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26 Julio 2024, Puebla, México.

¿El resistible (y repetido) ascenso de Donald Trump? Dossier de Sin Permiso

Mundo | Ensayo | 1.OCT.2023

¿El resistible (y repetido) ascenso de Donald Trump? Dossier de Sin Permiso

Revista Sin Permiso. 

 

La aterradora forma en que Trump podría ganar sin el voto electoral o popular

Stephen Marche 

Ensayista y novelista canadiense, colaborador de medios como The New York Times, The New Yorker, The Atlantic o The Guardian, es autor de ensayos como "The Next Civil War", “The Last Election” y, traducido al español, "Cómo Shakespeare lo cambió todo" (Taurus, 2014).

En una época normal, en condiciones políticas normales, el fantasma de otra presidencia de Trump sería estrictamente cosa de pesadillas. El ex presidente se enfrenta a 40 cargos penales por el uso irregular de documentos clasificados, y tendrá que interrumpir su campaña el próximo verano para defenderse ante los tribunales. Estos cargos son independientes de los 34 delitos por falsificación de documentos comerciales a los que se enfrenta en Nueva York. Y luego está la demanda por difamación en un caso de violación, que comenzará en enero, y que perderá casi con toda seguridad.

El pueblo norteamericano puede ser, sin embargo, terriblemente indulgente. En las encuestas actuales, Joe Biden y Donald Trump están empatados a escala nacional; no ha surgido ningún candidato republicano como para desafiar a Trump. Pero, como no hemos dejado de aprender desde el año 2000, la voluntad de la mayoría del pueblo estadounidense ya no importa demasiado a la hora de decidir quién gobierna el país.

Los abstrusos y elaborados mecanismos de la Constitución norteamericana relativos a las elecciones, que solían ser objeto de curiosidad histórica, se han vuelto cada vez más pertinentes a cada año que pasa. En 2024, hay muchas posibilidades de que Donald Trump pierda el voto popular, pierda el colegio electoral, pierda todas sus causas judiciales y aun así acabe siendo presidente de Estados Unidos de forma totalmente legal. A eso se le llama elección contingente.

Elección contingente es el proceso que se pone en marcha para hacer frente a la eventualidad de que ningún candidato presidencial alcance el umbral de 270 votos en el colegio electoral. En los primeros tiempos de la república norteamericana, cuando el duopolio del sistema bipartidista ni se deseaba ni se esperaba, este proceso resultaba esencial.

Ha habido dos elecciones contingentes en la historia de los Estados Unidos. La primera tuvo lugar en 1825. El año anterior, Andrew Jackson, el hombre cuya efigie aparece en el billete de 20 dólares, había conseguido la mayoría relativa de votos y también la mayoría relativa de votos del colegio electoral, pero tras extensas y elaboradas negociaciones, John Quincy Adams se hizo con la presidencia, sobre todo al ofrecer a Henry Clay, que había quedado tercero en las elecciones, la secretaría de Estado. Jackson, aunque sorprendido, aceptó con elegancia. Sabía que llegaría su momento. Sus partidarios utilizaron la mancha del "regateo corrupto" de Adams con Clay para asegurar la victoria de Jackson en 1828.

Jackson era un patriota. Puso los intereses del país por delante de los suyos, para preservar la joven república. Estados Unidos es hoy más viejo, y se ha vuelto arcaica la noción de líderes que anteponen los intereses del país a los suyos propios y a los de su partido. Las elecciones legislativas de 2022 no tuvieron precedentes en cuanto al número de negacionistas de [los resultados de] las elecciones que fueron nombrados para ocupar cargos serios.

"Muchos negacionistas y escépticos de las elecciones de 2020 se presentaron a las elecciones de mitad de mandato de 2022, y 229 de ellos consiguieron ser elegidos", de acuerdo con un informe de la Universidad de California. "Hasta un total de 40 estados eligieron a negacionistas o escépticos de las elecciones de 2020 para diversos cargos, de gobernadores a secretarios de Estado, pasando por fiscales generales o congresistas".

El pueblo norteamericano ya es poco proclive a creer en la legitimidad de cualquier elección que no se ajuste al resultado deseado, sea de izquierdas o de derechas. En 2016, durante la toma de posesión de Donald Trump, la multitud coreó un "no es mi presidente". En agosto pasado, el porcentaje de republicanos que piensan que les robaron [las elecciones de] 2020 se acercaba al 70%.

