Sociedad /Deportes | Crónica | 4.DIC.2022
Balón y poder. Estampas de mi vida llanera (1) / Sergio Mastretta
En la historia de todo aquel que haya luchado por un balón en un llano sometido por dos porterías sin red se marcan las distancias entre el ser y el no ser. Fuera de la cancha empieza la intemperie y el sinsentido, particularmente si hablamos de política. Lo que pase en el mundo fuera de ese rectángulo y por 90 minutos poco importa. La vida empieza y se acaba con el silbatazo del árbitro.
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El rey. Deben ser las 10.25 de la noche de algún día de febrero de 1961, pues justo en el minuto 25 cayó el gol. En el Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria en la ciudad de México el marcador ya es de foquitos –en el Zaragoza del Puebla todavía marcan los goles con números negros sobre latas blancas—y marca 3 a 3. No lo sé, porque hace unos diez minutos me he quedado dormido y he perdido el hilo de la voz en el radio que narra las minucias del partido entre el Necaxa de mi ídolo el Chatito Ortiz y el Santos de Brasil. Mejor, el Santos de Pelé. El Rey, O Rei, la Perla Negra. Lo más cercano a Dios en estos días de mis ocho años.
“¡Goooooooooool!
El grito brinca los volcanes con la misma agilidad con la que el Morocho Dante Juárez –sí, un jugadorazo argentino a préstamo con el Necaxa para este partido— ha logado meterla,y exprime el júbilo que en el estadio causa el cuarto gol de los mexicanos con el que el Rey, lesionado por Delacha, que ha hecho honor a su nombre, caerá vencido.
Despierto. Pelé tiene 21 años. Yo tengo apenas seis. Y como él, toda la ilusión del mundo.
El Rey Pelé en México, 1961.
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Estrategia. Junio de 1962 en el estadio de Villa del Mar. Mañana soleada, probablemente fría. El Puebla no existe, desaparecido como está desde 1956, así que en casa y en el país entero somos fanáticos de las Chivas, los del América siguen siendo y siempre serán los odiados millonarios y con esos dos equipos han armado la selección del imprescindible Nacho Trelles. Checoslovaquia es un país en el que hablan con kas y que conocemos en la voz del locutor Fernando Marcos, exultante en la narración de un día después en blanco y negro por el Philco en el que vemos a México derrotar 3 a 1 a unos tipos que presumen a un astro llamado Masopust, jugador del Dukla de Praga y héroe mío al que los chilenos que hinchan por México insultan con un grito muy poblano en estos mismos días --¡comunista!— y que no puede impedir que ganemos por fin un juego en un mundial tras seis copas y trece golizas en contra desde 1930. No importa que dos días antes hayamos perdido 1 a 0 con España tras la corrida infernal de Gento en el último minuto. Ni que Pelé nos haya anotado dos golazos para después salir lesionado para dejarle la gloria del campeonato del mundo a Garrincha y a Amarildo. Ganamos. El mundial de Chile, el primero de dieciocho torneos de los que guardaré memoria, trae consigo para mí, además del endiosamiento de Chava Reyes y el Chololo Días, la estrategia futbolera que esconde un mundo insondable: la cortina de hierro. Y tiene que ver más con Italia y mi papá, con Sandro Mazzola y Gianni Rivera, el Milan y la Lazio, y no con Nikita Jrushchov, John F. Kennedy ni guerra fría que se le parezca.
Viña del Mar, al fin un triunfo.
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Democracia. Lo más cercano a ella es la cancha de la primaria del Colegio Oriente en la 21 Sur. Con dos porterías norte y sur –no existen las laterales--, está emplazada al fondo y un metro por encima del plano del patio escolar pavimentado y muy formal con su asta bandera y sus canchas de básquet, la de fut es un páramo de tierra que ocupa media manzana de las de Puebla, 100 por 75 metros entonces, y está enmarcada hacia la 15 Poniente y la 23 Sur por una barda de adobe que ha resistido todas las tormentas del cielo y todos los trallazos que pegan contra la portería sur; en el otro extremo del campo, los balones que se vuelan van a dar a los frontones del Club Alfa 1 con el que colinda por el norte la escuela jesuita.
