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13 Septiembre 2024, Puebla, México.

2 de agosto de 1989:

Sociedad | Crónica | 6.AGO.2024

2 de agosto de 1989: "En el fondo del lago, ai quedaron puras familias"

Fotografía de Jesús Olguín

“Por ahí no es ¡frene, frene!

 

San Baltazar Tetela, a la orilla del lago de Valsequillo, al sur oriente de la ciudad de Puebla, 2 de agosto de 1989. Miguel Ruiz, jornalero de 29 años, nativo de Santa Cruz Tlahuiloya, en Tepeaca, enfiló por la rampa de concretó que baja al lago en el embarcadero de Los Ángeles. Demián Morales Maravilla, encargado del Chalán de la Secretaría de Comunicaciones y Trasportes, le gritó de inmediato: “No, por ahí no es, frene”. Miguel frenó la pick up propiedad de su suegro Sebastián Zenteno, quien junto con su mujer Teresa Fuentes, su hija Pascuala Zenteno, su nieta Laura Ruiz, su sobrina Ángeles Zenteno y Casilda Jiménez, viajaba en la parte posterior de la camioneta. Ángel Zenteno, cuñado de Miguel había bajado a “echarle aguas” para que pudiera retroceder para tomar la terracería que llevaba a la panga. Miguel retrocedió. Los niños Genaro y Germán Zenteno, de cinco y tres años, estaban con él en la cabina, lo vieron maniobrar para tomar el camino indicado. Después, para Miguel, para los niños, para quienes iban atrás, la pendiente chiclosa de la terracería, el aceleramiento sorpresivo de la camioneta, la entrada vertiginosa en el chalán atracado, la gritería de los hombres aterrados que los vieron caer al agua, fue el último chispazo de su vida campesina hacia la muerte.

A las cinco de la tarde del día siguiente, cuando ya han sido rescatados cuatro cadáveres y los buzos de Rescate Acuáticos, los patrulleros de la Federal de Caminos, la cuadrilla de bomberos del mayor Joaquín Vélez Ruiz, los funcionarios de la Procuraduría, la vista de un centenar de curiosos y de los familiares de los campesinos ahogados, penan y se hacen bolas ante la azarosa tarea de sacar los otros cuatro cadáveres que se cree están en la cabina de pick up.

En el panorama desde la orilla de Los Ángeles, se ven los distintos atracaderos de la panga, dispuestos para el uso según el nivel del lago. Ahora está muy abajo: tan sólo queda un atracadero, unos cinco metros más abajo del nivel donde se produjo el accidente. No existe un solo aviso que dé cuenta de las medidas de seguridad que deben tomarse para acceder al Chalán. La gente sigue la costumbre, están habituados al riesgo diario de cruzar el lago.

Dicen que desde que se construyó la presa pidieron el puente, y desde siempre han escuchado a los candidatos a la presencia municipal de Puebla prometérselos. En 1972 se lo pidieron a Luis Echevarría, el presidente dijo que sí, pero sus funcionarios dijeron que no, que la región es muy pobre y no hacía costeable un puente. Mejor les pusieron un chalán, que quedó a cargo del gobierno, pero bajo el manejo de los lugareños. Uno tras otro, han ocurrido los accidentes, y apenas en 1988 se ahogaron 3 personas. Hace un mes, en una típica reunión de funcionarios de todo tipo y representantes de los pueblos, se habló nuevamente del puente. Dijeron que costaría tres mil millones de pesos. Por ahí, en algún cajón, está el proyecto.

A las ocho de la noche del miércoles, Damián Morales Maravilla, motorista del Chalán, vio venir dos camionetas del lado de Los Ángeles. Encaminó la embarcación con una capacidad para 60 toneladas, a la que ellos dieron mantenimiento a sus cinco cajones hace tres años ―al atracadero. Pero la camioneta que iba al frente enfiló por la plancha de concreto. Le gritaron. Se detuvo. La vieron retroceder. Agarró la bajada, acelerada, pasó derechito junto a Damián, no se detuvo. Se hundió en un instante. Las personas que iban en la caja del vehículo se desparpajaron por el agua, no sabían nadar, eran campesinos. Damián, un hombre de más de 60 años, paró el motor de la panga. El y dos de sus compañeros corrieron hacia la lancha de motor, escuchaban los gritos de angustia de los náufragos y de sus familiares. Ninguno se echó al agua.

Cuando sacaron a Pascuala Zenteno iba inconsciente. Esposa de Miguel Ruiz, llevaba en brazos a Laura, su hija. Iban de regreso a su barrio de San Cruz allá en Tepeaca, a la venta de tamales y atolito, actividad en la que se ayudaba esa familia de jornaleros.

“¿Está viva?”, le preguntaron a Damián.

“No sé ―respondió―. Acuéstenla boca abajo, a ver si revive”.

Pascuala fue la única sobreviviente. Damián no sabe qué fue de la niña. La mujer ahora está en el Sanatorio El Carmen en Tepeaca. Se la llevaron en la otra camioneta por el camino de la presa.

