Tienes que verme cambiar: Jim Morrison / Moisés Ramos Rodríguez
A Ruy, en su cumpleaños
Tuve dinero, no lo tuve, pero nunca estuve tan jodido como para no poder dejar la ciudad. Ahora me voy en un tren, a media noche: mírame cambiar. Tienes que verme cambiar.
La anterior es parte de la letra de la canción “The Changeling” de Jim Morrison y The Doors.
El cantante había nacido el 8 de diciembre de 1943, por lo que este domingo 8, cumpliría ochenta y un años.
Todo hace suponer que Mr. Mojo Risin’ (anagrama, como se sabe, de Jim Morrison) murió el 3 de julio de 1971, a los 27 años de edad, en Paris.
El último disco que Morrison grabó con sus compañeros fue L.A. Woman (Mujer de Los Ángeles), y antes de que estuviera terminado, partió a la capital francesa, de donde ya no volvió.
Se sabe que, entre otros, uno de los héroes culturales de Morrison era Arthur Rimbaud, de quien hace una referencia directa en su canción “Wild child” (“Niño salvaje”) donde le dice al francés: “¿Recuerdas cuando estábamos en África?”
En aquel continente, Rimbaud se dedicó al comercio después de abandonar su carrera poética antes de los veinte años de edad. Una versión no comprobada indica que, entre otras cosas se dedicó al tráfico de esclavos antes de regresar a morir en Francia en 1892.
Morrison no huyó a África—aun cuando sí visito Marruecos poco antes de morir— sino a Paris. Huyó de la fama, de la industria de la música. Huyó de sí mismo. Ya en la canción “Shaman’s blues”, “El blues del chamán”, entabla un diálogo consigo mismo (en 1969) donde se pide a sí abandonar el papel que ha representado y volver a ser él mismo.
“Por favor, detente y recuerda que estuvimos juntos, de cualquier forma”, dice en parte de la canción referida, contenida en el álbum The Soft Parade (El desfile suave). El canto termina como inició: “Carnal, nunca habrá nadie como tú. Nunca habrá alguien que haga lo que tú haces. ¿Le darás otra oportunidad? ¿Lo intentarás?”.
No fue la única canción no sólo autorreferencial, sino de diálogo consigo mismo que Morrison hizo (“Love her madly”, “Ámala locamente” es otro ejemplo,) pero en esa, en un disco desigual donde sus compañeros Manzarek y Krieger incluyeron canciones propias, el compositor gritaba su angustia al ser devorado por el negocio del espectáculo.
Así que cuando grabó su último disco y ahí dejó dicho: “Dejaré la ciudad. [Me iré] en un tren de media noche: cambiar, cambiar, tienes que verme cambiar: mírame cambiar” Mr. Mojo Risin’ anunciaba que se había hartado de su papel de payaso y se salvaría de sí mismo.
No more money, no more fancy dress
“No más dinero. No más disfraces” grabó la noche del 8 de diciembre de 1970 Jim Morrison. Ocho años después, sus tres compañeros sobrevivientes recogieron ese y otros poemas para formar el álbum An american prayer (Una plegaria americana).
Cuando comenzó a tener éxito con su banda, Morrison fue calificado en la prensa como el “Mickey Mouse de Sade”: era un poeta con un alto coeficiente intelectual, culto, cantado al frente de un grupo que hacía una música basada en el blues y en el rock, pero muchas veces inclasificable, pero, de algún modo, querían ver en el a un payaso.
Alguien también lo describió como el Adonis del rock ‘n’ roll.
En menos de cinco años, casi seis, logró un éxito inusitado, pero también un acoso por parte de las autoridades y de sus fanáticos, que lo hartaron: teatral, surreal, más profundamente filosófico en sus letras; acorde a los chamanes y a Rimbaud al practicar el voluntario y consciente desarreglo de los sentidos, la mayoría se había quedado con una imagen de él que se acercaba más al de un payaso que a un hombre de conocimiento (Carlos Castaneda dixit).
Poco a poco Morrison dejó de ser uno de los tipos más atractivos en la escena del rock —física, musical y líricamente hablando— para dejarse crecer la barba, descuidar su aspecto y tomar una decisión: irse, cambiar, dejar el espectáculo y dedicarse a escribir poesía.
[Léase la crónica de Monsiváis sobre las presentaciones de Las Puertas en la Ciudad de México.]
