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Para recordar a Enrique Florescano: ¿A dónde va la historia? / Saúl Escobar Toledo

Cultura | Ensayo | 7.MAR.2023

Para recordar a Enrique Florescano: ¿A dónde va la historia? / Saúl Escobar Toledo

 

 

El libro de Enrique Florescano es un recuento erudito de diversos problemas, todos ellos muy importantes, que enfrenta el historiador. Es una reflexión profunda sobre el quehacer de aquellos que hurgan en el pasado.

Me gustaría hacer un breve comentario, no sobre todos esos problemas, sino apenas sobre uno o dos de ellos. Al principio de su libro Florescano plantea: "El tiempo de la historia es un tiempo construido, un concepto que tardó muchos años en ser aceptado bajo los rasgos que hoy lo distinguen […]" (p. 30).

 No hay historia si no hay una concepción del tiempo. Historiar quiere decir fechar, convertir al tiempo en un parámetro, una unidad de medida que se transporta a los hechos reales que que así se vuelven historia. Pero esta idea histórica del tiempo no ha sido siempre la misma ni ha sido la idea dominante. Dice Florescano:

Durante largo tiempo el transcurrir temporal no tuvo fechas ni periodos que distinguieran un momento o época de otro […]". Y ello era así porque esta idea del tiempo provenía de una visión religiosa, de la idea de que Dios guiaba los destinos humanos. Según Momigliano, citado en el libro del doctor Florescano, “Una sucesión de acontecimientos representaba y significaba la continua intervención de Dios en el mundo que él mismo había creado” (p. 31).

 John Gray, un pensador inglés y profesor de la London School of Economics, ha publicado varios libros, entre ellos, Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, en 1998.[1] Publicó también, en 2007, Black Mass: Apocalyptic Religion and the Death of Utopia,[2] un libro provocador que plantea que la política moderna es sólo un capítulo de la historia de la religión. Según Gray, la concepción cristiana, basada en la creencia de la redención del hombre al final de los tiempos, se encuentra en la raíz de todo el pensamiento político desde la Ilustración, incluyendo al marxismo y a la nueva derecha neoliberal. Todas estas doctrinas apuntan en la misma dirección, plantean una historia lineal que conduce a una utopía que, aunque con distintos nombres, es básicamente la misma: la salvación del hombre o de la humanidad. Un poco en esta misma dirección, el historiador mexicano plantea que:

[…] esta concepción cristiana del tiempo fue radicalmente alterada cuando se impuso la noción secular del transcurrir histórico y la idea del progreso terrenal sustituyó a la de salvación en el más allá… Surgió entonces la concepción de un tiempo lineal progresivo, dirigido hacia el futuro y dividido en periodos. Más tarde, a partir del siglo XVIII los historiadores comenzaron a manejar un relato gobernado por el progreso. La idea cristiana del tiempo dominada por el pecado original, fue desplazada por esta concepción progresiva y optimista del desarrollo humano (p. 33).

Ahora bien, si no hay historia sin tiempo también puede decirse que no hay historia sin división del tiempo. La periodización de la historia es una necesidad práctica pues no se puede hablar de historia sin dividirla, sin fraccionarla para hacerla comprensiva. Pero esta división dio pie también a la necesidad de encontrarle una dirección, un hacia dónde, hacia un futuro al que le dieron un significado.

De manera más racional y ya liberada de la tiranía de Dios, la historia debía tener un tiempo y este tiempo una serie de etapas pero también una dirección, un punto al cual dirigirse. La concepción lineal de la historia se afianzó durante varios siglos y todavía hoy es difícil deshacerse de ella. El problema es no sólo de dividir la historia para entender las diferencias entre una época y otra sino también para preguntarnos constantemente si una etapa fue mejor que otra, si la humanidad va encontrando solución a sus viejos problemas o es una repetición constante de errores y barbaridades. "No hay nada nuevo bajo el sol", dice el refrán.

