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27 Noviembre 2024, Puebla, México.

Sobre el gran poder / Héctor Aguilar Camín

Política | Ensayo | 2.JUL.2024

Sobre el gran poder / Héctor Aguilar Camín

Día con día

 

Regreso al Gran Poder

 

Una costumbre favorita de la historia de México ha sido tener en su cúspide a un dirigente monumental, con grandes poderes. Un Gran poder.

Azteca, novohispana, decimonónica o revolucionaria, la organización política de México siempre construyó en su cúpula la similar versión de un hombre fuerte, encarnación institucional o espuria del poder absoluto, dispensador de bienes y males: padre, árbitro, verdugo.

Es el caso de los tlatoanis aztecas, tanto como de los virreyes novohispanos, de los caudillos providenciales del siglo XIX y de los presidentes posrevolucionarios del XX.

Por la vía democrática, el 2 de junio México regresó a esta costumbre autoritaria patriarcal, aunque haya sido electa una mujer.

La mayoría escogió inequívocamente un gobierno fuerte, con poderes grandes, sin contrapesos, una Presidencia tan indesafiable como ella quiera ser, tan autoritaria o tan magnánima como se lo proponga. La elección puso a la sociedad en manos del gobierno.

Hizo algo más: puso tras la presidenta ganadora la sombra de un mentor caudillista con poder transexenal.

La costumbre mexicana del Gran Poder es vieja. Para efectos de su ejercicio no importa gran cosa si mandará el mentor o mandará la presidenta ganadora. Los mexicanos estarán mal armados frente a sus decisiones bajo cualquiera de las variantes.

La historia de la costumbre del Gran Poder nos enseña, sin embargo, que los poderes duales conducen tarde o temprano a la discordia y el poder unipersonal ejercido a trasmano, también.

Si alguna virtud tuvo el Gran Poder de los presidentes de México en el siglo XX fue que tenía fecha fija de terminación.

La de López Obrador no la tiene todavía.

 

La historia de la costumbre del Gran Poder nos enseña también que no se ha tratado nunca de un poder absoluto, a la Stalin, o a la Fidel Castro.

El poderoso mexicano no ha dejado nunca de tener rivales que reducen en la práctica lo que en teoría no podría siquiera regateársele.

Y esto también hay que anotarlo respecto de la costumbre de que hablamos...

A partir de mañana algunos apuntes históricos sobre el Gran Poder mexicano, empezando con los virreyes novohispanos.

 

Virreyes: de ayer y hoy

 

Desde muy temprano el poder fue en México un fruto negociado, resultante de la mezcla de los intereses en juego, más que de un poder tiránico absoluto.

“En teoría omnipotente —recuerdan Barbara y Stanley Stein— la autoridad del virrey era en la práctica algo distinta”. El virrey era el representante de la Corona en un medio donde los deseos de la metrópoli chocaban a menudo con la voluntad americana de conquistadores, encomenderos, curas, comerciantes y naciones indígenas.

Los intereses de ultramar tenían sus propias reglas de juego. “Obedézcase pero no se cumpla”, decían ante las leyes que venían de la metrópoli.

Tenían buenos argumentos prácticos.

De un lado, la fuerte autonomía alcanzada por la Iglesia, en particular por las órdenes misioneras, singularmente reacias a las autoridades terrenales. De otro lado, la trama de los intereses particulares novohispanos —encomenderos y hacendados, mineros, comerciantes, soldados, naciones indígenas.

La Corona procuraba, por su parte, no arraigar en sus dominios de ultramar intereses o personas que pudieran consolidar poderes después incontrolables para ella.

Se reservaba la facultad de vigilar a sus virreyes con demostrado rigor mediante dos procedimientos: el juicio de residencia, que evaluaba al término de su gobierno a los virreyes, y la visita, una suerte de auditoría general de la situación del reino que levantaba un enviado directo de España.

En servicio de la misma precaución, los virreyes no solían hacer gobierno de muchos años y eran débiles al irse. También lo eran al llegar, ya que su desconocimiento del medio los obligaba a confiar en el secretariado del Virreinato respecto a las fuentes de información y consejo.

Al igual que los reyes de España, los virreyes corrían siempre el peligro de volverse instrumentos más que amos de sus consejeros.

La Corona se reservaba, por último, el nombramiento de las diversas autoridades sobre las que formalmente mandaban los virreyes pero que, en la práctica, sólo reconocían el mando directo de España.

Todos esos factores fueron el origen de un tipo peculiar de político cuyos rasgos de habilidad, pragmatismo y vocación de mando no dejan de tener parecido con los caudillos del siglo XIX y con presidentes mexicanos del siglo XX y XXI.

De hecho, históricamente, fueron su fábrica.

