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11 Diciembre 2024, Puebla, México.

¿Está vivo lo muerto? / Ensayo de José Ramón Lozano-Torres

Cultura /Sociedad civil organizada /Universidades | Ensayo | 27.NOV.2024

¿Está vivo lo muerto? / Ensayo de José Ramón Lozano-Torres

Entre la vida y la muerte no hay más destino que la memoria

Preámbulo del libro Más allá de la muerte. Bioantropología de la colección arqueológica del Museo Casa del Mendrugo, Puebla, México (UNAM, 2024), investigación coordinada por los científicos Carlos Serrano Sánchez, Bernd Fahmel Beyer y Oswaldo Camarillo Sánchez, del Instituto de Investigaciones Antropológicas.

José Ramón Lozano-Torres es Presidente de la Fundación Casa del Mendrugo.

 

En las entrañas del mundo están, tragados por la tierra, todas las mujeres y hombres que hicieron posible nuestra existencia. Ahí están, con su dolor, pasión, aventura, conquista, deseos, fracasos, ilusiones, con sus amores y sus secretos. ¿Qué somos, sino la consecuencia y puente entre ellos y quienes nos siguen? Sus secretos son nuestra explicación y dan sentido a nuestra identidad. Descubrirlos y buscar interpretarlos nos ubica en el espacio y en el tiempo. Nuestra existencia sin esa dimensión es nada, y con ella es la historia del universo.

El pasado siempre está vivo, vive enterrado...

 

Entre la vida y la muerte no hay más destino que la memoria. El recuerdo teje el destino del mundo. Los hombres perecen. Los soles se suceden. Caen las ciudades. Pasan los poderes de mano en mano. Se hunden los príncipes junto con las piedras carcomidas de sus palacios abandonados a la furia del fuego, la tormenta y la maleza. Un tiempo termina y otro comienza. Sólo la memoria mantiene vivo lo muerto, y quienes han de morir lo saben.

 

El fin de la memoria es el verdadero fin del mundo (Fuentes 2000: 40). Entonces, antes de la llegada de los europeos, todo estaba en orden. Los dioses y los hombres se respetaban. Nuestro territorio era todo nuestro mundo, todo estaba claro.

 

Cierto, había guerras, y se pagaba tributo a Moctezuma II, tlatoani de los mexicas, pero eso no era nada en comparación con el tributo que se pagaría a los dioses barbudos asesinos que llegaron por el mar del este. Todo lo destruyeron. Impusieron su ley con sangre; enfermaron a la gente de viruela, arrasaron los templos y nos enfrentaron unos contra otros. Se apoderaron de los campos y nos convirtieron ensus esclavos. Sólo en un día, en Cholula, mataron a más indios que todos los que Moctezuma sacrificó en su existencia.

 

¿Cómo podríamos contra ellos, si se robaron a nuestras mujeres, las mancillaron y se reprodujeron por miles? Contaminaron con su sangre blanca la pureza de nuestra sangre indígena; crearon una nueva raza, mitad india y mitad bárbara; una raza que cambiaría todo, que perdería su orgullo y su identidad, que perdería el respeto al sol y a la tierra; una raza nueva, resentida y sin rumbo, que se avergonzaría de su parte noble india, y no aceptaría su mezcla de sangre blanca; una raza que, sumisa, se dejaría dominar y se conformaría; que mezclaría las costumbres ancestrales y la gran cultura con el odio al hermano y el culto a un nuevo dios supremo, el dios Oro. Oro a cambio de peste, oro a cambio de muerte, oro a cambio de dolor, oro a cambio de traición, oro como el centro de la vida, oro en sus templos construidos con la piedra de los nuestros...

 

Los dioses del Anáhuac nunca se mezclaban con los hombres, los dioses barbudos invasores sí. Nos hicieron la guerra sobre bestias infernales de cuatro patas, con cuernos de fuego y estruendo. Usaron a nuestras doncellas para reproducirse, para perpetuarse, para diluir la pureza de nuestra sangre. Incendiaron nuestra memoria, quemaron nuestros códices, borraron toda huella de lo que teníamos como valioso.

 

Por eso no pudimos contra ellos, por eso nos sometieron, nos humillaron. Era mejor el honor de morir sacrificados a nuestros dioses y comidos por el pueblo que vivir humillados, atacados por sus perros, enfermos y apestados por sus viruelas.