Así que la posibilidad de que el colegio electoral haga público un resultado confuso, o sea incapaz de certificar un resultado satisfactorio dos meses después de las elecciones, resulta bastante real. El colegio electoral, hasta en sus mejores momentos, es un sistema arcano, indigno de un país del siglo XXI. En toda la historia de los Estados Unidos, y hasta 2020, ha habido 165 miembros del Colegio Electoral infieles a su mandato: electores que no votaron al candidato al que habían prometido votar.

En 1836, los electores infieles de Virginia forzaron una elección contingente del vicepresidente. Si el 6 de enero no se ha alcanzado la cifra de los 270 votos electorales, tiene lugar de modo automático una elección contingente. Y la elección contingente no se decide por los votos populares ni por el número de votos del colegio electoral. Cada delegación de cada estado en la Cámara de Representantes recibe un voto para elegir al presidente. Cada delegación de cada estado en el Senado recibe un único voto para elegir al vicepresidente.

La injusticia básica de este proceso es obvia: California, con sus 52 representantes, y Texas, con sus 38 representantes, tendrían el mismo peso en la determinación de la presidencia que Wyoming y Vermont, que tienen uno cada uno. Las delegaciones de los estados en la Cámara favorecerían a los republicanos como algo natural. En la lucha por los delegados en el Congreso, los republicanos tendrían 19 delegaciones seguras en la Cámara y los demócratas 14, tal y como están las cosas, con más estados de tendencia republicana que demócrata.

Todo lo que se necesitaría, desde un punto de vista técnico y legal, es que no se contaran o certificaran suficientes votos del colegio electoral para que se celebrara la elección contingente, lo que prácticamente garantizaría una victoria republicana y, por tanto, una presidencia de Trump. Sería totalmente legal y constitucional. Sencillamente, no resultaría reconociblemente democrático para nadie. Recordemos que las autocracias tienen elecciones. No importa quién vota. Importa quién cuenta.

En 2021 publiqué un libro sobre el declive político estadounidense, The Next Civil War (La próxima guerra civil), en el que analizaba las crisis estructurales que subyacen al derrumbe del orden político norteamericano, pero no incluí un capítulo sobre el sistema electoral, pues me parecía demasiado inverosímil, propio de fantasías históricas. Esas profundas crisis estructurales están hoy superando, rápidamente, al propio sistema electoral. Unas elecciones contingentes serían, de hecho, las últimas elecciones, que es el título del nuevo libro [The Last Election] que he escrito en colaboración con Andrew Yang justamente sobre esa posibilidad. La descomposición avanza más rápido de lo que nadie hubiera podido imaginar. Las fantasías de la historia son ahora atisbos del futuro.

Las encuestas no valen gran cosa en el mejor de los casos, pero este año carecen especialmente de sentido. Los demócratas se han consolado con una reciente encuesta del New York Times y el Siena College que mostraba cómo la ventaja republicana en el colegio electoral, que era del 2,9% en 2016 y se elevaba al 3,8% en 2020, ha disminuido a menos de un punto porcentual, según los datos más recientes. Nada de eso importa.

El verdadero peligro de 2024 ni siquiera estriba en la posibilidad de una presidencia de Trump. Estriba en que el sistema electoral, en su arcana decrepitud, produzca un resultado que no sea creíble para nadie. El peligro de 2024 es que sean las últimas elecciones.

The Guardian, 18 de septiembre de 2023

 

Trump no es tan fuerte como parece: le están dejando ganar sus rivales del Partido Republicano

E.J. Dionne 

Columnista del diario The Washington Post, es profesor de la McCourt School of Public Policy de la Universidad de Georgetown y miembro de la Brookings Institution. Su último libro, con Miles Rapoport, es "100% Democracy: The Case for Universal Voting".

Para entender por qué Donald Trump se salta una vez más uno de los debates presidenciales de los republicanos, hay que darse cuenta de que la forma convencional de ver la contienda por la designación del candidato del Partido Republicano pone las cosas en gran medida al revés. La posición de Trump en las encuestas no tiene tanto que ver con su fuerza como con la debilidad del resto de los candidatos y del Partido Republicano tradicional.

Trump quiere que sus enemigos sigan siendo débiles. Al no presentarse, los reduce a jugadores de poca monta que intentan derribarse unos a otros mientras los principales contendientes ofrecen pálidas imitaciones de su propio mensaje y valores.