 

El Gran Poder. En ausencia de rey

 

El proyecto liberal y republicano de México en el siglo XIX quiso abrir la nación a la modernidad, con nuevas leyes constitutivas, nuevas libertades civiles y nuevas reglas de propiedad.

Pero el pasado cambió poco y el parto liberal no fue el de la república que sus leyes anunciaban, sino una era de caudillismo loco, encarnada en Antonio López de Santa Anna y luego una dictadura que lleva el nombre de Porfirio Díaz.

No hay fenómeno político de más larga duración en nuestra historia que el intento de suplir con instituciones republicanas el vacío dejado por el fin del imperio español y la ausencia del rey como fuente de autoridad.

A la exploración de esta ausencia dedicó Edmundo O’Gorman una genial reflexión histórica: La supervivencia política novohispana.

O’Gorman mostró ahí que el triunfo de la república contra el monarquismo durante el siglo XIX no fue la fácil victoria de fuertes convicciones nativas sobre una pasión foránea y caprichosa.

Por el contrario: durante trescientos años de vida colonial, la única legitimidad política que conoció el reino de la Nueva España, matriz de la nación mexicana, fue la legitimidad monárquica.

Lo exótico en el México independiente del siglo XIX no era el monarquismo, sino la república.

La república triunfó porque encarnaba el espíritu de los tiempos, traídos al mundo por la Revolución francesa, y al orbe hispánico por los ejércitos napoleónicos, que ocuparon España en 1808.

Al ver interrumpido su vínculo con la corona, los reinos españoles de ultramar se declararon independientes y buscaron sustitutos a la ausencia del rey.

México encontró sustitutos a la ausencia del rey en remedos monárquicos como Agustín de Iturbide (1822), el caudillo Santa Anna, y el imperio de Maximiliano.

Con el triunfo de los ejércitos de la república sobre Maximiliano, en 1867, la tentación monárquica fue borrada de las leyes, pero siguió viva en las costumbres.

Bajo las togas republicanas de los siglos XIX y XX crecieron figuras semimonárquicas como Porfirio Díaz, que gobernó treinta años, y como los presidentes del PRI del siglo XX.

Tanto don Porfirio como los señores presidentes son formas, diría O' Gorman, del ambiguo “monarquismo republicano” o del enloquecedor “republicanismo monárquico”, característico de nuestra historia.

A esto volvimos en cierta forma el 2 de junio. A la pulsión histórica del Gran Poder, una cierta nostalgia de rey.

 

Del Gran Poder: Porfirio Díaz y Álvaro Obregón

 

El presidencialismo mexicano tuvo, desde la guerra de Reforma, rasgos monárquicos, lo mismo con Benito Juárez, quien retuvo la investidura presidencial diecisiete años, que con Porfirio Díaz, quien gobernó casi treinta, a la cabeza de un régimen político de pactos y clientelas más parecido en su dinámica al régimen novohispano que a la institucionalidad republicana.

Díaz llegó al poder mediante una rebelión militar cuyo propósito fue acabar con la reelección presidencial. Gobernó cuatro años y dejó el poder a su compadre Manuel González. González restableció la reelección para que Díaz volviera a la presidencia en 1884.

Díaz se reeligió varias veces y tuvo al país en un puño monárquico hasta las elecciones de 1910, que vieron renacer la causa antirreeleccionista, en la figura de Francisco I. Madero.

Díaz encarceló a Madero. Madero convocó a la rebelión por la causa antirreeleccionista, la misma que había llevado a Porfirio Díaz al poder. Siguió la discordia militar, evitada treinta años, a raíz del mismo desacuerdo que había agitado siempre la vida política de la nación: la sucesión presidencial.

Los rebeldes ganaron y llegaron al poder, pero apenas se sentaron en la silla, bajo la presidencia de Venustiano Carranza, se encontraron con el mismo vacío que habían tratado de llenar todos los gobiernos decimonónicos: el vacío de la legitimidad en la transmisión del poder.

La sucesión presidencial de 1919 se definió por otra rebelión, ahora del caudillo militar: Álvaro Obregón.

Obregón gobernó de 1921 a 1924 y escogió para sucederlo a su paisano Plutarco Elías Calles. Los pares de Calles se inconformaron con el mecanismo sucesorio y hubo la rebelión de 1923, cuya derrota dio el poder

a Calles.

Camino al momento de su propia sucesión, Calles se encontró con que Obregón quería reelegirse e hizo la enmienda constitucional necesaria para permitir la reelección del Caudillo.

El Caudillo fue reelecto. Pero antes de asumir el poder fue asesinado, dejando tras su muerte, tan grande como siempre, el vacío político no llenado desde la Independencia: cómo elegir al que gobierna, en un país con leyes republicanas y democráticas, pero sin verdaderos partidos políticos, ni elecciones libres, ni verdadera compatibilidad entre sus leyes y sus costumbres.

