas mesoamericanas con el catolicismo español hizo posible la sobre vivencia del culto a los muertos hasta nuestros días, pero no sucedió lo mismo con el culto a la muerte, pues a partir de la conquista y durante el periodo colonial, y aun durante el siglo XIX, tiende a desaparecer o prácticamente se extingue como culto popular, hasta quedar restringido al ámbito de la brujería.

Calaveras de Guadalupe Posada: su herencia al diseño mexicano

Es hasta fines del siglo XIX y principios del XX que se produce un resurgimiento de la presencia de la muerte, pero se trata de una reaparición profana. Me refiero a las famosas calaveras de José Guadalupe Posada  calacas que se codean con nosotros y nos entregan una imagen de la muerte incorporada naturalmente a la vida cotidiana. Esta figura desacralizada de la muerte, que se reprodujo en miles de folletos y pasquines, no sólo sirvió para hacer una inteligente y mordaz crítica social, sino también para recordarnos que está muy cerca de nosotros, mostrándonos su cercanía con despreocupación y humor. Después de la revolución, que dejó alrededor de un millón de muertos, vuelve a aparecer la figura de la muerte, a veces trágica, a veces sonriente, en el muralismo mexicano.

Daniel Lezama, La muerte de Empédocles.  

Daniel Lezama, La muerte de Empédocles.

 

Durante mucho tiempo que la muerte descendió del templo y del adoratorio, despojada de su sacralidad, para instalarse entre nosotros en la pintura de José Ribera o Daniel Lezama  en un poema de Villaurrutia o Gorostiza, en una novela de Juan Rulfo o José Revueltas o, más recientemente en el cine de Iñárritu. En las últimas décadas ha resurgido también bajo la forma de un culto singular, condenado enfática e inútilmente por la iglesia católica, en la imponente figura de la Santa Muerte . Pero el culto a esta imagen, hasta donde se ha podido documentar, no contiene, a diferencia del antiguo culto a Mictlantecuhtli, una concepción cíclica de la muerte, entendida como regeneración, sino más bien centra su atención en los favores personales que el individuo puede obtener de ella mediante un culto cotidiano a través del cual se construye una fuerte relación emocional con la Santa muerte, en la que el fiel deposita toda su confianza.

La Santa Muerte extiende sus devotos hasta San Luis Potosí 2 de noviembre  dia de muertos - El Sol de México | Noticias, Deportes, Gossip, Columnas

Pintura de  La Santa Muerte, en San Luis Potosí. Foto El sol de México.

 

Adoradores de La Santa Muerte, en la ciudad de México. Foto: Alejandro Aguilar, El Sol de México.

 

El culto a Mictlantecuhtli desapareció porque la muerte dejó de ser considerada como un fenómeno cósmico, de regeneración de la vida, para ser concebida por el cristianismo como un estado terminal. La concepción judeocristiana tiene una idea lineal del tiempo, con un principio y un fin, a diferencia del tiempo circular de los antiguos indígenas en que las etapas temporales se retroalimentan y todo final es simultáneamente un reinicio. El cristianismo postula una teleología en la que el tiempo desaparece en el Reino de los Cielos y se vive una eternidad a-temporal glorificando a Dios, o bien padeciendo los castigos infernales. En el Apocalipsis de san Juan está concebido este "Fin de los tiempos", en cambio, el mito de los soles nos remite a una renovación constante de los ciclos cósmicos.  

 

El cristianismo no sólo fundó una idea del cosmos y su destino sino con ella una idea del cuerpo. El pensamiento judeocristiano puso el cuerpo en el centro de la culpa. Mediante un código ético religioso que consideró las sensaciones placenteras como "Tentaciones del Mal", el cuerpo quedó atrapado en un conjunto de restricciones que, de no ser respetadas, anticipan el castigo eterno después de la muerte. Al fallecer, el espíritu individual debe rendir cuentas de su relación de sometimiento o dominio del propio cuerpo. Si el espíritu logró, atendiendo al código ético-religioso, imponer su voluntad al cuerpo, a sus arrebatos y pasiones, será recompensado en la vida ultraterrena. En el caso de los santos esta conducta ejemplar puede llegar incluso a impedir la descomposición del cadáver, que permanecerá incorrupto y "en olor de santidad".

 

Pero si el espíritu, en una persistente debilidad, cedió durante su vida terrenal a las tentaciones de las que fue objeto el cuerpo, entonces, al morir éste, padecerá un castigo temporal en el Purgatorio si las faltas no fueron graves, o sufrirá eternamente las penas del Infierno. Es decir, la propuesta ética judeocristiana consiste en predisponer al espíritu en contra de su propio cuerpo.

 

Habiendo desaparecido la monarquía celestial conformada por la Trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, el pensamiento moderno sustentado en el desarrollo científico sufrió una especie de orfandad al renunciar a la idea de un Espíritu-Yo que sobrevive a la muerte.

Un ateo contemporáneo piensa en la muerte como en una sutil interrupción de sus funciones vitales, después de las cuales está el blanco resplandor de la nada.

Sabe que no hay una voluntad suprema preocupada por su existencia después de la vida, que al universo le importa un bledo su muerte, que se trata de un acontecimiento absolutamente insignificante que solo afectará temporalmente a unos cuantos seres cercanos, mortales e insignificantes como él. Al universo, decía William James, no le importan lo más mínimo los seres humanos o cualquier otra especie.

 

Todo parece indicar que en el mundo moderno la vida después de la muerte tiene ya poco sustento, de ahí que nuestra cultura se preocupe tanto por conservar la vida aquí y ahora, por prolongarla con medicamentos e intervenciones quirúrgicas, simulando la juventud con la cirugía plástica o el maquillaje, que a cierta edad llega a ser semejante a una técnica de embalsamamiento que intenta ocultar inútilmente el tiempo transcurrido.

Gradualmente ha surgido en el pensamiento moderno la idea de que ésta es la única vida y que lo que aquí nos suceda agota todas las posibilidades de nuestra existencia. No hay un más allá rodeado de ángeles o demonios, tampoco ha prosperado en Occidente la idea oriental de la reencarnación. El hombre contemporáneo está ante la nada y cada cual habrá de buscar la mejor manera de enfrentarla en los momentos previos a la muerte, que son los decisivos. Ciertos padecimientos pueden anunciarnos la forma en que moriremos, pero nadie sabe con certidumbre cómo será su muerte y en qué estado anímico la enfrentará. En realidad, sólo nos queda desearnos mutuamente la mejor de las muertes.

 

Quisiera terminar recordando las palabras de Woody Allen cuando escribió: “la muerte es como estar dormido, pero sin levantarse a orinar”.

 

 

[1] Pániker, 2011: p.125.

[2] Campbell, Joseph, Los mitos en el tiempo, Emecé Editores, Buenos Aires, 2000.

2 Burland A. Cottie, "Sociedades primitivas", en: La vida después de la muerte, Arnold Toynbee, Arthur Koestler y otros, Ed. Hermes, 1993, p.51.

[3] Morin, Edgar, El paradigma perdido, citado en: Ziegler, Jean, Los vivos y la muerte, Siglo XXI, México, 1976.

[4] López Austin, Alfredo, Cuerpo humano e ideología, las concepciones de los antiguos nahuas, (2 tomos) UNAM, México, 1980.

(*) De la Graza, Mercedes, "Ideas nahuas y mayas sobre la muerte", en: El cuerpo humano y su tratamiento mortuorio, Coordinado por Elsa Malvido, Grégory Pereira y Vera Tiesler, ed. INAH-CEMCA, Serie Antropología Social, Colección científica Nº 344, México, 1997, p. 25.