COVID 19 en 2022 | Crónica | 17.FEB.2021
Pan francés en puebla, disfrutarlo en el encierro / Ricardo Moreno Botello, editor
marcas llamadas Las pintaderas se estampaban en la superficie de las piezas de pan para identificar claramente a los productores
(Ilustración: Jeanne Bourcier y su Familia, Puebla)
Voces en los días del coronavirus
Con el confinamiento, nos hemos enterado de que ciertas empresas globales dedicadas al entretenimiento, a la comunicación y a las ventas por internet han hecho su agosto. La prensa ha dado informes de las cuantiosas ganancias que han significado estos largos meses de la pandemia para empresas como Netflix, Facebook y Amazon y algunas otras que son hoy por hoy, al lado de las farmacéuticas, las reinas de la macabra fiesta COVID19. Sin embargo, son actividades de las que hoy depende la vida de todos (las vacunas), o también el confort de una parte de la población que tiene los recursos para acceder a sus mercancías y servicios.
Otras empresas han debido recurrir a la venta por internet para sobrevivir la crisis económica; en este caso son particularmente visibles los restaurantes o negocios del ramo de los alimentos, a los que las restricciones para funcionar cabal y abiertamente, ocasionadas por las políticas de control sanitario, los han llevado a una apertura limitada y a la venta de alimentos para llevar a casa. Con esta modalidad de servicio satisfacen ciertas formas de consumo que la pandemia ocasiona.
Además de restaurantes con especialidades muy variadas y los negocios de comida rápida, como las pizzas particularmente, están presentes en la internet algunas ofertas singulares e interesante en el caso de la panadería, alimento de alta estima para los poblanos. Quiero hacer referencia en este tema a algunos acontecimientos históricos en Puebla, que explican este gran gusto por la panadería y hacer hincapié en la panadería francesa, una de las herencias casi olvidadas de la culinaria poblana ancestral.
Voces en los días del coronavirus 2020 / Cocinando te sentirás mejor/ Ricardo Moreno Botello, editor
En efecto, todos sabemos que una vez consumada la conquista de México-Tenochtitlan dio inicio una nueva vida en el Valle de Anahuac. Comenzó también la convivencia del maíz –base de la alimentación prehispánica– con un nuevo cereal, el trigo, y el establecimiento de molinos para la producción harinera que se consolidó en los siglos XVI y XVII. En la nueva Puebla de los Ángeles –asiento de algunos conquistadores y de colonos peninsulares llegados a estas tierras–, los primeros molinos de trigo se levantaron en las riberas de los ríos Alseseca, San Francisco y desde luego el Atoyac. En su extraordinaria obra Las calles de Puebla, Hugo Leicht da abundantes noticias sobre este proceso de instalación de molinos, por ejemplo al hacer la historia de la Calle de la Acequia, que él ubica en la 4 Sur entre los números 700 y 900.
El crecimiento del cultivo del trigo y su molienda derivó también en el surgimiento y encumbramiento de un importante sector de la oligarquía poblana, donde florecieron familias como las de los Furlong Malpica y los Haro y Tamariz “que destacaron en la iglesia, en la política, en la milicia, en el ayuntamiento y en los negocios a los que se dedicaron”. Sobre estos personajes, la historiadora Luz Marina Morales afirma también que sus negocios “eran los más prósperos de la región; tanto el comercio como el negocio del trigo, la harina y el pan y la industria del cerdo, incluyendo la producción de jabón, trajeron a la ciudad la prosperidad y a las familias riqueza y mucho bienestar a través de por lo menos dos siglos”.
Al transcurrir el tiempo, nuevos personajes se incorporaron al negocio molinero. Fueron de origen francés, como Juan-Clovis Haquet, quien adquirió el molino de San Antonio (1860) y dos haciendas en Acatzingo para abastecerse de trigo; Domingo Bouchan, quien tomó El Cristo varias veces en arriendo. Hacia finales del siglo XIX, Serafín Maurer adquirió el molino de San Francisco y Tomás Larre el de Santa Bárbara; en 1896, Emilio Tiffaine montó La Providencia, mientras su hermano Mauricio, asociado con Fermín Besnier, arrendó el de San Ignacio. Besnier fue propietario también del molino de San Manuel a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX.
Con el crecimiento y diversificación de molinos, se abrió paso también la panadería, un oficio para hombres fuertes, hábiles y virtuosos, extremadamente regulado por las autoridades coloniales; un oficio en el que destacaría también la ciudad de Puebla. María A. Hernández Yahuitl muestra como este riguroso control de la producción panadera en la Nueva España, de su calidad, distribución y precio o postura, llevó a la creación de curiosas marcas llamadas pintaderas, que se estampaban en la superficie de las piezas de pan para identificar claramente a los productores. Estas marcas se convirtieron a la larga en emblemas de distinción de los panaderos y panaderas. Resulta relevante también el hecho de que fue la población indígena a la que se adiestró para realizar en las panaderías las pesadas tareas de amasar y hornear el pan.
Para el siglo XIX, el carácter manufacturero de la producción panadera que se había impuesto desde la colonia permaneció sin mayores alteraciones en esta ciudad y en poblaciones del interior del Estado de Puebla; en muchos casos seguían existiendo las pequeñas panaderías artesanales u hornitos familiares, también conocidas como tahonas, que producían pan basso y pan de acemite o semitas de bajo costo. A estos hornitos se agregarán después las panaderías que venderían no sólo el pan salado sino el pan de dulce con su alegre colorido.