 

Ahí quedó la sentencia de Cortés a los mexicas: “¡Es necesario que por su propia voluntad se someta el tenochca, o que por su propia voluntad perezca!” (Maurer 2007).

 

No hay palabras más claras para describir la tragedia en Mesoamérica que las del propio Bernardino de Sahagún, recuperadas en el prólogo de su gran obra Historia general de las cosas de la Nueva España, escrita en el siglo xvi.

 

Aprovechará mucho toda esta obra para conocer el quilate de esta gente mexicana, el cual aún no se ha conocido, porque vino sobre de ellos aquella maldición que Jeremías de parte de Dios fulminó contra Judea y Jerusalén, diciendo, en el Cap. 5: yo haré que venga sobre vosotros, yo traeré contra vosotros una gente muy de lejos, gente muy robusta y esforzada, gente muy antigua y diestra en el pelear, gente cuyo lenguaje no entenderéis ni jamás oísteis su manera de hablar; toda gente fuerte y animosa, codiciadísima de matar. Esta gente os destruirá a vosotros, y a vuestras mujeres e hijos, y todo cuanto poseéis, y destruirá todos vuestros pueblos y edificios. Esto a la letra ha acontecido a estos indios con los españoles: fueron tan atropellados y destruidos ellos y todas sus cosas, que ninguna apariencia les quedó de lo que eran antes. Así están tenidos por bárbaros y por gente de bajísimo quilate.

 

Así las cosas, en aquel tiempo de la brutal conquista, los usurpadores se repartieron los inmensos territorios, otrora sagrados, de una población vencida y diezmada, más que por la guerra, por el trauma de la derrota, por la humillación, la depresión y las enfermedades desconocidas que los mataban por miles, ya sin disparos, pero sí con otro tipo de violencia física.

 

Sin resistencia, los vencedores pudieron contar lo que quisieron, como cuando aseguraron que el hermoso valle donde se fundó la ciudad de Puebla estaba deshabitado, para así justificar su ocupación y obtener la real cédula o licencia de la Corona para levantar una nueva ciudad para españoles en un valle templado, bañado por cuatro ríos cristalinos, rodeado por volcanes coronados por serranías vestidas de bosques y decoradas en las cimas por glaciares de albas nieves eternas.

 

Una ciudad nueva de trazo perfecto, donde todo se ubicó conforme a un plan ejemplar. En el centro, la inmensa catedral, la plaza y los palacios; las principales órdenes religiosas con sus conventos y templos y las casas de los españoles. Al otro lado del río, la mano de obra, los barrios de indios y artesanos que, para poder pasar a los asentamientos españoles, cruzaban puentes con retenes y garitas en las que eran inspeccionados, retenidos o regresados, según fuera el criterio de los guardas.

 

Había también esclavos negros que servían las casas de los señores y “vivían” en galeras. Ellos eran retenidos por sus amos. Los esclavos eran mercancía que se vendía, traspasaba o se heredaba. Los indios tuvieron un privilegio, no fueron esclavos, pero esto constituyó también una desgracia, porque no valían lo que un esclavo, y eran despreciados. A lo largo del río se ubicaron los obrajes y molinos, y en el primer cuadro, los colegios en los que se educaba a la élite.

 

Uno de estos colegios, el más antiguo de la ciudad, era el Colegio de San Jerónimo, el cual pertenecía a la orden jesuita. Para su sostenimiento se integraron a su conjunto varias casas, entre ellas la Casa del Mendrugo, llamada así desde entonces porque se levantó, según la leyenda, con mendrugos o limosnas que se recolectaban en el mismo sitio para apoyar la obra educativa de los sacerdotes.

Dos siglos después, la orden de los jesuitas fue expulsada e incluso suprimida del mapa religioso del mundo católico, por acuerdo entre el papa y el rey de España.

 

La ciudad de Los Ángeles de la Nueva España llegó a ser la segunda capital después de la señorial Ciudad de México. Su nombre derivó en Puebla de los Ángeles, el cual conservó hasta que perdió a sus aliados protectores para ser renombrada como Puebla de Zaragoza, en memoria de un general que ganó una sola batalla un día 5 de mayo, cuando el país entero perdió la guerra contra los franceses, que se ensañaron con la heroica Puebla a la que vencieron después de un terrible sitio que la dejó exhausta, enferma y hambrienta.

