Cultura /Sociedad | Ensayo | 6.ENE.2023
La última fotografía / Enrique Soto en Revista Elementos BUAP 129
La útlima fotografía
Enrique Soto Eguíbar
Dame una fotografía y te construiré el mundo. Susana Fortes, Esperando a Robert Capa
Con la expansión en el uso y disponibilidad de cámaras fotográficas ha habido diversas discusiones acerca del futuro de la fotografía. Hay quienes piensan que cualquiera con una buena cámara moderna puede hacer fotos “profesionales”. Por mi parte, pienso que fotografiar implica una cierta forma de mirar y entender lo que se mira, además de que la fotografía se desarrolla de forma temática y el procesamiento de la toma sigue siendo un asunto relativamente complejo que requiere de un aprendizaje prolongado o, al menos, de un entrenamiento iniciático en el arte y la técnica de la fotografía.
Sin embargo, hemos sido testigos de algunas fotografías que, independientemente de su calidad, valor artístico o de quien las haya tomado, son profundamente impactantes y constituirán, a largo plazo, imágenes a tener en la mente, esencialmente por su contenido y porque tienen eso que Cartier Bresson llamó “el instante decisivo”. Por ejemplo, las fotografías de Abu Ghraib que, si bien fueron tomadas en condiciones inadecuadas y –según se alcanza a juzgar– por un aficionado, tuvieron un impacto duradero que las hace ya parte importante de la historia de la fotografía y fueron decisivas en el fin del abuso sufrido por los presos en Irak.
Creo que su valor heurístico puede equipararse al de la famosa fotografía de David Burnett, quien retrató a una niña desnuda corriendo en una carretera luego de haber sido rociada con napalm, o la fotografía de Eddie Adams en que un sujeto está disparando directo a la cabeza de un prisionero con las manos atrás (suponemos que atadas). Ambas tuvieron un efecto devastador sobre la “popularidad” de la guerra de Vietnam y, sin duda, ayudaron en mucho a ponerle fin.
Pienso en otras fotografías que han tenido un enorme valor simbólico: la Muerte de un miliciano de Robert Capa, o las fotos –del mismo autor– del desembarco en Normandía. Igualmente, algunas filmaciones han dejado su huella en la historia. Es indudable que la filmación del asesinato despiadado del reportero norteamericano Bill Stewart en Nicaragua por parte de los militares somocistas contribuyó a cambiar la percepción que en Estados Unidos se tenía de dicho gobierno. Más recientemente pudimos ver, en una muy mala filmación de teléfono celular, la ejecución de Sadam Hussein, que causó tanto revuelo. Parece que hoy nada escapa a las cámaras (video y fotografía son cada vez más lo mismo y en los hechos ya están fusionados en una única tecnología relativamente barata).
En nuestro alicaído país pudimos, lamentablemente, presenciar hace años por medio de un video de seguridad (de muy mala calidad, lo que por cierto no ayudó a la identificación de los criminales): el asesinato de Marisela Escobedo en Chihuahua. A pesar de su pésima calidad, su valor es enorme y constituye un documento incontrovertible de violencia y deshumanización. Al mirarlo es imposible evitar la náusea. Es muy significativa e indignante también la foto del supuesto cadáver del narcotraficante Arturo Beltrán Leyva, ensangrentado, semidesnudo y cubierto de billetes.
El valor de esta foto reside en que de un golpe devela la absoluta falta de respeto a la ley por parte de los encargados de la ley, y pone de manifiesto, de forma objetiva, que quienes debieran preservar la escena de un crimen, la alteran a su gusto (aunque sea un crimen realizado en nombre de la ley, es un crimen, y debe ser investigado adecuadamente). Es también evidencia del desprecio por la vida y las personas, y de la deshumanización de policías, militares, forenses y, probablemente, de la sociedad en general.
Pero en el año 2011 se publicó en diversos medios del mundo una fotografía insólita y cuyo valor es realmente único. Constituye un hito en la documentación de la violencia. Según se lee en la edición del periódico El País del 4 de enero de 2011:
Reynaldo Dagsa, un concejal filipino, retrataba a su familia durante la celebración de la ruidosa Nochevieja filipina a las puertas de su casa en la localidad de Caloocan, un suburbio de Manila. No podía sospechar que esta iba a ser la última foto que tomaría en su vida y es que, en una esquina de la imagen, se coló el inquietante retrato de su asesino. Cuando Reynaldo Dagsa apretó el disparador de la cámara, el criminal hizo lo mismo con el gatillo de su pistola. La imagen retrata así el instante previo a su propia muerte.
Resulta imposible imaginar esta coincidencia. Alguien que apunta y dispara su cámara al sitio donde alguien le apunta y dispara con una pistola. De la oscuridad, el disparo del flash hace emerger al asesino. Un documento para la historia de la fotografía y del horror humano. El criminal aparece con los ojos bien abiertos y con la mirada dirigida frontalmente al sujeto, a quien ha identificado y apunta. Es la mirada de la muerte. Probablemente en sus pupilas quedó reflejado el horror del fotógrafo, o quizá únicamente el destello del flash. ¿Se habrá percatado Reynaldo Dagsa de los acontecimientos que se desarrollaban en su entorno, o preocupado en encuadrar, activar el flash, mirando sonriente a su familia, habrá muerto sin darse por enterado?
El motivo del asesinato según se lee en la nota, fue la venganza, ya que el funcionario había enviado a la cárcel al sujeto por robo de automóviles. Parece una venganza desproporcionada; tal vez insultarlo, o arrojarle un jitomate hubiera sido una forma balanceada de venganza, pero el hombre ha perdido el símbolo. Solo valen los hechos y, entre los violentos, el hecho supremo es el asesinato. En publicaciones en que aparece la fotografía completa (la mayoría de las publicadas recogen una parte), puede verse frente a Reynaldo Dagsa su automóvil con la luz encendida, lo que facilitó al asesino clarearlo, como se dice en el argot. En la fotografía, además, aparece en segundo plano un sujeto que mira al asesino y que según se informa se ha identificado como cómplice del mismo.
Como sea, esta foto, aunque de mala calidad, es singular y, pienso, es la foto definitiva en lo que a violencia se refiere. Entre Muerte de un miliciano, en que Capa atestigua con la imagen la caída del soldado republicano Federico Borrell García, y la foto que de su propia muerte ha tomado Reynaldo Dagsa, que además tiene como testigo del hecho a su propia familia, se forma un paréntesis en el que queda todo el resto de imágenes de la violencia.
Entre las fotos más significativas, esta es la que por ningún motivo nadie quisiera haber tomado nunca. La última fotografía. El instante decisivo e irremediable, la foto de la muerte: desde ver morir a un hombre hasta retratar la circunstancia de su muerte, con la parca de frente, acechándolo, arrimándose. La razón de que esto suceda es que hoy probablemente ningún acontecimiento, gesto o suceso escapa a las cámaras de fotografía que dan testimonio de lo que ocurre en el mundo de forma que jamás nadie pudo imaginar.
Son tantas las fotos que se acumulan instante a instante que finalmente, imagino, existe un mundo alterno, tan complejo como este y que es el mundo de las fotos, en el que el tiempo no pasa por ahí. Los acontecimientos se enciman unos sobre otros y todo ocurre en un mismo momento. O quizás no hay nada y todo es simplemente vapor: nada se ve, nada, solo se escucha click, click, click, y de forma análoga resonará el mundo de la violencia: pum, pum, tra tra tra, piu, pas.