 Pero hay otro lado de la moneda. La idea de la historia, producto del pensamiento moderno, también adquirió un sentido crítico, pues encontró que nada es eterno. Sigue Enrique Florescano:

[…] al esforzarse por capturar lo irrepetible (los hechos ocurridos en el pasado), la historia da cuenta también de su vuelo fugaz. Al revisar los asuntos que obsesionan a los seres humanos, la historia los despoja del sentido absoluto que a veces… se les quiso atribuir. Contra las pretensiones absolutistas de quienes desearon imponer una Iglesia, una forma específica de Estado o un orden social único para toda la humanidad, la historia muestra, con la erosión irrevocable del paso del tiempo, que nada de lo que ha existido en el desarrollo social es definitivo ni puede aspirar a ser eterno (p. 37).

Los conceptos anteriores se oponen a la concepción lineal de la historia: ésta no tiene un sentido absoluto, una dirección fatal, pues nada es definitivo, todo es fugaz. Así no hay tampoco un final de la historia que esté predeterminado, "ni una forma de Estado, ni un orden social", no vamos necesariamente ni a la dictadura del proletariado, ni al comunismo, pero tampoco la economía de mercado y el Estado liberal representan el fin de la historia, como dicen los autores de la nueva derecha, principalmente F. Fukuyama,[3] que es el centro de la crítica de Gray en Black Mass.

Para complicar más las cosas, Enrique Florescano nos recuerda la célebre afirmación de Croce: toda indagación sobre el pasado es siempre historia contemporánea, para subrayar la idea de que el historiador no puede escapar "a la determinación de interrogar al pasado desde el presente y de producir, fatalmente, una imagen del pasado transida de las presiones y expectativas del momento en que se escribe" (p. 48).

 Esta visión del pasado desde el presente, nunca ha sido inocente, no puede ser neutral, al contrario, está determinada, entre otras cosas, pero de manera fundamental, por las relaciones de fuerza de la política, de la guerra, de las relaciones sociales. Para contar una historia, no es lo mismo estar de un lado que del otro.

Si para los poderosos la reconstrucción del pasado ha sido un instrumento de dominación, para los oprimidos la recuperación del pasado fue la tabla afirmativa de su identidad, la fuerza emotiva que mantuvo vivas sus aspiraciones de independencia y liberación […] Así, las guerras, la lucha de clases, la dominación colonial, los conflictos sociales, han estimulado la imaginación histórica y han creado versiones contradictorias del pasado (p. 99).

 

Y agrega Florescano: "En los tiempos en que chocan dos o más interpretaciones del pasado se agudiza la sensibilidad de la conciencia histórica… En los tiempos en que se lucha simultáneamente por el presente y por el pasado, suele florecer la crítica histórica…" tiempos en que "el pasado dejó de ser uno para transformarse en múltiple." (p. 100).

Estas ideas me parecen fundamentales; son, para decirlo pronto, con las que me quedo al terminar el libro: la existencia de diversas historias con versiones contradictorias y múltiples, y por lo tanto la disputa por la historia, por la interpretación del pasado. El historiador no puede escapar de esta disputa, ni del debate sobre distintas versiones del pasado. No hay, no pude haber, una sola historia, una sola versión de los hechos.

La idea de la historia como una narrativa diversa representa una ruptura con la historia lineal y una afirmación de la visión crítica de la historia: si nada es eterno, la disputa por el futuro está siempre abierta lo mismo que las distintas reinterpretaciones del pasado.

Si entiendo bien, las reflexiones de Florescano nos llevan a una conclusión: Nada está definitivamente dicho sobre el pasado porque tampoco lo está sobre el presente y por lo tanto sobre el futuro. La historia está abierta en dos sentidos: como recuperación del pasado y como construcción del futuro. Dos sentidos que se alimentan uno al otro: la curiosidad por buscar una y otra vez en el pasado nos lleva a replantear el futuro, y la necesidad de imaginar sobre lo que nos depara el futuro nos ha llevado constantemente a revisar el pasado.