 

Gracias al apoyo de Estados Unidos, que no podía permitir que los europeos llegaran tan cerca de su territorio, los franceses fueron expulsados, con un alto costo para México, que unos años después entregó la mitad norte de su territorio a la nación vecina.

 

A raíz de su expulsión, los jesuitas perdieron también todos sus bienes en la Nueva España: templos, colegios, casas y haciendas, lo cual pasó a formar parte del obispado. La Casa del Mendrugo formó parte del paquete confiscado. Un siglo después, con las llamadas Leyes de Reforma, promovidas por el presidente Juárez, la iglesia católica sufrió la expropiación de gran parte de sus bienes. Fue entonces cuando la Casa del Mendrugo pasó al régimen de propiedad privada y sufrió cambios sucesivos de propietarios hasta llegar al siglo xx, cuando en 1903 una familia la conservó durante sesenta años. Después el inmueble sufrió años de abandono y saqueo, hasta dejarlo prácticamente en ruinas. En el 2008, la casona fue adquirida para incorporarse a un proyecto de rescate que comenzó ese mismo año, y que la salvó de desaparecer. El proyecto concluyó en el verano del 2016, con la apertura del Museo Casa del Mendrugo.

 

La colección zapoteca

Durante los trabajos de remodelación de la Casa del Mendrugo, platicando en una ocasión con mi amigo Agustín Landa García-Téllez sobre los restos antiguos que se habían encontrado, y estimulado por el entusiasmo que generó nuestra conversación, Agustín extrajo de un baúl de madera una caja de cartón que contenía, envuelto en papel periódico fechado el año de 1980, un cráneo humano bien conservado que aún tenía la tierra y raíces vegetales adheridas a éste, provenientes del terreno donde estuvo enterrado. El cráneo estaba tallado por completo con imágenes que me parecieron de códices del tipo de los que se aprecian en los libros de arte prehispánico. También me mostró varias piezas más, como caracoles gigantes trompeta, tallados por completo con imágenes parecidas a las de los cráneos.

 

Agustín nos dijo a mi esposa y a mí que él tenía ese tesoro en custodia, pues selo había dejado un hombre de Oaxaca llamado Jorge Roberto Ortiz-Dietz, abogado de profesión, quien llegó a ser un importante notario público en la ciudad de Puebla.

 

Mi sorpresa fue mayúscula, pues por casualidad yo conocía a ese hombre, y jamás hubiera imaginado que él poseyera aquel extraño acervo. Nuestro anfitrión mencionó que Jorge Roberto estaba muy enfermo en Alemania y que, a raíz de su salida de México, le había dejado en resguardo parte del tesoro, en tanto no le diera indicaciones sobre qué hacer con él.

 

Nos explicó que sabía que treinta años antes, los hombres viejos de una etnia zapoteca con quienes Jorge Roberto había mantenido una relación profunda y reservada, le habían entregado dicho tesoro. Nos comentó que muy pocas personas conocían la relación entre Roberto y la etnia oaxaqueña.

 

En un gesto por demás generoso, Agustín me prestó el ejemplar de un libro de edición casera, escrito por Roberto y aún no publicado, motivándome a leerlo, pues tenía relación con el extraño legado.

 

Leí varias veces el libro titulado Zachilatlòôó, el cual me pareció extraordinario no sólo por su narrativa y poesía, que dan cuenta de la buena pluma de la persona que lo redactó, así como del conocimiento profundo de los indígenas oaxaqueños, su cultura y costumbres, sino porque conforme lo leí, pude llegar a la conclusión de que el personaje central de la narración era el propio Jorge Roberto, quien nunca explicitó que el texto hablaba de sí mismo. Tampoco dijo nada acerca de que la familia de hacendados oaxaqueños mencionada en el escrito era su propia familia. Conforme pude llegar a estas conclusiones me propuse investigar a fondo la vida de este hombre, a quien yo sólo conocía como un buen abogado y notario de la ciudad de Puebla.

 

El texto narra la vida de un niño de familia de hacendados oaxaqueños y de un extraño pacto de sangre establecido entre el bisabuelo del abogado, quien fuera hacendado y cacique blanco, y los viejos amos, caciques gobernadores de una etnia indígena de las montañas que circundan el valle central de Oaxaca, en la región de Zaachila y Zimatlán.