Sólo que el nuevo James Douglas Morrison, en París, tuvo que lidiar con sus adicciones, entre ellas la más poderosa: el alcohol. Hay muchas teorías sobre la causa de su muerte, todas ellas relacionadas con drogas y excesos, incluso suicidio, pero en veintisiete años Mr. Mojo Risin’ había cumplido con lo que se había propuesto.
(Véase, de Michaëlle Gagnet su documental del año 2006 Les derniers jours de Jim Morrison, sobre un guion de Arnaud Hamelin.)
Escandalizar, criticar a sus contemporáneos (“…caminas con una flor en la mano, tratando de decirme que ‘Nadie entiende’. Cambia tus horas por un puñado de monedas de diez centavos: lo lograré, chava, en nuestro mejor momento” cantó); reinventar la música popular dándole un sentido serio, profundo, pero, incluso carnavalesco —nada es para tomarlo tan en serio— fueron algunos de sus propósitos realizados.
Pero a la insaciable industria del entretenimiento —que llevó a la muerte a otros protagonistas de la revolucionaria música popular de los años sesenta del siglo pasado— prefería al payaso que al poeta; prefería al borracho que al pensador; ensalzaba al mejor vendedor de discos, pero le ponía como límites la cárcel y el exilio.
De ahí la domesticación de Elvis, un revolucionario en sus inicios.
Sabes que son unos mentirosos
Por las consideraciones anteriores, y obviamente muchas otras, en L.A. Woman Morrison dejó su testamento musical, personal y poético —éste dentro del rock—: no sólo en “The Changeling”, sino en otra canción, “Been down so long” donde cantó: “He estado deprimido durante tanto pinche tiempo, que ya hasta me parece bien. ¿Por qué no viene alguno de ustedes y me libera?”
La canción que da título al álbum es un tributo a la urbe que eligió como propia (“Mujer de Los Ángeles”) y es ahí donde se autonombra “Mr. Mojo Risin” que, de manera libérrima podría traducirse como “Surge el Sr. del don divino [o de la energía sexual, mojo]”.
Ahí mismo afirma: “Si te dicen que nunca te he amado, sabes que son unos mentirosos”. Amaba la Ciudad de los Ángeles, que no quede duda.
El análisis del último álbum que grabaron The Doors requiere otro tiempo y otro espacio, pues cada una de las canciones no sólo tiene un obvio mensaje singular, sino en sí mismas, por los arreglos —referencias a la música clásica, como antes en “Spanish caravan”—, y la forma de ser cantadas merecen una atención particular.
Sin embargo, me referiré rápidamente a esa mirada crítica y lúcida a su propio país por parte del cantante (“L’America”) o a la herencia cultural de su gente, más detalladamente en “The WASP (Texas Radio & The Big Beat)” donde no sólo muestra las naturales contradicciones de los seres humanos, sino también un Paraíso que nunca lo fue.
La poderosa voz de Morrison en ese último disco se decanta por el blues (su potencia se vio impulsada por el consciente desarreglo provocado por el cigarro y el alcohol), y si bien concluye con una balada suave, más hipnótica que superficial (“Riders on The Storm”, “Jinetes en la tormenta” acerca de un asesino en la carretera ¿qué va a atacar a alguien o a un país…?), siempre se puede pensar en “The Changeling” como una coda.
“The Changeling” anunció que Morrison era capaz de cambiar. Y que haría lo que fuera para dejar de ser considerado un simple payaso. Bufón al estilo de los dramas de Shakespeare, todavía, pero payaso televiso, no.
No quería terminar como Dean Martin, borracho perpetuamente en Las Vegas, divirtiendo a damas jubiladas y ociosas tomando cocteles.
En ese sentido Jim Morrison, James Douglas Morrison o Mr. Mojo Risin’ —y el rey lagarto— fueron congruentes: en un tren (un avión, más bien) a media noche, dejaron la ciudad que amaron y se fueron a París, a recuperarse.
Michaëlle Gagnet sugiere en su documental, basado en la investigación, que Morrison murió en un antro parisino llamado (¡oh ménades, oh erinas…!) El circo del rock and roll. Tal claridad le hubiera gustado a J. D. Morrison.
Tal vez el cantante sólo logró cambiar por unos días, ni siquiera por unas semanas o meses, pero nos sigue cantando: “Mírame cambiar. Tienes que verme cambiar.”
Morrison mostró, al final que tuvo las gónadas suficientes para dejar de ser y cambiar. Y no cualquiera está dispuesto al cambio, y menos de esa envergadura.