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16 Mayo 2024, Puebla, México.

Apuntes a dos manos en el tren a la Tarahumara / Emma Yanes y Sergio Mastretta

Sociedad | Crónica | 11.JUL.2023

Apuntes a dos manos en el tren a la Tarahumara / Emma Yanes y Sergio Mastretta

Textos y fotos desde la ventana del CHEPE

Nos recibe el calor en Los Mochis, estamos cerca del mar, de Topolobambo y su malecón arropado por casas multicolores. Pero aun a las 7 de la mañana el sol estremece y cambiamos el rumbo en busca de sombra en la montaña.

 

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Hay plazos largos. Medio siglo es uno de ellos.

En él cabe bien oculto todo lo que no recuerdo de mi primer viaje a la Sierra Tarahumara. De este mismo recorrido que hacemos hoy en tren desde Los Mochis, pero en el verano de 1974. Igualmente julio. Los mismos extensos campos de sorgo y maíz para el agua que canalizan desde la presa de El Mahone, pero como si no los hubiera visto nunca, con sus tractores que se pierden casi en el horizonte y me confirman una agro-economía capitalista. ¿En dónde estaban mis ojos entonces? ¿Tampoco estuvieron para estas selvas bajas hirvientes que el tren atraviesa como si partiera una papa caliente?

La memoria me ayuda a su manera propia, arbitraria, libre y baldía de mí para lo que ahora considero importante. Por ejemplo, alumbra al "Tren Bala" que corría de Guadalajara a la frontera con la misma prisa que el caballo blanco y que me dejó la impronta del volcán Seboruco rotundo en el llano nayarita.

 

 

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El Fuerte, tras dos horas de recorrido por campos rigurosamente trabajados por tractores en convoy en planos que parecen interminables. El pitido del tren al llegar a las estaciones crea la misma algarabía en cada una, la de los pasajeros que piden subir cuanto antes por el calor exterior de los casi 40 grados; y la de los vendedores, la mayor parte de ellos rarámuris, sobre todo mujeres, que persiguen al tren en el andén para ofrecer sus preciosas artesanías de palma. Son todas ellas mujeres de trajes alegres y floridos que reproducen su imagen en hermosas muñecas de madera con su enredo de tela, en el que envuelven también un pequeño trozo de encino que representa al crío.          

 

 

Ahora mismo, en este julio del 2023 reseco como pocos, el tren acalorado cruza el río Fuerte, el primero de los puentes, de medio kilómetro, el más largo de los seis o siete de la ruta del Chepe, con un rio Fuerte que baja tranquilo hacia la planicie costera, como si respirara aliviado tras un parto  de riscos y rompientes con los que le alumbra como a tantos la montaña madre. Entre las rocas, apenas se perciben a la distancia los niños que se bañan en la desvalida corriente.

 

 

Vaya despliegue de verdes con los que reluce el monte.

 

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El CHEPE, con este tren el recuerdo de mi amigo Lorenzo Reyes Retana como Gerente de Ferromex; conocía cada puente, cada rincón, y los nombres de los maquinistas, las historias de las montañas y sus leyendas  Él amaba este tren. Era el trazo de las vías como sus venas. Murió Lorenzo intempestivamente, pero dejó el legado de su sabiduría en este vía. Aquí están las montañas que él me narraba, tremendamente reales, indescriptibles en su exuberancia, y quizás también los duendes de los que me hablaba. Mi sueño de estar aquí es tal vez un homenaje a mi amigo entrañable.

 El tren avanza despacio, cada vista por la ventana es una estampa.

 

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El grupo roquero de mis años jóvenes, Credence Clearwater Revival, canta en la música de fondo en los altavoces de uno de los vagones ejecutivos del CHEPE. "Have you ever seen the rain, I want to know, coming down...". La tarareaba yo a mis 18 años, cuando este tren era simplemente el Ch P, Chihuahua al Pacífico todavía no convertido en palabra comercial tras la privatización de los ferrocarriles en los años 90 que dejara como único tren de pasajeros sobreviviente al que corre hoy desde Los Mochis hasta Chihuahua. Perdimos los mexicanos ese transporte vital para un país que ya no es más que carreteras abotagadas de tráileres, autobuses y obtusos automovilistas. A la vista del contradictorio Tren Maya, este CHEPE en manos de la empresa Ferromex, propiedad del Grupo México (Germán Larrea) y la norteamericana Union Pacific, trepa discreto por la cañada del río Chinipas para que no recordemos que su sobrevivencia fue una de las condiciones que el gobierno de Ernesto Zedillo le impuso cuando le heredó a los mexicanos la pérdida --por la vía de la venta de máquinas, equipo rodante, estaciones y talleres--, del sistema ferroviario. Para rematar, con la privatización el gobierno federal le regaló a las empresas Ferromex-Ferrosur y Kansas City Southern de México la concesión del derecho de vía, más de 24 mil kilómetros de vías férreas construidos en poco más de 130 años en todo el país. Incluida la formidable ruta del Chihuahua al Pacífico.