 

El pacto de sangre consistió en que un descendiente directo del cacique blanco sería elegido por los indígenas para ser criado como uno de ellos, educado en la lengua y costumbres indígenas. Además sería preparado para llegar a ser, cuando fuera el momento y pasara una prueba, un amo o cacique que gobernara junto con los otros caciques indígenas a la pequeña comunidad.

 

En el texto se narra con detalle la relación profunda entre la familia del niño y el grupo indígena; se explican las extrañas prácticas de gobierno donde los amos no se hablan, sino que se leen el pensamiento, y cómo los mensajes trazados por dibujos de los amos en la arena eran anunciados por los pregoneros, a los que se les llamaba heraldos, quienes hacían sonar unos caracoles-trompeta cada vez que se llamaba a la comunidad a reunirse en torno de los amos. En el texto también se explica cómo el niño al crecer tuvo que pasar una dura prueba, conocida como “la de los hombres”, para poder llegar a ser amo, y a ejercer las responsabilidades que su nuevo rol le confería.

 

Describe la extraña costumbre de tallar complejas imágenes en los huesos de los amos recién fallecidos para que fueran recordados por siempre.

 

Al tiempo que leía, una y otra vez el extraño texto, y estudiaba la vida de Roberto, busqué comunicarme con él. Le escribí una larga carta en la que cité párrafos de su propio texto para compartirle mi conclusión en el sentido de que era él mismo el personaje de la historia en el singular volumen.

 

Nunca pude hablar de manera directa con él. Toda la comunicación siempre fue a través de su esposa y por escrito, desde Alemania. Me dijo que su esposo estaba contento con la comunicación y agradecido conmigo, aunque ya no podía escribir más por su enfermedad. Cuando pregunté de manera insistente por la clave de algún lugar en Oaxaca para ubicar la historia, simplemente me respondió:

 “Dice mi esposo que vayas a San Pablo Huixtepec en el valle central y la averigües tú mismo”.

Hice cuatro viajes a San Pablo Huixtepec donde logré descubrir y entrevistar a la familia cercana de Roberto. Pude formarme una idea clara de su historia familiar, aunque no logré precisar el lugar de procedencia de los indígenas referidos en el texto, y de quienes recibió el valioso tesoro.

 

Roberto nació en la ciudad de Oaxaca en 1937. Fue hijo de Modesto Ortiz, quien nació en San Pablo Huixtepec como hijo natural de una viuda llamada Manuela Ortiz y un hombre europeo que pasó por el pueblo. Modesto fue educado como el hijo más pequeño de la viuda y tratado igual que sus numerosos medios hermanos, apellidados León Ortiz.

 

Por ser hijo natural, Modesto sólo recibió el apellido de su madre, Ortiz. Tiempo después, Modesto contrajo matrimonio con una mujer de sangre alemana que pertenecía a una familia de hacendados, sin embargo, las circunstancias de su nacimiento provocaron en él un conflicto de identidad, que más adelante heredó a su hijo Jorge Roberto, provocando en él sentimientos que se narran de manera muy profunda en el texto de Zachilatlòôó.

 

Modesto llegó a ser un hombre muy rico, dueño de la mejor casa de San Pablo Huixtepec, de numerosos inmuebles en la ciudad de Oaxaca y de un importante comercio en el centro de la ciudad llamado “La Lonja de Burgos”. Además, fue también dueño de una hacienda llamada El Prío.

 

La familia de Modesto se mudó a la ciudad de Puebla y él se quedó en Oaxaca para atender los negocios y las propiedades. Llevaba una vida austera y callada debido a su carácter esquivo y tímido. No alternaba con los amigos y personas del círculo en el que se desenvolvía su esposa y familia en Puebla.

 

A pesar de su riqueza, Modesto vivía en Oaxaca en humildes cuartuchos, a decir de las personas que entrevisté como parte de la indagatoria de esta historia. Su tercer hijo fue Jorge Roberto, quien llegó a ser su acompañante muchos años en Oaxaca, incluso llegó a ser el administrador de los bienes de Modesto, y quien se hizo cargo de la venta de las tierras e inmuebles de su padre tras la muerte de éste. Jorge Roberto fue siempre muy sensible a las cuestiones indígenas, al parecer sin el consentimiento de su madre, quien suponía que sólo visitaba a su padre en Oaxaca y lo acompañaba en sus recorridos por las propiedades y terrenos familiares.