 

Desde el Gran Poder. Calles vs. Cárdenas

 

Calles llenó el vacío dejado por el asesinato de Obregón, en 1928, con un pacto cupular de inspiración porfiriana y novohispana.

Juntó a los hombres claves de su tiempo, civiles y militares, en un partido político desde el cual pudieran repartirse el poder que tenían juntos, acordando sus discordias, disciplinándose a sus decisiones, sin incurrir en rebeliones militares.

Eso fue el Partido Nacional Revolucionario, fundado en 1929, comandado por Calles, pero diseñado para dar cabida a todo el que quisiera disciplinarse a las reglas de negociación y el reparto del poder dentro de la Familia Revolucionaria.

El pacto provocó otra rebelión, también en 1929, pero le permitió a Calles nombrar a un presidente interino, Emilio Portes Gil, convocar a elecciones y hacer presidente a Pascual Ortiz Rubio, un personaje menor de la Familia Revolucionaria, cuyo encumbramiento fue una muestra del gran poder que había adquirido Calles como “Jefe Máximo de la Revolución”. A eso le llamamos en México “Maximato”.

No fue difícil que Calles chocara con Ortiz Rubio, quien sufrió un intento de asesinato y decidió, con prudencia de civil sin pistola, retirarse del puesto.

Calles escogió entonces como presidente interino a su paisano Abelardo Rodríguez.

Luego, para las elecciones de 1934, le diseñó al PNR un plan sexenal de gobierno e hizo candidato presidencial a su subordinado de otros tiempos, un jovencísimo general llamado Lázaro Cárdenas.

Cárdenas dio muy pronto señales de independencia y de radicalismo que Calles criticó en público.

Cárdenas echó a Calles del país en una noche, y sacó del gobierno y del ejército a todos los callistas que no se sometieron a su imperio.

Cárdenas hizo muchas más cosas como presidente, pero la fundamental fue que no intentó reelegirse, como Porfirio Díaz y Álvaro Obregón, ni imponer un sucesor que fuera su marioneta, como Calles.

Con Cárdenas quedó sellado por fin el triunfo del no reeleccionismo y del no “continuismo” mexicano.

Lo que siguió fue una época de presidentes del Gran Poder que tenían fecha fija de terminación, y se iban de la escena cada seis años, bien o mal queridos, normalmente lo segundo.

Empezó ahí la era de los presidentes del PRI, dueños del Gran Poder con fecha de caducidad, una bendita certeza sexenal que tenemos perdida en estos días de regreso al Gran Poder.

 

El Gran Poder. Hacia la democracia y de regreso

 

La solución dada por Calles al asesinato de Obregón en 1928, y la de Lázaro Cárdenas al pretendido “continuismo” de Calles, expulsándolo del país en los treinta, fueron versiones del modelo pactista, clientelar y corporativo, de corte novohispano y porfirtista.

La institucionalidad liberal, democrática y republicana quedó fija en las leyes. La política siguió sus propios códigos escritos en el mármol de la costumbre.

Así llegó al mundo el sistema presidencial de partido hegemónico que gobernó México medio siglo, desde 1940, y resolvió sexenio a sexenio, en forma cupular pero efectiva, el problema crónico de la transmisión del poder.

Luego de la represión del movimiento estudiantil de 1968 aparecieron sombras de ilegitimidad y amagos de violencia sobre la solidez, de apariencia monolítica, del régimen.

Las crisis económicas de 1976 y 1982 erosionaron seriamente el acuerdo de la sociedad con los gobiernos priistas y, por tanto, con la legitimidad de su pacto sucesorio.

A partir de los años setenta el país empezó a construir, desde la cúpula priista, unas reformas graduales para dar cabida al desacuerdo en la representación democrática, y responder al fantasma de ilegitimidad en la transmisión del poder que empezaba a instalarse de nuevo en el horizonte.

México construyó las instituciones necesarias para disipar ese fantasma, a partir de 1978. Las elecciones empezaron a ser creíbles. Empezó a existir una ciudadanía real. Por primera vez en la historia política los partidos políticos atraían el voto de ciudadanos que efectivamente acudían a votar.

Las elecciones del año 2000 decretaron la primera alternancia pacífica y democrática en el poder de nuestra historia.

El vacío dejado por la interrupción de la legitimidad monárquica, a principios del siglo XIX, había sido llenado por fin con la legitimidad democrática, a fines del siglo XX.

Las elecciones del año 2018 repusieron, sin embargo, la tentación de tener un presidente fuerte. El país volvió a su nostalgia monárquica y el presidente electo actuó contra todas y cada una de las reglas democráticas que lo habían traído al poder.

Las trampas del gobierno y los votos de la sociedad refrendaron el triunfo del nuevo poder protomonárquico de México, con mayorías absolutas en la Presidencia y el Congreso.

En esas estamos. De regreso al Gran Poder.