Los votantes republicanos, antes abiertos a alguien que no fuera el ex presidente, están llegando a la conclusión de que, si lo que van a tener es trumpismo, más les vale ir con el tipo que lo inventó. Y están recibiendo pocos consejos útiles de los líderes del partido que -como dijo el senador Mitt Romney (republicano por Utah) a su biógrafo McKay Coppins- ven a Trump como un desastre, pero son demasiado apocados como para declararlo públicamente.

No tendría por qué ser así, porque la fuerza del bloqueo de Trump sobre el partido está enormemente exagerada.

Claro que Trump tiene una base inquebrantable, aquellos que seguirían con él aunque le imputaran una docena de veces más. Pero ese núcleo duro no representa más del 35% del electorado republicano en las primarias. Realmente hay (o había) espacio como para que se abrieran paso otros.

Pero ninguno de ellos ha suscitado verdadero entusiasmo, y el político que antes parecía mejor situado para enfrentarse a Trump, el gobernador de Florida Ron DeSantis, ha tenido un año desgraciado.

Como resultado, Trump ha sido capaz de combinar su base con una buena parte del grupo más abundante de republicanos: aquellos con una visión más o menos positiva del expresidente, pero dispuestos a apoyar a otra persona.

No hace mucho, esos republicanos se inclinaban por otros, en particular por DeSantis. Trump parecía cualquier cosa menos inevitable a principios de 2023. Muchos en el partido le culpaban a él (y a los candidatos a los que apoyaba) de la decepcionante posición conseguida en las elecciones de mitad de legislatura de 2022.

Una encuesta realizada a mediados de enero para el Bulwark por North Star Opinion Research y Whit Ayres, encuestador de los republicanos, concluyó que, cuando a los republicanos se les ofrecía elegir entre DeSantis, Trump y "otro candidato", el 44 % elegía a DeSantis frente al 28 %de Trump y el 10 % para la alternativa sin nombre. Cuando se enumeraba por su nombre a los demás candidatos posibles del Partido Republicano, DeSantis aventajaba a Trump por un 39 % a 28 %.

Otros sondeos a principios de año mostraban en general a Trump por delante, pero no con  el prohibitivo margen actual. El domingo, el promedio de las encuestas de RealClearPolitics situaba a Trump en el 57,5 %, a DeSantis en el 13,3 %, a Vivek Ramaswamy en el 7 %, a Nikki Haley en el 5,2 % y a todos los demás por debajo del 5 %.

La triste noticia para el país es que los republicanos dejaron escapar una verdadera oportunidad de acabar con la carrera de Trump. La oportunidad podría no volver a presentarse. A los críticos del Partido Republicano les gusta señalar que, cuanto más se acusa a Trump, más votantes republicanos acuden a él. Se solapan las líneas temporales de su ventaja cada vez mayor y su creciente lista de delitos graves, pero hay explicaciones mejores para su regreso.

La más obvia es que sus adversarios en las primarias han fracasado claramente a la hora de impresionar a los votantes. Y lo que es igual de importante, tanto ellos como los críticos (a menudo secretos) del partido de Trump no querían arriesgarse a enfurecerle ni a él ni a sus seguidores. Así que se contuvieron a la hora de lanzar golpes de gracia cuando Trump estaba contra las cuerdas. Esa no es forma de vencer a un pendenciero que hará cualquier cosa por vencer.

Los líderes del Congreso también parecen haber calculado que sus esperanzas de mantener su estrecha mayoría en la Cámara de Representantes y recuperar el Senado dependen de votantes a los que Trump pueda atraer a las urnas, y los conservadores tradicionales, no. Trump se lo está restregando al renunciar al debate del miércoles [27 de septiembre] en favor de un viaje a Michigan, donde fingirá ser amigo de los trabajadores del sector automovilístico del estado. De hecho, fue un presidente muy antisindical, pero sabe muy bien cómo interpretar sus diversos papeles en televisión.

La paralizante dependencia de Trump del partido no ha hecho más que crecer con su continua pérdida de votantes suburbanos de centro, pequeños conservadores temperamentales que se muestran escépticos ante un conservadurismo contemporáneo con mayúsculas cada vez más moldeado por la extrema derecha.