 

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Vi esta serranía de selva baja caducifolia antes que la del sur mixteco poblano que he recorrido en busca de historias. Algo le ha llovido a este monte sinaloense despeñado desde la sierra hacia la planicie costera y sus incontables campos agrícolas regados por las presas que aquí sí dejó la revolución. Tres nada más por estos rumbos: El Sabino, El Mahone y Huites, bautizada esta última Presa Luis Donaldo Colosio. Por eso se me viene con toda su fuerza este monte agreste: qué esfuerzo tan enorme realizó el Estado mexicano al construir esta vía que lo atraviesa, que trepa a regañadientes, ayudada por 86 túneles hasta los 2,350 metros sobre el nivel del mar en el puerto de tierra Creel al que nos dirigimos. Enterita la recibió Germán Larrea de Ferromex.

 

 

La línea de tierra desnuda sigue el caprichoso quiebre del río al que la mano humana le ha impuesto un cerrojo bautizado como Presa Luis Donaldo Colosio. La inundación original alcanzó tal vez treinta o cuarenta metros por un río que culebrea con cuerpo de dragón, pero en estos años de sequía lo que aparece bajo la línea que corta el monte es la roca pelada con el blanco remoto de la era geológica. No queda más que imaginar las tormentas ciclónicas que se necesitan para llenar  este enorme cuenco vacío en pleno julio que sigue la vía del tren durante varios kilómetros. La línea del río al fondo del estrecho valle apenas recuerda el agua monumental que produce la región central de la Sierra Tarahumara, pero ahora no hay visos de que pueda acumularse nuevamente.

En la memoria transita el roquero Credence: Ahora no, no ha llovido el día de hoy. Y ahora no, no hace frío ni calor, dice melancólico.

Afuera, sin embargo, el sol fulmina el monte a 42 grados de temperatura.

 

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Se abren las piedras en un rincón de la montaña y se asoma por la maleza como un orgasmo la cascada. De la roca vertical se detienen los magueyes,  parecen flotar, la punta de su penca casi acaricia los vagones.

 

 

 

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La cháchara acompaña el viaje. Es un grupo de mujeres maduras para las que el paisaje es como el aire para los pájaros, las envuelve y ellas parlotean, las contiene pero ellas se sostienen  en sí mismas.

Entre peñascos y túneles la alegría de la vida.

 

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Río arriba, los pedregones apenas si dejan pasar la corriente, como si se apenaran de su brevedad; aburridas, reflejan el sol que arde  sin piedad la sierra, claman por al cielo por los ciclones todavía con la esperanza de alcanzar algún día el mar.

 

 

El caballo de acero viborea entre amorosas montañas, se adapta a la naturaleza como si sus vías fueran surcos de tierra y los túneles las cuevas donde viven algunos rarámuris. Una modernidad la del ferrocarril que se funde con la naturaleza.

 

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Modos del tren. Las pilas de durmientes enchapopotados. Los rieles contenedores de tierra. La chatarra heredada, una máquina, unos furgones arrumbados, casuchas abandonadas. Los peones de vía que pelean sin éxito contra los deslaves. Pinos y encinos dominan ya el paisaje.

 

 

Qué Sierra Tarahumara recuerdo. La de las misiones de la Compañía de Jesús. La de la tierra herida por el río Urique. La caminata de dos horas a Sisoguichi al bajar del tren en Creel al caer la  tarde. El templo de piedra de la antigua Misión. La de la avioneta que aterriza al fondo del cañón en Batopilas. La del obispo jesuita José Llaguno. La del Ronco Robles y sus hermanos jesuitas decididos a comprender y asimilar la espiritualidad rarámuri. La de los silenciosos rarámuris. Los faldones coloridos de las mujeres y su profundo misterio. La del indio que persigue y retrata turistas como represalia. La de la tormenta en Guachochi y el aluvión inminente. La de los miles de latas de cerveza  a la orilla del camino.

Es la de mi recuerdo una sierra sin mayor análisis. Simples vistazos que brotan de la memoria como la vista que se prende en el lienzo de la ventana al contemplar la montaña.

A qué sierra vamos. La que apenas lograremos ver en dos días, Emma en su trabajo con las artesanas y artesanos rarámuris, yo con el propósito de entrevistar a dos sacerdotes que arriesgan su vida todos los días con su denuncia firme del crimen organizado y la  impunidad con la que les permiten actuar las autoridades.

 

El río Urique ha logrado abrir un cañón enorme que le da fama a la Tarahumara. Un territorio de abismos al que desde todos los ámbitos se le acosa: en los minerales de la entraña de su tierra, en el rostro de misterio que guarda el mundo indígenra milenario. Subimos a una montaña entrañable, la sierra en la que resiste el pueblo rarámuri el acoso civilizatorio de la Iglesia y el  Estado mexicanos. La primera ha logrado transformar su visión de la espiritualidad de la mano de sacerdotes como Javier Pato Ávila y Héctor Martínez y ha entendido hace tiempo que su misión empieza estrictamente en no imponer nada. El segundo, inasible y flotante en su representación política, mestizo y desarrollista, corrupto y torpe incumple como nunca en su responsabilidad primordial, la del respeto y defensa de los derechos humanos y la vida de las personas.

Subimos a la montaña, entonces, conducidos por un tren espectacular, testigo fiel y justo de este propósito añejo y contradictorio del mundo exterior que acosa a sus pobladores: llegar para la conquista y el  despojo.