Voy en 2ª y soy un jugador entre tantos, pero distingo a los de mi salón, son al mismo tiempo mis rivales y mis correligionarios. Democracia, digo. Pues a la hora de recreo corren todos los balones de todos los salones y se juegan en promedio unos quince partidos y siete u ocho porteros en cada portería no pierden el hilo del que sus compañeros de salón corretean por todos los rincones de la cancha. Chuto a gol, pero la cabeza de uno de ellos detiene un gol seguro de un balón que no es el suyo, es el mío, que no ha entrado y que obliga a dirimir si se cuenta o no. Poco importa, el juego sigue. No hay árbitros, las reglas son las universales y cada equipo reclama igual la gloria del gol o a regañadientes acepta la derrota. “Bolita, bolita”, es el grito que se escucha cuando algún balón se salta la tranca de los escalones que bajan al patio. El balón vuela de regreso y el mundo es un sitio en el que jugamos todos.
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Desnudos. Así llegamos a la tierra. En 1964 jugamos en los campos de tierra de La Salle que la modernidad setentera extinguirá para implantar Plaza Dorada, la insabora, pero eso sí, primera plaza comercial de Puebla. Somos el Dukla de Puebla, no de Praga, manejado por Jorge Mena, el de la casa deportiva Deportes Mena, de la 6 Oriente; yo tengo nueve años, y la vida ya consiste en jugar once contra once y siempre llueve el sábado a las 3 de la tarde, la hora en que por los humores adultos los pequeñines tenemos el barro para nosotros. Este año los Camoteros del Pueble han revivido en el infierno de la Segunda División tras ocho años de haber desaparecido del escenario del futbol nacional. El Dukla de Masopust viene a Puebla sin el lesionado y famoso Masopust a jugar contra el resucitado equipo camotero un amistoso en el helado campo del Estadio Zaragoza, y allá vamos esta noche los del Dukla a disputar en el medio tiempo un partido contra otros chavitos de un equipo cuyo nombre se disolverá en mi memoria como la cal que marca el área grande en el llano tras la tormenta. El marcador 0 a 0, no la metemos en esa corretiza de quince minutos tras un, ¡todavía!, balón de cuero. Resuena la risa alcohólica de la grada repleta y el campo interminable y recién regado del Zaragoza es una pradera de película de indios contra vaqueros, y ahí, flotando como una turba de mayates que baja de las luminarias del estadio, va mi felicidad infantil en rojo y amarillo, los colores del Dukla. Al final del partido entre camoteros y Duklas, el impacto mayor de esa noche absurda: alguien ha tenido la ocurrencia de que sus émulos poblanitos vayamos al vestidor checoslovaco para el autógrafo de los comunistas subcampeones del mundo. La imagen la retengo estricta: los cuerpos desnudos de esas torres blancas brotan evaporadas de las regaderas, y no entienden nada, se enojan, gesticulan, gritan en checo, en eslovaco y si pudieran, en esperanto y hasta en totonaco, y casi, no pueden, nos corren de ahí a patadas mucho más certeras que las que dieron en la beisbolera cancha del Zaragoza.
El Puebla FC en el estadio Zaragoza, años sesenta.
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Muralismo. Para todo puede servir una cancha de futbol. Puedes imaginar ahí cualquier cosa. O sufrir las alucinaciones de otros, por ejemplo las de un militar de formación estalinista devenido en organizador de mosaicos monumentales cuyo éxito pasa por la experimentación con los niños que tienes a la mano: cinco mil escolares del quinto de primaria de la ciudad de Puebla.