 

Pero la realidad es que, en complicidad con su padre, desde niño se iba con la extraña etnia indígena que lo recibía con amor y lo instruía en sus costumbres y rituales, además de enseñarle

a la perfección la lengua zapoteca. El resto de la familia, y más adelante su propia esposa e hijos, quienes vivieron siempre en la ciudad de Puebla, sabían muy poco de lo que él hacía durante sus frecuentes viajes a Oaxaca.

 

Por las entrevistas que tuve con su esposa, hermanos e hijo, supe que siempre estuvieron muy poco informados y que sólo sabían que él viajaba y visitaba a unos indígenas de Oaxaca, y que a veces ellos llegaban a visitarlo a la casa de Puebla, lo cual incomodaba a la familia. Confirmaron también que un día, alrededor de 1980, un grupo de viejos indígenas le entregaron en Puebla una extraña serie de objetos, al parecer prehispánicos, entre los que había huesos humanos, caracoles, piedras y vasijas labradas, mismos que Roberto conservó como un legado valioso, como un tesoro bajo su resguardo mostrándolo sólo en muy contadas ocasiones a muy pocas personas.

Toda la historia me resultaba fascinante, pues tenía misterio, secreto, arte de lo más fino que hubiera yo visto en ningún sitio, y sentido de urgencia, pues Jorge Roberto estaba muy enfermo en Alemania. Supe que el legado estaba separado y entregado

 

en custodia a varias personas, entre ellas Agustín quien tenía los cráneos. Estas personas esperaban la instrucción de Jorge Roberto para entregarla a algún museo que la mantuviera junta y la diera a conocer. El hallazgo de una servilleta de papel, cuidadosamente doblada y alojada entre las páginas del libro me dio las pistas y la seguridad de que Jorge Roberto era el protagonista de la historia escrita. Supe, por esa servilleta, que fue elegido por los amos o caciques de ese grupo indígena, con quien su familia tenía una relación profunda y antigua desde tiempos de su bisabuelo, quienes muy probablemente decidieron, ante el impacto cultural provocado por la llegada de la “modernidad”, por la organización política nacional dictada desde el centro del país, el nulo respeto a los usos y costumbres tradicionales, la apertura de rutas y caminos nuevos en la geografía oaxaqueña, entregarle los objetos rituales más valiosos que significaban tanto para ellos: los cráneos de sus antiguos gobernantes y el resto de los objetos que los acompañaron por generaciones.

 

Jorge Roberto no era coleccionista, era un abogado notable, conocido y respetado notario público en Puebla y un hombre extraño. Quienes lo conocieron mucho nunca supieron de su relación profunda con un grupo indígena, ni de que fuera un conocedor de la cultura zapoteca e incluso ignoraban que hablara la lengua a la perfección. Muy pocas personas pudieron, ya en el plano más íntimo, hablar con él sobre su relación con los indígenas y sobre la antigüedad de esta relación que se remontaba a su bisabuelo materno.

 

Una de estas personas fue Agustín Landa, quien en la servilleta mencionada, mientras tomaba un café, y a fin de entender la profunda plática que ese día sostuvo con Jorge Roberto, hizo anotaciones en un esquema tipo árbol genealógico de los personajes de Zachilatlòôó y sus antepasados por línea materna.

 

Entonces me entusiasmó la descabellada idea de proponerle a Jorge Roberto que donara la colección al museo que se establecería en la Casa del Mendrugo. De nueva cuenta le escribí y le ofrecí comprometerme a registrar la colección de acuerdo con la ley mexicana, para garantizar que no sería desagregada y comercializada en el mercado negro. Me comprometí con él a exhibirla al público de una manera digna en salas destinadas para tal fin en el museo, y a publicar Zachilatlòôó, con posibilidades de cambiarle el nombre a la obra.

 

Como ya era costumbre, no recibí respuesta directa ni tuve comunicación con él, pero por correo regular recibí una carta firmada por Roberto en la que me donaba la colección y los derechos de dominio sobre el libro para poder editarlo y publicarlo incluso con un nuevo título. Recibí también cartas dirigidas a otras personas, una de ellas Agustín Landa, con instrucciones claras de que me fueran entregadas todas las piezas que integraban la colección, y un inventario detallado de todas las piezas y de las personas e instituciones que las mantenían en custodia.

