Cultura /Sociedad | Crónica | 19.MAY.2022
Alas para Friducha / Diana Cuéllar Ledesma
(Este texto de la crítica de arte poblana Diana Cuéllar Ledesma fue publicado originalmente en eldiario.es)
Para recibir a Trotsky, Frida montó una mesa esplendorosa. En el medio había una tarta redonda, cuyo centro se hallaba adornado por una hoz y un martillo, circundados por pequeñas velas. Alrededor del dulce, líneas rectas formadas por corolas de flores se proyectaban hacia el exterior, emulando, de alguna manera, los rayos del sol. También con flores, Frida formó letras grandes para escribir la bienvenida: “Arriba la cuarta internacional. Viva Trotsky”. El servicio de té y las servilletas de tela complementaban el decorado. El registro fotográfico está hecho en blanco y negro, pero seguramente la mesa era alegre y colorida.
Aquel gesto, ingenioso y dulce, simpático y femenino, podría parecer una cursilería frente a los ojos de cierta militancia comunista machorra-ortodoxa… y es incluso probable que entre los comensales haya pasado inadvertido o fuese admirado solo de soslayo por considerarse un gesto “menor”, propio de la señora de la casa. El gran mito de Frida Kahlo se gesta, a mi entender, desde el papel secundario en el que vivió gran parte de su vida, y en el que la creación de su propio personaje se forjó no solo como un recurso de la subjetividad, sino como una obra de arte en sí misma.
Sus característicos atuendos mexicanos comenzaron a la par que su matrimonio con Diego. Si al principio se vistió así para él, con el tiempo Frida fue consciente del artificio que estaba creando y lo disfrutó. Dos estancias en Estados Unidos (entre 1930 y 1933) fueron cruciales en este proceso, pues su exotismo causaba allí mayor revuelo que en México. En San Francisco la gente se detenía en las calles cuando la veía; en las cenas de sociedad, frente a la prensa y entre los intelectuales de Nueva York, su aspecto llamaba la atención y le garantizaba un papel propio dentro del complejo mundo de la hoguera de las vanidades. En el país del norte Frida desdobló su mundo, subjetividad y creatividad en dos territorios: el de la casa y el del exterior. En casa vivió un aborto, dolores, el duelo por la muerte de su madre, y pintó y escribió muchas cartas; afuera, se creó a sí misma como un símbolo.
Existe la expresión bromista “una gripa cariñosa” para referir a un catarro que se prolonga por más tiempo de lo habitual. Creo que la vida de Frida bien podría sintetizarse bajo la idea de un “dolor cariñoso” en todos los sentidos que la expresión encierra y puede provocar. Se ha prestado poca atención, sin embargo, al aburrimiento que se encariñó con Frida, acompañándola durante largas y repetidas etapas de su vida. “Me aburro” es una de las frases que más se repiten en su correspondencia del periodo gringo y también, como es natural, durante las convalecencias a causa del accidente que años atrás le había hecho añicos la pelvis, una pierna y la espalda baja.
El aburrimiento y la soledad llevaron a Frida a entretenerse consigo misma, jugando a crearse y recrearse. En sus cartas de juventud se divertía firmando sus cartas como “Friducha” y también con la versión alemana de su nombre, “Frieda”, al que le quitó la “e” cuando el fascismo ascendió en Alemania. En Estados Unidos se decantó por otro de sus nombres, Carmen, para no ser asociada con el país de origen de su padre, y años más tarde, al dirigirse a su amante Nickolas Murray, se llamaba a sí misma Xóchitl (flor en náhuatl).
Durante mucho tiempo, Frida Kahlo no se tomó en serio a sí misma en el plano artístico y su posición como “esposa del gran genio” la llevó a desarrollar su arte fuera del foco y las presiones públicas. Femenina, íntima y personal, su pintura se alejó de la grandilocuencia de la épica nacionalista que signaba al arte mexicano del momento, y que a la larga terminaría por institucionalizarse en manos del poder.
Aunque su formación como pintora fue autodidacta, tenía amplios conocimientos de la historia y los repertorios del arte. Desde ese emplazamiento eligió deliberadamente acercarse a la estética popular mexicana para cuajar su propio lenguaje plástico. No fue una pintora prolífica ni constante ya que su trabajo a menudo se veía interrumpido por complicaciones de salud y la agitada vida junto a Diego. Con excepción de un par de cuadros, su obra es más bien de pequeño formato.
Los comienzos de su boom artístico se atribuyen al mito fundacional de su encuentro con André Breton. El francés no podía estar más equivocado al etiquetarla como surrealista porque, como dijo Carlos Monsiváis, su pintura no venía del sueño, sino de la vigilia dolorosa. A Frida no le hizo especial ilusión entrar al selecto grupo del surrealismo europeo y enfureció cuando un socio de la galería francesa en la que expuso quiso mostrar solo dos de sus cuadros por considerar que sus obras eran demasiado escandalosas. Durante su estancia en París, se sintió más cercana a Marcel Duchamp que a Breton y su grupo. En realidad, el “primitivismo” de Frida estaba, como el ready made, diez pasos por delante de su tiempo.