Más adelante, Florescano señala que, con la aportación de las obras de autores como Weber, "el historiador […] se transformó en un impugnador de las concepciones del desarrollo histórico fundadas en los mitos, la religión, los héroes providenciales, los nacionalismos y las ideologías. Así, en lugar de buscarle un sentido trascendente a los actos humanos, de legitimar el poder o de servir a las ideologías, la práctica de la historia se convirtió en un ejercicio crítico y desmitificador, en una empresa razonada de análisis como postulaba Marc Bloch" (p. 113). De esta manera, el historiador "se esforzó por comprender el cambio histórico y abandonó las interpretaciones universales" (p. 113).

 Bajo esta visión crítica, la historia no tiene un sentido trascendente y nos volvemos a encontrar con una concepción distinta al sentido lineal y progresivo, y con la existencia necesaria de historias múltiples. Pero dado que esta visión crítica enfatiza la comprensión del cambio, entonces la diferencia se convierte en el centro de la preocupación del historiador. Y ello nos lleva a convenir en que no hay una historia universal en el sentido de una historia única. Hay historias múltiples también, dado que hay diferentes pueblos, sociedades, naciones, etnias, culturas.

Quizás esta idea de la historia, como un quehacer abierto, en reconstrucción permanente, sin que prive una sola visión, lleve a Enrique Florescano a la crítica contemporánea de los historiadores: "El enclaustramiento (que viven los historiadores desde 1940 en institutos, escuelas y seminarios) en el seno de pequeñas agrupaciones de iguales indujo a una separación con el resto de la sociedad". Los historiadores se "alejaron del común de los seres humanos" y "produjeron obras más de autoconsumo que de servicio para otros sectores". Y agrega: "Al ocultarse el proceso productivo que está detrás de la creación intelectual […] la obra histórica aparece como un fruto individual, no social […] el historiador puede presentarse como un científico objetivo, distante de las fuerzas sociales que pesan sobre los demás mortales." (p. 137).

Florescano se queja de la ausencia de "práctica política", de la falta de "participación social" de estos profesores e investigadores, que "redujo sus vínculos con los acontecimientos del presente" (p. 145). Más adelante el autor nos recuerda el affaire Dreyfus en el siglo XIX, que "unió en Francia la tradición de la historia por la búsqueda de la verdad con el compromiso cívico del ciudadano" (p. 330).

Y cita las palabras de Ernest Lavisse, quien dijo que el deber principal del profesor y del historiador era "formar los ciudadanos de la nación" (p. 331).

O las de Gabriel Zaid, que observó que el intelectual es "el escritor que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las elites" (p. 331).

Y es que, en efecto, una visión crítica de la historia no puede estar separada de una visión crítica del presente. El historiador tiene que cuestionarse, por lo tanto, también su circunstancia actual para reflexionar sobre el pasado. Y esta reflexión no es, no pude ser, aislada, individual, sino que está necesariamente ubicada en un determinado contexto social y político. Casi al final de su libro el autor nos brinda una suerte de conclusión:

que en la disciplina histórica no hay propiamente lo que pudiéramos llamar un canon, un modelo único, sino que lo que es común es una conversación a varias voces […] la cultura es una continua conversación entre una variedad de voces entre ellas la voz de la historia que es también polimorfa y se enriquece y mimetiza con las más variadas formas de narración y recreación del pasado (p. 349).

Es decir que, la narración de historias múltiples reclama un diálogo que enriquece las distintas versiones del presente y del pasado. Sin embargo, esa conversación plural, tolerante e incluyente, no parece ser la situación dominante, hoy y aquí. El historiador nos advierte:

"Vivimos un presentismo globalizado, con el resultado de que la historia ha perdido su papel como ciencia de la diferencia y como instrumento de comprensión de la diversidad y pluralidad propias de la comunidades humanas." (p. 354).