Lo sucedido en el condado suburbano de Montgomery, a las afueras de Filadelfia, es un microcosmos de los problemas del Partido Republicano. En 1988, George H. W. Bush, parangón del conservadurismo moderado a la antigua usanza, obtuvo el 60% de los votos del condado, arrasó en Pensilvania y en las elecciones presidenciales. En 2020, Trump obtuvo poco más del 36%, perdió el estado y la presidencia.

A corto plazo, los estrategas republicanos no ven vías para reconstruir una coalición más moderada. El electorado de las primarias del partido está llegando a la conclusión de que, en un país estrechamente dividido, Trump es tan elegible como cualquiera de sus rivales menos que estelares. Los candidatos que se reúnan el miércoles para debatir en la Biblioteca Reagan de California deben comprender que están a punto de permitirle al hombre más peligroso de la política norteamericana una oportunidad más de hacerse con el poder.

E.J. Dionne Jr., columnista del diario The Washington Post, es profesor de la McCourt School of Public Policy de la Universidad de Georgetown y miembro de la Brookings Institution. Su último libro, con Miles Rapoport, es "100% Democracy: The Case for Universal Voting".

 

Joe, el de clase trabajadora

Robert Kuttner 

Cofundador y codirector de la revista The American Prospect, es profesor de la Heller School de la Universidad Brandeis. Columnista de The Huffington Post, The Boston Globe y la edición internacional del New York Times, su último libro es “Going Big: FDR's Legacy, Biden's New Deal, and the Struggle to Save Democracy” (New Press, 2022).

Mañana [26 de septiembre], Joe Biden se sumará a uno de los piquetes de los trabajadores en huelga de la UAW, el primer presidente que hace algo semejante. Me han dicho que entre los asesores de Biden la decisión resultaba controvertida: ¿no se supone que el presidente es un intermediario neutral?

Las empresas automovilísticas, como la mayoría de las corporaciones norteamericanas, están rebosantes de beneficios, mientras que los trabajadores pierden empleos, salarios y seguridad económica. Todo el programa de Biden pretende corregir ese desequilibrio. Así que, ¿por qué no mostrar esa solidaridad de clase de la forma más gráfica posible?

Supone también una política inteligente y que ya se hacía esperar. Hay más trabajadores que jefes. Biden va por detrás en la mayoría de las encuestas, especialmente en lo que respecta a la economía. Y eso a pesar de que se ha controlado la inflación, la economía está en pleno empleo y los salarios han subido ligeramente. Pero para la mayoría de los votantes, lo básico no ha cambiado a mejor. La excepción, sin embargo, son los trabajadores sindicados.

Las diversas leyes de inversión pública de Biden sirven de ley de pleno empleo para los gremios de la construcción, y se extenderán durante gran parte de la próxima década. En los anuncios de televisión de Biden, ¿qué tal si un obrero de la construcción y un trabajador del automóvil de verdad cuentan lo que Biden ha hecho por ellos y por qué le apoyan? ¿Qué tal un padre estresado contando lo mucho que ha cambiado su vida con el Crédito Fiscal por Hijos y por qué votar a Biden y a un Congreso demócrata es un votar para recuperarlo y ampliarlo?

“Nuestros candidatos a la Cámara de Representantes, al Senado y a las cámaras legislativas estatales están consiguiendo significativamente mejores resultados que Biden y hacen que todas las ramas [del Partido Demócrata] sean competitivas para 2024", me dijo el encuestador Stan Greenberg. "Las encuestas en los estados en disputa le muestran significativamente mejor que en 2020. De modo crucial, puede llegar a ser más sólido si deja de hablar de sus logros y hace de la elección una futura opción que escoger frente a los republicanos, sobre esos mismos temas de los que ha venido hablando."

Resulta urgente acertar en esto. La encuesta más reciente del Washington Post/ABC, si es exacta, sugiere el riesgo de una catástrofe en 2024 para los demócratas. El índice de aprobación de Biden no sólo ha bajado al 37% favorable y al 56% desfavorable. Su valoración de la economía es aún peor, un 30% positiva y un 64% negativa.

La encuesta del Post resulta un tanto atípica. Muestra a Biden diez puntos por detrás de Trump, mientras que otras encuestas señalan un empate. Y muestra que Trump es más popular ahora que cuando dejó el cargo. Muestra incluso que hay más votantes que responsabilizan a los demócratas que a los republicanos del estancamiento presupuestario.

