Voces en los días del coronavirus
Juan Carlos Canales, filósofo
… El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso
W. Benjamin
(Ilustración de portadilla: "El grito", de Edvard Munch)
Observo mis estados de ánimo como si no me pertenecieran, no como fenómenos de mí, sino como fenómenos que ocurren en mí. Eso me permite conjurar el melodrama de toda confesión
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Insignificancia.- Esa es la primera palabra que viene a mí para designar el estado de ánimo que me atraviesa y, posiblemente, atraviese a miles de hombres; una palabra que, habiéndola desterrado de nuestro lenguaje, ahora, es la única que nos permite compartir un mundo en común
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Después de la pandemia, la condición será reinventarse, no reconstruirse. ¿Para qué habitar nuestras propias ruinas?
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Las murallas, más que protegernos de los otros, acaban siempre por asfixiarnos a mano propia
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Ni las grandes construcciones de la razón, ni los sistemas religiosos, ni acaso las obras de arte, hablen mejor de nuestra condición que los temores que nos habitan. Nuestra historia es la Historia de nuestros miedos. Y, tal vez, la única a la que debamos otorgar algún crédito
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Lo que una crisis como esta nos permite vislumbrar es la fractura que hay entre el desarrollo científico y tecnológico de una sociedad y su desarrollo moral: ninguna guerra, ninguna epidemia, ninguna catástrofe, nos han hecho mejores
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Paradójico, por menos, que todas las construcciones que levantamos en nombre de la civilización, para separarnos y blindarnos de una naturaleza supuestamente ominosa, empiecen a devorarnos
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Poco a poco, a medida que avanza la catástrofe, dejamos de ser un nombre, una historia, las señas de identidad que nos dan un rostro entre los rostros y nos reducimos a un potencial agente de contagio, la suma de flemas,
humores, secreciones; una cifra. La pandemia nos devuelve al animal – zoe- que alguna vez fuimos y del que creímos escapar.
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A diferencia de otros momentos, en los que la cultura o la moral legitimaron aleatoriamente la persecución, estigmatización y exclusión de pueblos enteros, la modernidad encontró en la razón y sus sucedáneos la tierra firme para perpetrar los peores crímenes de la historia
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Contrario a la idea de von Trier en Melancolía, donde la potencia de la catástrofe es la condición para abrirse al mundo y a los otros, la pandemia, por el contrario, nos atomiza, nos convierte en un puro pliegue; divide al mundo en dos mitades irreconciliables
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Sobre la estructura genética de los virus se montan, o se tejen con ella, todos los fantasmas de una época, hasta ya casi no poder distinguir entre Biología y Política; Ciencia y Cultura
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Caminamos tozuda, inexorablemente hacia un abismo. Y como tantas cosas, descubriremos, tardíamente, el momento en el que teníamos que habernos detenido. Todo aviso de incendio es intempestivo
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La naturaleza no conoce ninguna moral; no es buena ni mala, vengadora o compasiva: es apenas una fuerza ciega, sin sentido, difícilmente simbolizable. Y esto es lo que más nos aterroriza
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Somos un cuerpo obeso. Pronto nos aplastará el peso de nuestras propias construcciones
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La moral empieza en la frontera donde se rompen nuestras certezas
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Solo la condición humana es opácea; la naturaleza no conoce la resistencia
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Nuestros modelos de interpretación de la naturaleza son arbitrarios; la objetividad descansa en la verosimilitud o coherencia de un sistema y no en una verdad extrínseca a él. La ciencia es un gigante con pies de barro
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La ciencia es melancólica: su empeño consiste en perseguir objetos que nunca va a alcanzar, sean estrellas desaparecidas hace millones de años o microorganismos que mutan día con día
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El virus traspasa y cimbra algo más que lo “real” de un cuerpo: perfora todas las investiduras simbólicas e imaginarias que hemos construido a nuestro alrededor
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No defiendo ninguna tesis conspirativa sobre el origen y expansión del coronavirus, pero algo que deberíamos haber entendido hace ya mucho tiempo: desde la bomba atómica, la cuesta de la guerra derivara cada vez más en guerras biológicas, atacando el nivel más elemental de la vida
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Homo Sacer. No es difícil pensar que a partir de ahora el mundo se reconfigure sobre el único rasero de los hundidos y los salvados; los contaminados y los puros, y el musulmán vuelva a sintetizar el destino de nuestra era
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Posiblemente, todo el debate en torno al COVID 19 se reduzca a una sola pregunta: ¿estaríamos dispuestos a sacrificar la conquista de la libertad humana a cambio de unas cuantas certezas que garanticen nuestra sobrevivencia como especie?
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La catástrofe también arruina el tiempo: convierte todo en espera; una espera que no cesa y se prolonga infinita un día y otro y otro más, hasta dejarnos fuera de un pasado que nos pertenecía y de un futuro incierto pero posible. Y entonces nuestro mundo pende de una sola palabra: tedio. Tedio, solo eso
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No hay interlocutor más importante en la vida de los hombres que la muerte; sin embargo, como escribió Chataubriand, nunca nos atreveremos a verla de frente. Por eso, también, toda escritura es elíptica
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No serán las guerras, ni la suma de las catástrofes naturales, las que acaben con la civilización occidental, sino la confianza que ha marcado su destino: lo reprimido siempre regresa
En algún lugar de Puebla, a 31 de marzo de 2020