Y es que como dice Gray, la Academia (fuera de la torre de marfil que critica Florescano) y elmainstream, en los medios de comunicación, han tratado de imponer una visión de la historia que no admite diálogo ni cuestionamiento pues se presenta como la historia única, como el fin de la historia. Se trata, como dice Gray en Black Mass, de "las teorías neo-conservadoras que proclaman que el mundo está convergiendo hacia un solo tipo de gobierno y de sistema económico –la democracia universal y el mercado libre global" (p. 39).[4]

Gray agrega:

"Los neoliberales creen que la condición más importante de la libertad individual es el libre mercado. La magnitud o alcance del gobierno debe ser estrictamente limitado. La democracia es deseable pero debe ser restringida para proteger la libertad de mercado. El libre mercado es el sistema económico más productivo y por lo tanto tiende a ser emulado en todo el mundo. El libre mercado no sólo es el modo más eficiente de organizar la economía sino también el más pacífico. En la medida en que se expanden, las fuentes del conflicto humano se reducen. En un mercado libre globalizado las guerras y las tiranías desaparecerán. La humanidad avanzará a alturas insospechadas (p. 15).

La conclusión de Gray es, sin embargo, muy provocadora:

Los mitos dominantes de Occidente han sido narrativas históricas y la moda ha sido ver estas narraciones como una necesidad humana básica. Los seres humanos somos contadores de historias, hemos llegado a pensar, que no pueden ser felices hasta que ven al mundo como una historia, como una narración. En los pasados dos siglos el guion dominante de la historia ha sido el del progreso humano, pero también ha incluido el cuento de un mundo asediado por fuerzas oscuras y destinado a su destrucción [….] Los humanistas liberales han hablado de una humanidad que avanza, poco a poco, en un proceso gradual de mejoramiento.

Pero no sólo ellos… En todas estas versiones de la historia (que incluye a los marxistas) la historia se cuenta como una narrativa coherente y "nada es más amenazante que la idea de que es un flujo serpenteante, sin rumbo (meandering, dice Gray en el original)", es decir, sin propósito ni dirección (p. 36).

Contar la historia sin fines ni fin. En eso podemos estar de acuerdo, incluso creo que el doctor Florescano coincide en su libro con esta idea; también podríamos aceptar la noción de que el progreso debe ser sustituido por la desigualdad o la diferencia en la evolución y por lo tanto en el progreso en una sociedad respecto a su pasado, es decir, aceptar que en algunas cosas mejoramos y en otras empeoramos, si comparamos el hoy con el ayer. O que hay diferencias en el mundo respecto a sus diferentes regiones o historias locales o nacionales. Ello centraría el estudio de la historia en los cambios y continuidades, como quiere Florescano, en una historia crítica. Pero la conclusión extrema de Gray es inquietante: además de esta disparidad, de esta diversidad de historias, hay que hacerse cargo de que su narrativa es incoherente. Se puede contar una o varias historias, pero todas ellas al final carecen de sentido.

Yo me quedo con esta duda pues aun descartando la idea de la historia lineal que avanza hacia un fin determinado, creo en la narrativa histórica como una manera de contar aspiraciones, proyectos, deseos de la gente, que, allá fuera, como diría Florescano, piensa en la posibilidad de que otro mundo es posible, quiere construir un futuro distinto, revisando, criticando, reconstruyendo su pasado.

 

Dirección de Estudios Históricos, INAH.

 [1] John Gray, Falso Amanecer. Los engaños del capitalismo global, traducción de Mónica Salomón, Barcelona, Paidós, 2000.

[2] John Gray, Black Mass: Apocalyptic Religion and the Death of Utopia, Londres, Penguin Books, 2008.

[3] Francis Fukuyama, The end of history and the last man, Nueva York, Free Press, 1992.

[4] Según la edición electrónica de Penguin.