Cultura /Sociedad | Crónica | 30.JUL.2024
Regicida. La historia de un cruzado poblano / Sergio Mastretta
El último intento de asesinato de un presidente de México
El problema con la memoria es su arbitrariedad, pensó el viejo, sentado en una banca del zócalo poblano. Uno cree que escarba en un pasado dócil, de imágenes que esperan en un sendero que nunca ocultará la maleza del tiempo. Pero apenas se reconstruye el espacio y se dibuja, por ejemplo, la calle de la infancia, los cuerpos que se animan en ella se mueven por su cuenta, perfilan rostros que no se buscan, patean la pelota en un juego en el que no se participa. Entonces el presente vuelve con ese intacto sentimiento de hastío, de hechos informes, en bola arrojados al espejo del baño, ese cesto de lo que fuimos apenas hace un instante, ayer antes de afeitarse, siempre en el momento de cerrar los ojos al sueño de la noche.
Por eso lo sorprendió el arrojo con el que llegó la figura del teniente de artillería Antonio Lama Rojas –no de La Lama Rojas, como lo manejaron entonces los periódicos--, con esa nitidez que se quisiera para los mejores recuerdos. La trajo por azar un amigo reportero que venía de un acto de estudiantes de derecha “que quieren rescatar las universidades del totalitarismo”, estudiantes católicos que se comportan con la aprendida sabiduría política de los curas mexicanos, y que en 1990 tendrán un ariete en la anunciada visita papal.
“Son fanáticos –le dijo el reportero que lo saludó hace un momento en el portal--, reviven a los cruzados de Cristo Rey del arzobispo Octaviano Márquez y Toriz. La UPAEP para ellos es un verdadero seminario.”
Galantería de la memoria. Porque entonces vio al teniente Lama, impecable en su uniforme militar, hincado y murmurante en el reclinatorio de la iglesia de La Compañía, cualquier domingo de principios de los años cuarenta. Lo vio levantarse para comulgar al final de la misa de 8 de la mañana, con su quepí bajo el brazo, con el paso marcial, marcado, solemne y metálico de los protectores clavados a las botas y a la loza fría de Santo Tomás. Desfilaba por el centro del pasillo, las botas lustradas con algodón, el pantalón que perfila en la raya la firmeza del carácter, la americana con el rango alcanzado en 1939 por la gratitud de un general Manuel Ávila Camacho a punto de convertirse en el candidato de Lázaro Cárdenas a la presidencia de la república, el rostro ovalado pero adusto, los ojos saltados de miope, el bigote espeso finamente recortado, los estragos de la calvicie prematura, la tez blanca, ruborizada ante la mirada femenina que admira la altivez del soldado, la arrogancia del oficial del Heroico Colegio Militar. El teniente Antonio Lama Rojas.
Se le ocurrió que vivieron infancias parecidas: la casona de una calle del centro, las hermanas agarradas a la falda de la madre, el comercio con el viejo apostado en el mostrador. Antonio vivía en la 2 Poniente, por el cine Variedades; su padre, un veracruzano, vendía rebozos en el local que hoy ocupa una juguería; eran vecinos de “las ametralladoras”, unas muchachas hijas de un armero… ¿Se apellidaban Galindo? De niño lo mandaron a estudiar en el Colegio del Sagrado Corazón que los jesuitas tenían en ese edificio porfiriano en la 11 Sur, contra esquina del Paseo Bravo. Canturreó, al paso redoblado del teniente en el pasillo del templo, el himno a coro de los alumnos del Instituto Oriente tiempo después: “Nobles tercios de Cristo en batalla/con el pecho vibrante de amor/entonad entre el fuego que estalla/un gigante y solemne clamor”.
“Escuadrón de la virgen morena –cantó a viva voz ahí en a banca del zócalo--/ siempre alertas estad al vicac/ defended con la frente serena/ estas rosas que os dio el Tepeyac”. Cuántas canciones, cuántos himnos cristeros no habrá entonado Antonio Lama en esos años de persecución religiosa, allá por 1927, 1928, cuando los curas escondieron los salones de clase en las casas de feligreses allegados, y contaban en ellos las hazañas clandestinas de la Liga de la Defensa de la Libertad Religiosa, cuando nadie que fuera buen cristiano llamaba indios zarrapastrosos a los guerrilleros cristeros.
Al soldado de Cristo se lo llevaron los jesuitas a estudiar a su seminario en el exilio, Isleta College, en San Antonio, Texas. De ahí a verlo convertido en un oficial del ejército mexicano existía un puente difuso en su memoria. Sólo recuerda haber visto –tal vez leído—un folleto editado por el teniente en sus tiempos de cadete, dedicado al General Manuel Ávila Camacho y relativo al significado de la bandera y el himno nacional.
Luego tan solo el recuerdo esbozado en las crónicas del atentado. Entonces el mundo se acordó de que Antonio era un fanático, que así lo había demostrado en 1942 cuando, con otros soldados y cadetes el Colegio Militar, se presentó en la Basílica de Guadalupe con su uniforme de gala para honrar a la reina de México y escandalizar a ese pedazo jacobino que entonces todavía pisaba fuerte en el país. ¿Cuál habrá sido la versión de la madre de Antonio, a la que recordaba en una fotografía en una página de El Excelsior, de luto, con velo ocultando su rostro, en la faena de reconocimiento del cadáver?
Ávila Camacho, el presidente, narró a la prensa cómo se agachó al ver a su atacante, por ello la bala sólo le rozó el saco. Pero todos entendieron que llevaba un chaleco contra balas, porque de otra manera el proyectil de la 45 reglamentaria que Antonio le disparó a dos metros de distancia lo hubiera dejado tendido ahí en el patio de Palacio Nacional ese lunes 10 de abril de 1944. Fue el último intento conocido de asesinar al presidente de México. Nadie que no fuera gente del gobierno habló después de lo ocurrido con Antonio.
--¿Qué traes tú conmigo? –dijeron que le preguntó Ávila Camacho luego de que Antonio se recuperó del culatazo en la espalda.
--En este país no hay libertad ni justicia –contaron que le contestó el artillero de Cristo y de la Patria--, no nos dejan a los militares entrar uniformados a las iglesias.
Y tantas veces que él lo vio desfilar muy uniformado por el pasillo central de La Compañía. No se sabría nunca si eso le respondieron los guardaespaldas del presidente. Al día siguiente informaron que Antonio fue herido de muerte cuando el teniente intentó escapar de sus vigilantes en el cuartel del Sexto Regimiento de Caballería, allá por el rumbo de Echegaray en la ciudad de México. Su cadáver se lo entregaron a su madre sin dispensa de autopsia el jueves siguiente.
Realmente es arbitraria la memoria, se dijo sentado en la banca del zócalo.