Pero aunque la encuesta del Post exagerase estas tendencias debido a errores de muestreo, aquí hay una advertencia útil. Los años de Trump son recordados por muchos votantes como años mejores que los de Biden: sin inflación, con bajos tipos de interés, sin guerra en Ucrania, sin pandemia hasta 2020. Esto resulta tremendamente injusto, pero la vida es injusta; y Trump trabajará para maximizar esta impresión.

El riesgo es que la opinión pública sobre Biden se endurezca hasta el punto de que casi nada pueda alterarla. Muchos demócratas desearían que en 2024 su candidato fuera otro, alguien más joven y vigoroso que pudiera hacer que Trump pareciera el vejestorio de la carrera presidencial.

Este pesimismo se nutre de sí mismo y acaba deprimiendo la organización y la recaudación de fondos. Biden tiene unos meses para cambiar radicalmente esa ecuación. Si no lo hace, aumentarán los llamamientos desde dentro de su propio partido para que se haga a un lado antes de que le acaben apartando en las elecciones de 2024.

The American Prospect, 25 de septiembre de 2023

 

Debate número dos de los candidatos republicanos: farsantes y cacofonías

Harold Meyerson

Veterano periodista de la revista The American Prospect, de la que fue director, ofició durante varios años de columnista del diario The Washington Post. Considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta comentaristas más influyentes de Norteamérica, Meyerson pertenece a los Democratic Socialists of America, de cuyo Comité Político Nacional fue vicepresidente.

Fue Howard Hawks, eminente director del Hollywood clásico, quien inventó (tal como afirmaba) o destacó, en cualquier caso, a la hora de incluir diálogos superpuestos en las películas. En la trepidante comedia His Girl Friday (Luna nueva), Cary Grant y Rosalind Russell forman una controvertida pareja que pasa vertiginosamente del matrimonio al divorcio y de nuevo a emparejarse, que hablan constantemente el uno por encima del otro, y a medida que la trama se vuelve más enrevesada y la acción más frenética, también hacen lo propio todos los demás.

Puede que Luna nueva se lleve el premio a la película con más personajes que hablan a la vez, aunque Robert Altman podría tener algo que decir al respecto. Pero Hawks y Altman quedaron totalmente eclipsados anoche por el segundo debate (sin Trump) de los candidatos republicanos a la presidencia. Según mi inexperto cronometraje de la acción, creo que un cuarto completo y quizás incluso un tercio de la primera hora del debate se hizo ininteligible por tener a tres, cuatro o a veces cinco de los candidatos hablando a la vez, a lo que uno y a veces dos de los tres moderadores se sintieron obligados a añadir sus propias voces en un intento infructuoso de decir a los candidatos que se callaran.

No quiero decir que esta incomprensibilidad se deba siempre a que los candidatos hablen por encima de los demás. Algunos de los candidatos demostraron una impresionante capacidad de resultar incomprensibles cuando hablaban solos. El gobernador de Dakota del Norte, Doug Burgum, no sólo intervino a gritos en estos coloquios solapados por miedo a que los moderadores (razonablemente) le pasaran por alto, sino que demostró ser totalmente capaz de desconcertar a los oyentes con sus referencias taquigráficas a oscuras medidas políticas de Dakota del Norte hasta cuando el micrófono era sólo suyo.

Para ser justos, gran parte del problema estuvo en las reglas del debate. Los oradores a los que se planteaban preguntas disponían de un minuto para responder, y si atacaban a alguien más en el escenario, esa persona disponía de 15 segundos para contestar. No son exactamente las reglas de debate de Lincoln-Douglas, estructuradas para producir una argumentación inteligente. Están diseñadas específicamente para producir frases hechas, de modo que un veterano político como el gobernador de Florida Ron DeSantis utilizó su minuto para recitar lemas superficiales, mientras que un novato como Burgum utilizó el suyo para endilgar explicaciones de cinco minutos en el minuto asignado, con resultados desconcertantes.

Por consiguiente, cuando los candidatos comprendieron que no podían decir gran cosa, llegaron a un acuerdo tácito (cuyos efectos eran demasiado audibles) de ignorar las reglas por completo. En consecuencia, exhibieron todas aquellas cosas malas que Dostoievski estaba convencido que se derivarían de la idea de que, tal como decía uno de sus personajes, "todo es lícito, hasta el canibalismo".