 

De inmediato me di a la tarea de recolectar todas las piezas de la colección, para lo cual no tuve ninguna resistencia. Todo me fue entregado de inmediato, debidamente empacado, excepto los cráneos que seguían empacados en deterioradas cajas de cartón de galletas y envueltos en papel periódico. Al parecer, nadie se había atrevido a desempacarlos y reempacarlos en mejores condiciones. Esto resultó muy conveniente,

pues en ese empaque se pudieron apreciar las condiciones en que los viejos indígenas entregaron los cráneos a Roberto. Los huesos tenían incluso incrustada tierra y raicillas vegetales en los huecos y orificios craneales.

 

Habilité espacio en mi casa, en un lugar seguro y seco, y noche tras noche durante varias semanas, mi esposa Pilar y yo, con la guía del inventario entregado, desempacamos cada pieza de la colección y le tomamos fotografías, al tiempo que nos admirábamos y comentábamos sobre ella preguntándonos qué hacer ante el reto de cumplir el compromiso asumido.

 

La colección nos fue entregada en diciembre de 2011 y el 16 de enero de 2012 recibimos la triste noticia del fallecimiento de Jorge Roberto en Alemania. En los años subsecuentes, es decir, de 2012 a 2016, gracias al trabajo realizado con el hallazgo de Chuchita, (la osamenta encontrada en la restauración de la Casa del Mendrugo) hicimos contacto con el grupo de investigadores del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), encabezado por el doctor Carlos Serrano, el doctor Bernd Fahmel y el antropólogo

Oswaldo Camarillo, con quienes establecimos un convenio de colaboración entre el Instituto y la Fundación Casa del Mendrugo, para el estudio de los cráneos, huesos y demás objetos sobresalientes de la colección.

 

Durante estos años, y con la ayuda de expertos, en especial del arquitecto Edgar Ramírez y del ingeniero Edson Méndez, desarrollamos la museografía para exhibir el legado. El museo se inauguró en el verano de 2016 y desde entonces los objetos se exhiben en el Museo Casa del Mendrugo.

El texto íntegro de Zachilatlòôó fue publicado en 2016 por Rosa Mary Porrúa

Editores, en una obra cuyo título es El Mendrugo y el zapoteca, que narra dos historias que se encuentran. La primera es la de “El Mendrugo”, narrada por quien esto escribe, en la que doy cuenta puntual del rescate de la antigua casona y de mi encuentro con Jorge Roberto, el hombre enfermo en Alemania, y la segunda es la del zapoteca, que reproduce el texto íntegro de Zachilatlòôó.

A partir de 2016, la Casa del Mendrugo es un proyecto cultural que pretende hacer vivir lo muerto, al tiempo que fomenta la comunión entre el pasado y el presente al recuperar testimonios tangibles y buscar provocar encuentros espontáneos de personas actuales y vivas en un mundo y un tiempo que siguen su marcha.


A todos los millones de seres desaparecidos que conforman nuestros ancestros, que no han sido descubiertos por cualquier circunstancia, y que por lo mismo no han hablado, que la tierra los guarde y se respete su silencio.

 

A los que se dejaron descubrir por casualidad, por venerado resguardo o por investigación académica formal, esta obra se escribe en su memoria, como parte del compromiso asumido y como cumplimiento de la promesa de tratar de descifrar los mensajes expresados en los objetos del legado que nos ocupa, así como de su relación con los códices antiguos custodiados en Europa, aquéllos que lograron salvarse del fuego de los cristianizadores. Es un intento por preservar las otras imágenes y mensajes que quizá nunca entenderemos, pues quedaron en los códices que fueron quemados.


La obra está escrita en memoria de las personas que con la anatomía y la morfología de sus huesos nos han ofrecido la más certera prueba de que existieron; se debe al afán de construir conocimiento a partir de las imágenes talladas en los huesos, en los caracoles-trompeta de sus ceremonias, en las piedras esculpidas de sus tumbas, y en las paredes de un inmueble que lo resguarda todo en su magnífica arquitectura de antiguo palacete, construido por los europeos fundadores de la ciudad de los Ángeles de la Nueva España, hoy Puebla, llamado la Casa del Mendrugo.

 

José Ramón Lozano-Torres

Fundación Casa del Mendrugo, Puebla