Moisés Vargas, Octavio Campos Maravillas y Saúl y Fermín Morales son conocidos como gancheros aquí en Tetela. Hasta las 11:30 los dejaron rastrear con sus ganchos y sus lanchas el fondo del lago. Los buzos tenían desde las dos de la mañana buscando en el lecho lodoso: ubicaron la camioneta, pero no lograron rescatar ningún cuerpo. Octaviano y sus compañeros, junto con otros gancheros, ya han hecho esta búsqueda en otras ocasiones. Esta mañana, los funcionarios de la Procuraduría no los dejaban buscar. Familiares de los ahogados y miembros de la organización Unidad Popular fueron a buscar al mayor Rodríguez Verdín en Puebla para que dejaran trabajar a los gancheros. A las 11:30 estaban en sus lanchitas. A las 12:06 un ganchero sacó a la señora Teresa Fuentes. A las 12:35 Octaviano y Moisés encontraron a Sebastián Zenteno. A las 12:46 otra lancha sacó a Ángeles Zenteno, y a las 13:45 sacaron a Casilda.

En una operación relativamente sencilla la de los gancheros. Un gancho de cuatro puntas (especie de ancla), atado a una cuerda, rasca una y otra vez el fondo lodoso; de repente atora en su cuerpo; luego, poco a poco lo sacan.

“Cuando sacamos a Sebastián venía con otro cuerpo, venían como agarrados, pero sentimos el jalón cuando se soltó”. También sacaron tres sillitas, una chamarra y un suéter.

 

La culpa no es sólo de las copas 

 

La familia Zenteno venía de regreso de la fiesta en Los Angeles. Los invitaron los parientes para la celebración del 2 de agosto. Ahora los cadáveres en el fondo del lago, en esa soledad negra del azolve, saca a la luz la marginación de una decena de pueblos campesinos que con la construcción de la presa se quedaron en el otro lado del siglo, en el México de las haciendas porfiristas y la revuelta agraria. De allá vienen todos los días los hombres del sol y campos calcinados; de El Aguacate, San José Xaxamayo, La Cantera, La Huerta, Atlapulco, El Rincón, Tepenene, hasta de Huehuetlán el Grande, todos en la serranía del Tentzo. Uno puede verlos en el camión de las cuatro de la mañana que sale de este último pueblo, arracimados, encaramados en el único trasporte hacia la ciudad de Puebla, hacia las construcciones en las que los campesinos de una tierra agreste como el mármol bruto se vuelven peones y oficiales de albañilería, con salarios mínimos a la vuelta de tanto viaje, tanto camión y tanta combi.

Y todos pasan por la panga de Tetela. También los que vienen a las fiestas. Como la familia de Tepeaca que regresaba en la pick up con Miguel Ruiz al volante. Dijeron que era probable que estuviera tomado. El mayor Vélez Ruiz, comandante de bomberos dijo que esperarían la autopista, pero que por la forma en que Miguel arrojó por la pendiente de la terracería la camioneta, por el modo en que pasó por el chalán, por la manera en que brincó como trampolín, por la velocidad en que se la tragó el lago, era muy posible que el jornalero todavía trajera la neblina de la fiesta.

Pero los campesinos no creen que la culpa sea simplemente de las copas.

A las tres de la tarde del jueves, cuando sobre la plataforma del chalán descansaban los busos de Rescate Acuático, y en el lago todavía se afanaban las lanchas de gancheros, el licenciado León Guzmán, Director de Averiguaciones Previas, en una discusión con Ismael Ríos, periodista y buzo, quien desde las 11 de la noche anterior estaba en el lugar del accidente, y que llevaba ya varias inmersiones al fondo del lago, y con el presidente auxiliar de Tetela, de una idea de la desorganización, la carencia de recursos y la falta de una cabeza que dirija con solvencia una acción de rescate como la que se plantea.

“Señor presidente ―dice el licenciado―, no puede usted mandar a hacer unos ganchos de manera que con la experiencia de los lancheros se pueda sacar la camioneta.”

“¿Unos ganchos?”, alcanza a responder al presidente.

Ismael Ríos no da crédito.

“Sí, unos ganchos ―sigue el licenciado―, no podemos seguir en esta situación, pasa el tiempo y nadie toma iniciativas.”

El presidente enmudece, cavila: ¿mandar a hacer unos ganchos?

“Oiga ―dice Ismael―, el problema no está en mandar a hacer unos ganchos.”

“Es que ellos, los gancheros, con su experiencia, la intentarían.”

“Mire señor ―dice el buzo―, esto tiene su tiempo, no es cuestión de sumergirse así nomás. Ya agotamos las siete parejas de busos. Pensamos reiniciar en media hora.”

“Oiga, pero se va a venir el agua, la gente está esperando…”

“Señor ―dice el buzo-- ¿tiene usted idea de lo que significa sacar una camioneta a 25 metros de profundidad, atascada en el logo? ¿Dónde está el equipo necesario para hacerlo?”

Cinco minutos después terminó la discusión. El buso mandó al carajo al funcionario.