Después de hechos extraordinarios ocurridos en el altiplano en lo referente a la producción del pan, como la presencia del trigo, la fusión de masas de maiz y trigo en deliciosos panes criollos e incluso la incorporación del pulque como ingrediente de cierto tipo de panes “embebidos”; asimismo, después del sorprendente florecimiento de la panadería de dulce, con múltiples formas, texturas y colores, un nuevo acontecimiento enriquecería aún más la tradición panera de Puebla: la presencia progresiva de la panadería de origen francés con sus muy particulares masas, formas y sabores.
Ricardo Moreno Botello. La cocina en Puebla. Ediciones y Cultura-BUAP, 2017.
En la Puebla de los Ángeles, nos recuerda Leticia Gamboa, se conocía a principios del ochocientos una importante panadería perteneciente al francés José Kern; se hacían bizcochos, pan, pasteles y rodeos (rosquillas). Las panaderías se localizaron en distintos lugares, como la de un señor Merino, en la calle del mismo nombre (hoy 3 Norte, entre 8 y 10 Poniente), llegando en su totalidad a 28 establecimientos en 1825, y diez años después a sólo 22; en 1851 se contaron 24 panaderías y 7 bizcocherías. Relacionados con estos negocios se encuentran los nombres de distinguidos ciudadanos como Fernando de Arias, Antonio Sobreyra, José Ma. Luna y aparece también otro boulanger francés llamado José Stayessi.
La presencia francesa se incrementó en Puebla con el imperio de Maximiliano, llegando a establecerse una Panadería Francesa que elaboraba pan fino, rodeos y bizcochos. En este sector panadero aparecen en 1862 nombres galos como los de Luis Chevalier, Juan y Carlos Guérin, Leopoldo Damiang, Francisco y Pedro Crot, y una extraordinaria panadera, Jeanne Bourcier, que aprendió el oficio en casa paterna y lo ejerció desde los años cincuenta.[1] Algunos de estos panaderos galos, por cierto, buscaron tener molinos propios para abastecer sus panaderías.
Con el influjo de estos panaderos y panaderas se acrecentó el gusto local por el “pan francés”; las insuperables baguetas se volvieron imprescindibles para degustar los quesos, la charcutería y los vinos; y ni qué decir de las deliciosas hogazas campiranas o pain de campagne, que acompañarían los escenarios de las elegantes mesas poblanas.
En este sentido, la presencia de la panadería francesa tuvo también un gran sentido pedagógico y cultural para Puebla. Acompañó todo un proceso de afrancesamiento de las élites locales, al ritmo de los tambores de guerra del ejército de Napoleón III y bajo el signo de un emperador impuesto, pero a fin de cuentas añorado por la clase pudiente criolla. Sin embargo, la presencia francesa también tuvo su lado glamoroso, aquel que unió el progreso comercial e industrial, empujado por los migrantes franceses –barcelonnettes muchos de ellos–, a la renovación de los gustos y la adopción de la elegancia como nuevo patrón de vida. Allí están como huellas vivas los grandes almacenes y todo un mundo culinario que al adoptarse creó la ilusión de pertenencia al selecto mundo de las naciones civilizadas de occidente.
La panadería fue por tanto parte de este nuevo encuentro con Europa, de la que heredamos también interesantes lecciones, como las que Jeanne Bourcier repetía a sus hijas al elaborar en casa los panes que ofrecería a la ciudad. Cómo elaborar la masa de hojaldre a la manera del pastelero francés Claude Lorrain, a quien se atribuye este venturoso amasijo: “estirando la masa bien fina, añadiendo la grasa y doblando y volviendo a estirar y doblar para que el reparto de la grasa fuera homogéneo”, es decir, el secreto para obtener esos pasteles ligeros y deliciosos.
Así, entre las 24 panaderías y 7 bizcocherías existentes en la ciudad en 1851, Jeanne Bourcier y sus hijas, para deleite de los poblanos, ofrecían en el número 6 de Mercaderes sus delicias panaderas muy particulares: pan fino, rosquillas, bizcochos; pero también los vol-au vent, obra del genio Carême, que se quedaron para siempre en el gusto local y popular; los crujientes croissants, cuya primera receta se publicó hasta 1891, y los chocolatines, el pain aux rasins, el mil-hojas y las palmeras u orejas, también de hojaldre. Y esta panadería estuvo allí, en la Angelópolis, durante casi medio siglo.
Hoy podemos recordar a estos pioneros de la panadería francesa en México, pidiendo por internet algunas piezas de pan salado o de dulce. Hay todavía algunos panaderos del tipo artesanal que nos fascina para llenar nuestro antojo; por citar sólo algunos ejemplos mencionaré a Xavier Bretaudeau y su Dély D’Or Pan y Repostería Francesa, en Circuito Juan Pablo II No. 1757, ex Hacienda La Noria; a Hackl panaderos artesanos, en Plaza Cedros de Calzada Zavaleta 8102 y otras sucursales en Puebla; los productos finos y exquisito pan de sal (hogazas, baguetas, etc.), los cuernos, chocolatines y pan de dulce diverso de Liz Espejo y su Pan Salvaje MX (facebook); y finalmente el toque casero en las hogazas, pan de centeno y brioches de Pan Rústico de los Ángeles (facebook). Están todos invitados a disfrutar el pan francés, sin salir de casa.
Nota:
[1] Sobre Juana Bourcier véase en particular: Mayra Toxqui Furlong y Leticia Gamboa Ojeda, “De franceses desposeídos a propietarios. La familia Imbert en Puebla, 1856-1898”, en Leticia Gamboa Ojeda, Estela Munguía Escamilla y Mayra Toxqui Furlong, Perfiles biográficos de franceses en México (siglos XIX-XX), Puebla, BUAP-ICSyH / Ediciones EyC, 2016, pp. 157, 158 y 162.