Recuerdos al compás, canciones de entonces
Poco más de cincuenta años pasaron entre la muerte de Agustín Lara y la de Armando Manzanero, poetas, músicos, compositores y acompañantes de amores, desengaños, ilusiones; compañeros de vida de muchas y muchos.
Manzanero en la primera época de sus canciones.
Hay muchos grandes compositores y compositoras, mexicanos o no, de enorme sensibilidad y talento -José Alfredo, Vicente Garrido, Consuelo Velásquez, cientos- cada quien tendrá sus favoritos y sus recuerdos, la música de la cinta sonora de su vida. Pero a mi, Lara y Manzanero me hacen evocar mi adolescencia, mi primera juventud, mi tránsito de la inocencia al descubrimiento de nuevas y mejores emociones.
Una tardeada en los 60...
Tendría trece años cuando vi a Alicia en bicicleta, por el rumbo del Colegio América y se me grabó esa imagen para siempre; ya no era la bicicleta lo que llamaba mi atención.
Poco después, probablemente un enero, cuando se celebraba el cumpleaños de la matriarca -a la que había que querer, a fuerza-, empezaba a subir la escalera de la fea casa de la Hacienda, cuando levanté la vista y miré a Lupe, aquella belleza de ojos azules que me parecía irreal, con la que hubiera querido hablar toda la noche, pero no me atreví.
Por esa época, una de mis primas descubrió el amor ingenuo, detrás de los anteojos de un joven pariente que por ahí andaba, parecido al dibujo que anunciaba una famosa óptica poblana.
Otra prima -escultural, dirían los cursis- me llevó en ancas de la alazana 'Siete Leguas' -no alcanzaban los caballos para que cada quien montara uno- y hallé sentimientos desconocidos mientras cabalgábamos.
Una prima más, se divertía con sus amigas preguntándome cosas pícaras, a ver que contestaba el niño que suponían que seguía siendo; una de esas amigas -era una muñeca- me daba de repente nalgadas que no sentía como castigo sino lo contrario.
Todas estas mujeres eran mayores que yo.
Evento del IMO en la Plaza del Charro, frente a Aviación.
Mayores eran también mis primos y sus amigos, a los que escuchaba hablar de novias y conquistas, de aventuras divertidas y de decisiones vitales: qué carrera estudiar, en qué universidad, con quien convendría una relación seria para casarse en cinco o seis años.
Al niño que yo era lo toleraban apenas y le daban lata por mera diversión, unos más que otros. Por eso gocé tanto cuando les gané a todos en un torneo de tiro al blanco -latas de cerveza vacías- con revolver calibre 22.
En los días largos y calurosos de mi pueblo, poco después, descubrí a mis contemporáneas y a las un poco más grandes hijas de aquel doctor, entre otras, que también dejaban la niñez y encontraban otros temas vitales, más allá de los paseos en bicicleta y las piñatas cacahuateras y choqué con sus hermanos o pretendientes.
Campamento militar del IMO en 1969 por los campos de Chapulco.
Al volver al colegio encontré a mis compañeros -jóvenes soldaditos que respondían a las órdenes de una militar trompeta- en la misma transición, despertando a sensaciones profundas, deformando su salud mental con las amenazas de condenación que lanzaban capellanes y puritanos -¡que daño hicieron!- pero siguiendo, algunos con pesar, el curso impetuoso de la naturaleza.
Mientras todo esto pasaba, sonaba esa música.
Yo escuchaba en mi casa los viejas canciones de Agustín Lara que gustaban a los adultos -María Bonita, Solamente una vez, Aventurera- que seguramente evocaban episodios inolvidables, y, en todas partes, las nuevas composiciones de Manzanero -No. Adoro, Esperaré, entre otras- cantadas por Carlos Lico, que estimulaban mis despertares.
En tiempos de enfermedad y pandemia, cuando parece que no queda mucho por vivir, las imágenes de los días felices, cuando parecía que todo estaba por venir, están nítidas en mi recuerdo, las veo como en una serie de televisión. Y la música que suena en mi cabeza es la que menciono.
Escribo estas remembranzas, lo seguiré haciendo, en principio para mis descendientes, para que las escuchen desde mi corazón cuando ya no las oigan desde mi boca, pero las comparto con quienes deseen leerlas, por si les gustan o les ayudan a recordar sus vivencias, porque la vida no es sólo este momento y el tiempo que quede, también es lo pasado, lo sentido, lo añorado, que ahí sigue.