Cultura /Universidades | Crónica | 26.NOV.2024
Los poblanos nacen en Francia… o donde quieren: Poniatowska / Moisés Ramos Rodríguez
“Estoy por decir que estuve a punto de que mis hijos fueran poblanos”. Así, casi parafraseando a Eduwiges Diada, una de las protagonistas de Pedro Páramo —y quien esto escribe, parafraseándola a ella— declaró Elena Poniatowska en el zócalo de la Ciudad de los Ángeles.
La escritora —que todo el tiempo fue tratada como “doctora”— estudió en la Universidad La Calle, porque debido a diversas circunstancias, no pudo asistir a la Universidad La Salle.
Al iniciar el siglo presente la Universidad Autónoma de Puebla la hizo doctora honoris causa, y el plantel Tehuacán de la misma institución le dio un reconocimiento por su mérito académico.
Poniatowska, la de varios nombres y de Amor como segundo apellido, recordó al agradecer que se le distinguiera con la medalla “Carmen Serdán”, que casó en el siglo pasado con el científico, mirador de estrellas, Guillermo Haro.
Con Haro procreó tres hijos, con los cuales daban “vueltas y vueltas” al zócalo poblano los fines de semana, cuando venían de Santa María Tonantzintla, donde el científico miraba al infinito, para cenar en la Angelópolis.
Entonces, como alguna vez lo declaró enfática Chavela Vargas, doña Elena declaró (la parafraseo): “Los poblanos nacemos donde se nos da nuestra rechingada gana.”
Poniatowska no lo hubiera dicho así porque, a sus 93 años de edad —así lo aclaró ella— sigue siendo una mujer dulce, tal, que propuso ser madre de los poblanos, acogerlos a todos como sus hijos. Es decir, nada más lejano a la señora Vargas.
Sin embargo, aceptó ser casi poblana como, considera, lo son sus hijos: casi angelopolitanos
Los herederos de Aquiles y los demás hermanos Serdán, con el gobierno del Estado de Puebla, decidieron iniciar la entrega de la medalla “Carmen Serdán” otorgándosela a quien, también en este siglo, recibió el Premio Cervantes, en España.
Al festejo se sumó el Ayuntamiento de las Cuatro veces heroica ciudad de Puebla de Zaragoza (¡Viva el mole de guajolote…!), que entregó un reconocimiento como “Visitante distinguida” a quien nació en París, vino a los doce años de edad a México con su mamá mexicana, se educó con monjas en Estados Unidos y se inició en el periodismo poco después de cumplir veinte años, balconeando a Cantinflas con una entrevista.
Con un vestido de tehuana rojo con vivos amarillos, menuda pero lúcida, leyendo lo que ella mismo escribió e imprimió para la ocasión, doña Elena destacó el azul del cielo poblano, y su discurso fue un largo halago a él, a Tonantzintla, a las constelaciones sobre el valle angelopolitano.
A unas calles se preparaban los contingentes militares y estudiantiles que marcharían por la Avenida Reforma hasta el Bulevar 5 de mayo. La bandera de los Estados Unidos Mexicanos había sido arriada unos minutos antes y, como no había viento, permanecía quieta en el oriente de la plancha del zócalo.
Aviones y helicópteros (¿o sólo aviones, o sólo helicópteros?) eran preparados cerca del Centro Histórico de la Ciudad de los Ángeles, Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Elena Poniatowska había rechazado poco más de cincuenta años antes el premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores, cuando preguntó: “¿Quién va a premiar a las víctimas?”
Esta vez, desde los helicópteros no serían lanzadas luces de bengala para iniciar un tiroteo; no habría muertos en la plancha del zócalo poblano como sí los hubo en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.
Esta vez, un cielo azul, limpio, sin amenazas siquiera de lluvia, cubría la cuidad.
Elena y nosotros podíamos estar tranquilos.
Lástima que los astrónomos se tuvieron que ir a Baja California porque las luces de la Angelópolis y las Cholulas contaminaron el cielo que contemplaban, fascinados.