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16 Junio 2024, Puebla, México.

A veces, esa eternidad me alcanza. Esta es una historia verdadera / Günter Petrak

| Ficción | 22.MAY.2024

A veces, esa eternidad me alcanza. Esta es una historia verdadera / Günter Petrak

Ilustración Izak Peón tomada de la revista Nexos

“El recuerdo es un poco de eternidad”. Antonio Porchia.

Ella se llamaba Dinorah, tenía 13, yo 14. Nos conocimos un 15 de septiembre cuando nuestras madres fueron a celebrar la Independencia en la casa de una amiga en común. Llovía ligero, pero, aun así, decidimos salir a caminar por el barrio, pasamos frente a un puesto de chalupas, brincamos un par de charcos, vimos asomarse la luna entre algunas nubes. De cuando en cuando, miraba a Dinorah de reojo, entre la llovizna. Había algo infantil en su forma de caminar, me gustaba. De pronto se detuvo, separó de su rostro algunos cabellos mojados, me tomó de la mano y preguntó, así, de golpe: ¿sabes besar? Y yo, que de por sí tengo un tono rojizo en la piel, me puse más rojo, aunque la penumbra debió matizarlo… “no”, reconocí. “Yo tampoco”, dijo ella con cierta inseguridad, “¿aprendemos?”. 
Y aprendimos. Los días siguientes practicamos, un par de semanas, tal vez un mes. Era fácil vernos, vivíamos a tres cuadras de distancia, nuestras madres se conocían, había curiosas afinidades, ella soñaba con conocer Italia, yo quería viajar, nos gustaba Gilbert O’Sullivan, comíamos molotes y teníamos gatos de mascotas. Creí que la amaba, ella tenía dudas; así que de pronto nos ganó la distancia a pesar de nuestra vecindad. Dejé de verla varios años, pero cada septiembre la recordaba, como ese día en el que, sentado en el autobús regresaba de trabajar, por la noche. Llovía. Unos metros antes de la parada pensaba en que podría refugiarme en la farmacia de la esquina para no mojarme. Me levanté, toqué el timbre y escuché una voz a mi espalda, dijo mi nombre y apellido. Era ella. Bajamos del bus, quise dirigirme a la farmacia, pero ella me sujetó de la mano. Sin soltarme, me condujo por la calle en dirección a su casa, sentí la lluvia mojar mi pelo, escurrirse por la frente, por mi rostro, humedecer la ropa. Ella se detuvo después de cruzar la calle, sin soltar mi mano me miró: “¿sabes besar?”, y yo, que de por sí tengo un tono rojizo en la piel, no supe qué decir. Y ella me besó en los labios. La abracé. Después caminamos en silencio hasta la puerta de su casa. La abrió, entró y antes de cerrarla me sonrió.