Rafael García, ingeniero agrónomo y vecino de San Francisco Totimehuacán pertenece a una organización llamada Unidad Popular. Trabajan en algunos pueblos de la región; ofrecen servicio médico, dan asesoría jurídica y agropecuaria y cuentan con una incipiente preparatoria incorporada a la UAP.  Afirman que son independientes de los partidos. Han tenido conflictos con los gobiernos priístas de las juntas auxiliares. Rafael estuvo presente en el lugar del accidente. Acompañó a los familiares de los ahogados a Puebla, para presionar a los funcionarios para que permitieran participar en la búsqueda de los cadáveres a los lancheros de Tetela. El ingeniero ve al accidente de una forma distinta: no cree que el principal motivo haya sido el de las copas que llevaba encima Miguel Ruiz.

“Mire, dónde ve usted una medida de seguridad, un señalamiento sobre el riesgo existentes para los usuarios de la panga. Dónde ve usted un foco, un sistema de iluminación. Y no sólo eso, habría que inspeccionar la situación de los cables, quién sabe de las condiciones del mantenimiento del chalán. En fin, el problema de fondo aquí es la situación de estos pueblos, que siempre han estado olvidados. Más alá de este lago viven muchos campesinos, en una tierra pobre que los obliga a salir de la ciudad a contratarse de peones siempre con salarios muy bajos.”

Ismael Ríos y Ángel Cortijo, a las 3.40 de la tarde del jueves, a punto de sumergirse en busca de la camioneta, no piensan en buscar culpables en ese momento.  Como el resto de sus compañeros, bromean y no hacen cuenta de lo que los espere 20 metros abajo. A esta hora del rescate, los hombres de la Cruz Roja han dejado de lado todo sentimiento de tragedia: tienen una tarea, sacar los cadáveres.

“Este es el rescate más difícil en la historia de Rescate Acuático ―dice Ismael―, instructor de ese cuerpo. Tenemos que bucear a diferentes profundidades, eso nos obliga a hacer cálculos distintos de tiempo de permanencia en el fondo, para que no te cargue la chingada. Ahí abajo uno está respirando aire comprimido que contiene 79 por ciento de nitrógeno, a presión de veinte, veinticinco metros. Uno corre el riesgo de sufrir embolia, parálisis, paros cardiacos, por las burbujas de nitrógeno que no llegaran a disolverse en la sangre. Y el operativo es peligroso doblemente por el fondo lodoso, allá abajo tenemos que meternos hasta un metro en el lodo y una visibilidad absolutamente cero. Y si existe otro problema, hay una cañada en esta parte, de repente quedas rodeado de pared. Pero así es esto, uno sabe lo que se expone. Y ya sabes, Valsequillo es lo más socorrido, aquí la gente se viene a ahogar los fines de semana. Pero nunca había sucedido que se ahogaran tantos en un accidente”

A las 3:50 se sumergen los busos. Van a inspeccionar la camioneta, buscarán ubicar un lugar donde sea posible engancharla para subirla con una grúa. Están abajo unos cuantos minutos, han bajado tantas veces que su capacidad de permanencia es mínima. Arriba, los federales de caminos y los de Rescate esperan. En realidad, se procede en forma espontánea, lo sabemos todos, nadie tiene una idea clara de lo que hay que hacer. Y lo peor, no hay una cabeza que dirija.

Eric Gerets, norteamericano, propietario de Alumar (venta de lanchas) y buzo experimentado en materia de rescate, intenta dar alguna coherencia a la actividad. Los propios federales buscan y respetan su opinión. El hombre mira los recursos ―dos grúas de la empresa Continental esperan del otro lado―: calcula mentalmente la capacidad de los cables, de la panga, de las grúas. Todo dependerá de lo que los busos encuentren un punto de apoyo.

Ismael Ríos sale primero. Luego Ángel Cortijo.

―Sabes qué ―grita ansioso Cortijo ―, ya estaba en la cabina…

Pero no vieron nada. A pesar de las lámparas, la nube de lodo rodeó a los busos y a la soledad quebrada de los cuerpos de Miguel Ríos y los niños. Ellos tendrán que esperar todavía mucho tiempo en ese sarcófago negro del río Atoyac convertido para la civilización posrevolucionaria en el lago de Valsequillo.

A la media tarde del rescate, con los buzos y sus compañeros impotentes, los campesinos platican al otro extremo de la panga, con ese equilibrio que da la muerte ajena. Abajo los cadáveres esperan. Arriba la vida se detiene para ellos.

“Al principio, cuando subió el agua y se tragó estas tierras―dice un viejo de Los Ángeles―, todo era una flor para el aprovechamiento, nomás se miraba el agua cristalina. Me acuerdo de la lobina negra, era un pescado bonito, venían de todos lados a pescarlo, igual por hambre que por lujo de turismo. Ahora ya no, ahora el agua pesa, ya no la mueve el viento. Todo por culpa de esas químicas que perjudican el río.”

Eugenio Zenteno, hijo de Sebastián Zenteno, no platica mucho. Mira el lago. “Como que no se apuran”, dice y señala la desorganización y lentitud del rescate. “Ahí quedaron puras familias.”