El canibalismo de los candidatos era sólo verbal, pero se devoraban los unos a los otros. Interrumpían a sus compañeros. Interrumpían a los que les interrumpían. Se peleaban, gritaban, chillaban. El único ganador de esta contienda hobbesiana fue Donald Trump.

Al no andar por allí, Trump no tenía que unirse a la “melé” cuando se le atacaba, cosa que Chris Christie hizo más directamente que en el primer debate. Vivek Ramaswamy, por su parte, después de haber generado torrentes de mala voluntad de sus compañeros candidatos al despreciarlos a todos en el primer debate, fue objeto de ataques casi constantes de sus colegas, que trató de contrarrestar gritando sus respuestas hasta cuando sus atacantes se encontraban todavía en pleno ataque. Y eso a pesar de sus repetidos intentos anoche de deshacer la imagen de mocoso malcriado que había transmitido con tanta maestría en aquel primer debate.

Esta vez aclamó a sus compañeros de candidatura como buenos compañeros, aunque Nikki Haley no fuera tal cosa, y admitió de buena gana que su actitud de sabelotodo no significaba que realmente lo supiera todo (sólo mucho). Estos esfuerzos fueron en vano, por supuesto; Haley continuó lanzándole acusaciones de idiotez en política exterior por no apoyar a Ucrania, mientras que Tim Scott, cuyos asesores le habían dicho obviamente que hablara esta vez, hizo repetidas referencias a los diversos negocios de Vivek con empresas chinas controladas por el Partido Comunista de ese país. Haley resumió sus sentimientos hacia Ramaswamy declarando que se sentía "un poco más tonta" cada vez que le oía hablar. Luego, Haley y Scott se enzarzaron en una prolongada disputa sobre quién había traicionado más a su querido estado de la palmera enana [Carolina del Sur], si subiendo el impuesto sobre la gasolina (Haley) o elaborando proyectos de ley que no llegaron a ninguna parte en el Congreso (Scott).

Haley, Scott, Christie y Mike Pence siguen siendo todos ellos republicanos prepopulistas, pretrumpianos, que hablan con cariño de presupuestos equilibrados y de aliados de la OTAN. Ramaswamy y DeSantis, por el contrario, dejaron claro que transferirían todos los dólares que hemos enviado a Ucrania y los redirigirían a nuestra frontera con México. No dispuesta a cederles del todo a ellos la base trumpiana o, para el caso, a Trump, Haley también prometió enviar operaciones especiales a México para acabar con los cárteles de por allí. Tal como repiten los republicanos, las fronteras importan, salvo cuando no importan.

Los moderadores -dos de Fox y uno de Univision- formularon preguntas muy interesantes. Preguntaron acerca de la desigualdad económica, del valor, si es que lo tienen, los sindicatos, de la relación entre el salario de los directores ejecutivos y el salario medio de los trabajadores, sobre a quién hay que culpar del próximo cierre del gobierno, sobre la imposibilidad de costear la atención infantil, sobre el alto número de habitantes de Florida sin seguro médico, así como lo habitual sobre la inflación y la delincuencia. En general, los candidatos lograron ignorar las preguntas que les resultaban difíciles de responder, y en su lugar hablaron de lo de siempre en relación a la inflación y la delincuencia. Cuando se les interrumpía, los demás  candidatos tampoco lo hacían para responder realmente a la pregunta, sólo querían exponer en voz alta sus propios comentarios fuera del tema o atacar al candidato al que interrumpían por alguna fechoría que no guardaba relación con ello.

Y así: Haley, Christie, Scott y Pence -los enumero por orden de eficacia en estos debates- se dirigen a un Partido Republicano que ha acabado en el cementerio de elefantes. Por su parte, Ramaswamy y DeSantis se ciñen a temas trumpianos de probada eficacia. El primer grupo no puede imponerse porque su partido se ha trumpificado por completo, mientras que ellos, no; el segundo grupo no puede imponerse porque ¿quién puede encarnar mejor el trumpismo que Trump? Doug Burgum no puede imponerse porque es Doug Burgum.

El único valor de estos debates, en definitiva, consiste en poner a prueba los límites de los diálogos superpuestos. Howard Hawks, tendrías que haber vivido para verlo.

The American Prospect, 28 de septiembre de 2023