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3 Diciembre 2024, Puebla, México.

El Doble: a dos siglos del nacimiento de Fedor Dostoievski / Serafín Vázquez

Cultura | Reseña | 10.NOV.2021

El Doble: a dos siglos del nacimiento de Fedor Dostoievski / Serafín Vázquez

El hombre aquél, no era sino él mismo, absolutamente igual a él; su otro yo absoluto… F. Dostoievski

 

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El 11 de noviembre se cumplen dos siglos del nacimiento de Fedor Dostoievski (1821-1881), uno de los grandes escritores rusos, quien escribió El doble, una novela corta, alrededor de 1846, pero a diferencia de la primera, Pobre gente, no fue bien recibida por la crítica. Decían que era una mala copia de Gogol (1809-1852), Diario de un loco, por retomar el tema del burócrata que pierde la cordura al ser rechazado por la hija de su jefe.

 

Dostoievski tenía 18 años cuando se entera de la muerte de su padre -un médico con una personalidad fuertemente autoritaria- a manos de sus campesinos, quienes lo linchan; en 1849, condenado a muerte y a punto de ser fusilado por la distribución de propaganda subversiva, su pena es conmutada por una larga condena en Siberia. Tiempo después padecerá ataques epilépticos, y a decir de Sigmund Freud, algo nunca comprobado, también de esquizofrenia, que a final de cuentas no son más que etiquetza para definir un sinfín de enfermedades de la mente.

 

Dostoievski, además de El Doble, escribió muchísimas novelas: El Idiota, El Jugador, Los Hermanos Karamazov, Crimen y Castigo, donde explora la condición humana, la terrible condición humana.

 

Sus personajes sienten, dudan, sufren, se atormentan, cuestionan su actuar al límite mismo de la locura. Sin duda hubiera retratado perfectamente el momento actual que estamos viviendo: la paranoia de la pandemia, la locura del coronavirus. Nuestra condición humana y sus miserias, la que comercia con nuestros miedos y necesidades, y a la vez es capaz de los más grandes actos de altruismo y solidaridad. Así somos, crueles y generosos; solidarios e indiferentes.

 

Sus novelas, aunque extensas, vale la pena leerlas, pues aunque existen versiones fílmicas e ilustradas como los cómics, la experiencia nunca será igual. Recuerdo haber leíddo que la película Rocco y sus hermanos, de Visconti, estaba fuertemente influenciada por Los hermanos Karamazov.

Especialistas no dudan en nombrar a José Revueltas como el Dostoievski mexicano. Yo, sin ser académico y con apenas un par de obras leídas,  me atrevería a incluir a Armando Ramírez, recientemente desaparecido, como otro escritor dostoievskiano. Sus personajes son fuertemente terrenales, basta leer su Chin Chin el Teporocho, Quinceañera... Él mismo nunca fue un escritor de grandes egos.

 

El Doble

Ahora hablemos de El Doble, ¿te imaginas qué pasaría si un buen día, inesperadamente te encuentras a alguien idéntico a ti, con tu misma ropa, los mismos gestos, la misma risa, acaso los mismos defectos? Para muchos, un doble -que no un gemelo- representaría una oportunidad de descanso y de juego. Pero para Jacobo Petrolice Goliadkin, un empleado del gobierno zarista que aspira a ascender en la pirámide social de su época, la aparición de otro Goliadkin significará motivo de angustia, de horror, de desplazamiento, de suplantación.

 

La individualidad de Jacobo Petrovich se ve amenazada por el sistema zarista, donde, al igual que en la época actual, cualquier empleado puede ser reemplazado por otro, en este caso por alguien idéntico. Goliadkin no es un hombre pobre, pero tampoco rico, y en un afán de querer igualarse a sus jefes, funcionarios de mayor rango, gastará la poca fortuna que ha ahorrado en años de trabajo. Por ejemplo, alquilará un carruaje y uniformará a su pobre criado para asistir una fiesta donde los padres de Clara Olsufiovna, la mujer de la que está enamorado, le negarán la entrada. Él mismo se dará cuenta de que intenta usurpar un lugar que no le corresponde, y temeroso de las críticas, cuando el funcionario al que sirve lo observa desde otro carro más lujoso, avergonzado intentará esconderse en la ventanilla. Al no lograrlo, se negará a sí mismo. Yo no soy yo, dirá: convéncete Andrés Filipovich, este que ves no soy yo, es sólo alguien parecido a mí. Esa noche helada de noviembre, la ciudad de San Petersburgo se convertirá en una ciudad hostil, amenazante, donde, con horror, tendrá el primer encuentro con su otro yo, al que persigue. El otro señor Goliadkin al que observará llegar a su vivienda, meter la llave, abrir y tomar su lugar en la cama.

Inevitablemente, su salud mental se irá deteriorando ante la mirada indiferente de quienes le rodean, incluso su criado, quien ebrio e irreverente, le dirá: “Las personas honradas, ya que quiere usted oírme, viven decentemente, sin falsía… Las personas honradas no se duplican; no ofenden a Dios ni a la sociedad. “

 

 El Doble (fragmentos)

 

Pero de pronto el landó adelantó a su coche, y la mirada escrutadora del jefe se perdió para siempre. Sin embargo, el señor Goliadkin estaba aún muy nervioso, ruborizado y sonreía murmurando:

-¡Qué imbécil soy por no haber contestado! Debía haberme mostrado llano, atrevido, franco, natural, adornado de esas cualidades que ostentan las personas nobles, y haber dicho: “Pues bien, sí, Andrés Filipovich; yo también estoy invitado a comer”. Esto habría sido lo más razonable.

El señor Goliadkin creyó, por lo tanto, que acababa de cometer un disparate. Se encolerizó, frunció las cejas, lanzó en derredor suyo terribles miradas provocadoras, capaces de hacer cenizas todo el universo.

 

 

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Goliadkin, en la soledad de las calles tenebrosas, vagaba con su desesperación. Caminaba de prisa, a pasos menudos y precipitados, casi corriendo, hacia su habitación, situada en el piso cuarto de la calle Schestilavotchnay.

 La nieve, la lluvia, el frío, la oscuridad, todo caía sobre el señor Goliadkin, abrumado ya por sus propias de desgracias, sin darle la menor tregua ni reposo.

Goliadkin, entonces, fuera de sí, entró de un salto en la habitación sin quitarse el gabán ni el sombrero, atravesó el pequeño corredor y, como herido por un rayo, se detuvo en el umbral de la alcoba…

 

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Todos sus presentimientos se realizaban; todas sus sospechas y todos sus temores. Sintió interrumpirse su respiración, y tuvo que llevarse las manos a la frente porque la cabeza le daba vueltas…

 

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El hombre aquél, ante él, se sentó sobre su lecho; conservaba también puesto el sombrero y el gabán, sonreía ligeramente y hasta llegó a hacerle con la cabeza una seña amistosa, a la vez que le guiñaba un ojo.

Goliadkin quiso gritar, pero no pudo. No tenía fuerza para ello. Con los cabellos erizados se sentó en una butaca, frente aquel hombre. Un momento después, sin un grito, simplemente, en los brazos del terror más hondo, perdió el conocimiento… Tenía razón de sobra para asustarse. Había reconocido indiscutiblemente a su amigo nocturno. Tal amigo, el hombre aquél, no era sino él mismo: otro señor Goliadkin, absolutamente igual a él; su otro yo absoluto…

 

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