La tarde del 5 de mayo de 1965 soy parte de esa masa infantil que se amontona entre portería y portería y desde el home hasta el jonrón a la altura del jardín central en el multiusos Estadio Zaragoza, inaugurado en 1952, tres años antes de mi aparición en este mundo. Ideas peregrinas. A nadie se la ha ocurrido la futura existencia de un centro de convenciones en Los Fuertes, y del resultado del evento –chamacos apachurrados y, si hemos de creer al rumor en los barrios, dos muertos, al salir en la oscuridad de la noche por la única puerta que los constructores hicieron para salir de la cancha si no lo haces por la de los vestidores-- resultará que a partir de esta fecha patria no se vuelvan a organizar murales humanos “a nivel de cancha”, como dirá en un futuro algún aguerrido cronista de Televisa. Los próximos niños mosaicos se los llevarán a la tribuna. Pero hoy yo soy uno de esos cuadrados de cartulina y varillas de madera que ven desde las gradas repetido cinco mil veces con el que el Coronel Raúl Velazco de Santiago, el insuperable profesor-militar a cargo, construye monumentales mosaicos para el culto a la personalidad del presidente en turno, en este día y para este festejo patrio, Gustavo Díaz Ordaz, de infeliz memoria futura dentro de tres años. No somos el relleno del partido, somos sus actores principales, propiamente el balón que corre en cartones de colores, somos los niños del Estado de la Revolución Mexicana a todo lo que da la ilusión totalitaria que se imaginan estos militares-profesores que tienen a su cargo el sistema educativo poblano en el que dejarán para siempre los déspotas Maximino y Rafael Ávila Camacho, bien dotado de recursos materiales para los cuadros que forman el rostro del tlatoani abrazado por indios Zacapoaxtlas con las técnicas aprendidas por el coronel en los mítines estalinistas en Checoslovaquia y Hungría. La ideología puede cuadricularse en las manos infantiles al son de los Rockin Devil’s y Leo Dan. Hemos entrenado todos los días del último mes al ritmo de los chícharos dulces, cada quien bajo el sol del patio de su primaria pública o privada, al son del último beso, por qué se fue, por qué murió. Música y silbato para el mural de los héroes acartonados, escuela por escuela, patio tras patio, somos un rectángulo de diez por diez personitas armadas cada una con su juego de cartones envarillados de intensos rojos, amarillos, verdes, azules, rosas para trepar cuadro por cuadro al general Zaragoza en su caballo y arreglarle algo la trompa a Díaz Ordaz desplegado con todo y lentes sobre la bandera tricolor, somos un tronadero de maracas informe, instrumentales latas de Tecates rellenas de piedritas, somos deshilados mechudos de papel de china, traviesas paletas de cartoncillo recubiertas de papel plata y brillantina dorada con unas misteriosas velitas incrustadas.
Y aquí estamos ciento tres años después de una batalla que terminó aquí mismo en esta ladera rascada para cantera y devenida en estadio prueba del progreso por uno que sigue siendo el gobierno supremo, repartidos en la misma grama en la que tira polilla el Burro Figueroa en un disputado partido contra los invictos petroleros del Ciudad Madero que ascenderán en esta temporada 1964-65 a Primera y nos dejarán en el infierno de la Segunda División. El quinto de primaria del Instituto Militarizado Oriente se ubica tras la media barda que encierra el jardín derecho, a la izquierda de la portería oriente en la que un jugador negro del Poza Rica le metió un golazo al Puebla la semana pasada, para nuestra fortuna muy cerca de la única salida existente en el estadio. Llegamos a medio día, pero el espectáculo es vespertino-nocturno, y va para largo, si no, para qué las velitas. Ignoro ahora mismo cómo se resuelve el tema baño para cinco mil escuincles murales, pero al fin todo arranca al filo de las 5 de la tarde con el rumor de que el presidente trompas no estará en la tribuna, pero a quién le importa si ya suenan los silbatos de los maestros y los autómatas respondemos subiendo y bajando cartones al ritmo del ven mi amor, ya no te voy a dar de estos chícharos dulces que hacen daño que cantan los Rockin Devil’s para formar rostros de próceres y frases patrióticas que jamás veremos ni leeremos, cuadros de los que no tendré memoria y que plantan por primera vez en mi cabeza la interrogante sobre lo que tienen en la suya quienes organizan los festivales escolares. Pero cantos y silbatazos dispone la disciplina nacionalista que no pierde el registro del hit parade de la XEHR y los maestros aprovechan cualquier duda en los discursantes de la tribuna para agitar a la masa de niños autómatas que batimos maracas y mechudos al ritmo del desgarrado por qué se fue, por qué murió, por qué el señor se la llevó, se ha ido al cielo y para poder ir yo debo también ser bueno para estar con mi amor, y ya para esta hora francamente anochece porque se prenden y luego se apagan las luces arriba de la tribuna que ruje porque ya los silbatos ordenan que se enciendan las velitas en las paletas de oro y plata y por un instante la patria es amarilla y es justo la hora en que ya han dejado de matarse zuavos y serranos y los bajan heridos por los callejones que rodean el estadio hacia los callejones de Xonaca, igual que baja con un zumbido que aterra un ejército de mayates desconcertados por el apagón de las luminarias y atraídos por las luminosas paletas de una horda infantil que se defiende con ellas en una noche que en la memoria poco a poco se perderá en la bruma.
(CONTINUARÁ)