Debido a que su actitud frente al sistema del arte era descreída y sin pretensiones, la obra de Frida es poseedora de un espíritu auténtico y singular que aún hoy se resiste al falaz circo que se ha hecho con ella. La posmodernidad la ha abrazado porque fue una anticipadora de la pluralidad y la contradicción: bella y fea, esposa devota e infiel; apesadumbrada y alegre, mortecina y vital, femenina y mariachi, “ácida y tierna”, en palabras de Diego… bisexual. Frida Kahlo era un caudal de humor, brillantez y carisma; un cortocircuito explosivo y generoso sin concesiones frente a convencionalismos.
El ascenso póstumo de Frida al panteón de la iconosfera dio como resultado la dispersión azarosa y desordenada de su escasa obra, principalmente en colecciones privadas. Dos de ellas albergan el mayor número de ejemplares, incluyendo sus autorretratos más célebres y cuantiosos objetos personales. La de Dolores Olmedo, legada por la coleccionista al pueblo de México bajo la forma de un museo que ha anunciado su mudanza al parque Aztlán en Chapultepec, es producto de una paradoja, pues surgió de la enemistad y no de la admiración (es bien sabido que la relación entre Olmedo y Kahlo era muy tensa y se rumora que Olmedo adquirió las obras para escamotear a Frida y sacarla del mercado). Por su parte, el acervo de la Fundación Vergel (colección Gelman) cuenta con once obras de la artista y ha estado envuelto en todo tipo de polémicas.
Hace ya un año que la fridomanía se apoderó de España, con dos exposiciones inmersivas en Madrid y una en Barcelona, así como con la presencia de la colección del Museo Dolores Olmedo en la Fundación Casa de México en España, con sede en Madrid. Este acervo no visitaba España desde 2005 y la colección Gelman lo hizo por última vez en el año 2000. En este contexto, la imaginería de Frida se ha viralizado en el espacio urbano madrileño en donde se ve constantemente en el metro, los autobuses, anuncios espectaculares, pantallas de televisión y todo tipo de parafernalia de consumo. Con la fiebre por Frida se afianza su mito, los lugares comunes se repiten ad nauseam y el anecdotario resuena por todas partes.
Exposición Frida Khalo. La Experiencia, en Madrid, diciembre de 2021.
Si el desmontaje del mito de Frida puede ser posible, no tendrá lugar bajo los reflectores, y una exposición crítica, curada y propositiva sobre la artista más famosa del mundo es, hoy por hoy, una quimera. Cuando no están en México, las colecciones Olmedo y Vergel suelen itinerar separadamente alrededor del mundo bajo la forma de exposiciones blockbuster y, con excepción del homenaje oficial por el centenario de su nacimiento celebrado en México en 2007, estos dos acervos, y la obra de Frida en general, no se ha vuelto a reunir en un mismo espacio. Probablemente tendremos que esperar otra fecha conmemorativa para que algo semejante ocurra de nuevo, pero una mirada renovada hacia el personaje, su obra y su legado difícilmente será posible más allá de los variados intereses políticos y de negocios que hoy la atan.
Frida con su periquito en el hombro... (Foto de Diana Cuéllar Ledesma)
En el estante junto a mi ordenador atesoro varias artesanías populares que consisten en cajitas de madera en cuyo interior se representan escenas cotidianas protagonizadas por calaveras de barro. Tengo especial interés por una que compré en un mercado: con su periquito en el hombro, Frida aparece en una silla de ruedas mientras Diego la pinta. A pesar de que muestra una situación falsa y machista (la artista más emblemática del género del autorretrato siendo retratada por su marido, a quien, en la escena, se le atribuyen algunas de las obras de ella), el objeto me resulta fascinante y revelador porque es producto de la fridomanía a nivel de calle, de la historia viva y no del mito, del poder de la fábula y la creación.
Tal vez Frida necesita escapar del protagonismo y volver al segundo plano en el que fue fecunda y libre; volar del pedestal y sacudirse las toneladas de polvo que intentan inmovilizarla como a la efigie de mármol que nunca quiso ser. Cierro los ojos y la visualizo como la niña frustrada de una de sus pinturas, que quería un avión y recibió alas falsas (Piden aeroplanos y les dan alas de petate, c. 1938). Quisiera pensarla como la Friducha traviesa de las cartas, que se dibuja y garabatea al margen de las páginas, contando historias con desparpajo como un borbotón incontenible de belleza y creatividad.