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3 Diciembre 2024, Puebla, México.

Ser de Puebla es ser de todas partes / Ángeles Mastretta Aniversario 74

Ciudad /Cultura | Crónica | 30.MAY.2023

Ser de Puebla es ser de todas partes / Ángeles Mastretta Aniversario 74

Mundo Nuestro. Hoy 9 de octubre es el aniversario 74 de Ángeles Mastretta. Lo recordamos con este texto leído por ella en ocasión de la entreta por el Ayuntamiento de Puebla de la Presea Puebla de Zaragoza. Publicamos aquí las palabras de agradecimiento leídas en la ceremonia.

 

Ilustración: Gonzalo Tassier / Revista Nexos

 

EL AUDIO

 

 

EL TEXTO

 

Muchas gracias a ustedes, muchas gracias a esta ciudad que antes fue de los Ángeles, luego de nuestro memorable Ignacio Zaragoza y ahora, sobre todo, nuestra.

Sé que en el siglo XIX vivieron aquí en Puebla las bravías hermanas Veytia, descendientes, papeles de por medio, de quien trajo a Puebla la primera imprenta que llegó a la ciudad a mediados del siglo XVII.

Una de las hermanas, lectora minuciosa, supo por los escritos de los monjes franciscanos, que acompañaron la fundación de este sitio, que no fue fácil crear aquí una ciudad. Hubo litigios, incertidumbre, injusticia.

Fue muy difícil, pero aquí estamos.

Por la otra hermana, la implacable, se sabe que la batalla del 5 de mayo fue, desde que se ganó, motivo de celebración y orgullo para sus abuelos y sus padres. No necesariamente para toda la ciudad. “No nos hagamos tontos”, decía. “Hubo quienes no celebraron el triunfo, quienes no apoyaron al ejército vencedor ni siquiera con dinero para su comida”. También ella contaba que, dos años después, el sitio a la ciudad fue la más grande tragedia que ha sufrido, entre todos los tiempos, este pedazo, sin duda heroico, de nuestro país.

Ahora sí lo importante: muchas gracias al Honorable Ayuntamiento de Puebla por entregarme un premio que me honra con sólo asociarme al nombre del joven general Ignacio Zaragoza. Lo llamo joven, como quien acude a una sorpresa, porque él tenía 33 años cuando resistió los embates de un ejército que se consideraba el mejor del mundo y ganó la batalla del 5 de mayo en 1862. Ya para entonces era general y había sido ministro de Guerra con el presidente Benito Juárez. Renunció a semejante cargo para volverse jefe del Ejército de Oriente.

No lo dicen las breves biografías a mi alcance ni así nos lo enseñaron en la escuela, pero a mí me parece obvio que dejó el puesto seguro, porque él no estaba hecho para quedarse tranquilo.
Hacía apenas cuatro meses que había muerto su esposa y tenía tres hijos, pero él se fue a enfrentar batallas redimido por la urgencia de salvar a su país.

No puedo decir que me resulte fácil entenderlo, aunque hay algo que nos lo puede explicar: Zaragoza nació en la bahía del Espíritu Santo, Texas, cuando ese territorio era parte de México. Vio de niño cómo se perdió esa guerra y cómo sus padres con sus hijos dejaron aquel sitio para vivir, aún en el norte, cerca pero en una tierra que fuera su país.

Me gusta, ahora, llamarlo Ignacio Zaragoza, abreviarnos el general y enaltecer al muchacho que fue valiente y desatado, guerrero en busca de la paz para su país. No la vio llegar en vida. Murió de tifus, sin duda contagiado por alguna de las varias tribulaciones que cruzan por un ejército en combate. Era septiembre, del mismo 1862, apenas cinco meses después de haber ganado la batalla que celebramos cada año, junto con el nombre de quien la ganó. Por eso no podemos sino imaginarlo joven. Y muchas veces sufriendo.

Vuelvo a decirlo: muchas gracias. Me honra que este premio me acerque a Zaragoza. Pero también me compromete. Quien buscaba la paz no la encontró en vida, si ahora viviera, tampoco puede decirse que no tendría que buscarla.

Yo no poseo el largo abolengo poblano de las hermanas Veytia. Si no hubiera sido por mis cuatro abuelos, gentes con esperanza, a quienes les dio por viajar y aventurarse, podría yo haber nacido en Italia, en San Juan del Río o en Teziutlán.

Y si Carlos Mastretta no hubiera regresado de una guerra perdida en un país prodigioso, y si mi madre se hubiera quedado lejos, viviendo con sus abuelos en la casa que ellos compraron tras perder otra guerra o, peor aún, si se hubiera casado con un hombre frívolo que dejó la ciudad para seguir haciendo dinero a costillas de otros, lo que entonces era un hábito elogiado y ahora mismo es una herencia maldita que han practicado y practican a nuestro alrededor muchas personas cuyos apellidos no nombro para no lastimar las paredes del salón que ahora nos alberga. Disculpen ustedes el paréntesis, pero me resultó inevitable. Vuelvo al camino: si no fuera por todo eso, entonces ellos, los padres de cinco hijos entre los que estoy, no se hubieran encontrado en los portales, por los que ella andaba, preciosa, altiva y buena como un regalo de los dioses.

El azar me regaló ser de aquí.

Por eso Puebla ha sido mi territorio mítico.

Como tal se me cruzó en la vida y a cambio sólo me ha pedido el afán de recontar sus delirios, imaginar lo que tal vez conocen sus volcanes, elogiar sus torres y sus atardeceres, maldecir a los de mala entraña y bendecir a quienes la han vivido con valor y esperanza. Como, sin duda, la vivió Ignacio Zaragoza durante unos días arduos, como nos cuesta imaginar.

Yo no concibo el mundo sin los volcanes atestiguando las luces de este valle, acompañándonos la vida entera mientras pasa un instante de su vida. Ella impávida, él estallando a cada tanto, para cubrirla y cubrirnos de ceniza y centellas.

¿Qué habrán visto nuestros volcanes de esa batalla? Amaneció despejado, pero en la tarde se nubló y llovió. Imagino que fue un largo anochecer. ¿Qué habrá pensado Ignacio viendo a sus soldados muertos? ¿Había valido tanto tanta pena?

Días después, no parece creerlo. El 9 de mayo envía un telegrama tremendo recuperado por el historiador Fabián Valdivia. Me asusta citarlo, pero dice así: “Hoy no he podido completar ni para un día de socorro económico, que importa $3700 porque sólo tiene la comisaría $3300. La fuerza está sin socorro desde el día 5 y casi sin rancho. ¡Qué bueno sería quemar a Puebla! Está de luto por el acontecimiento del día 5. Esto es triste decirlo. Pero es una realidad lamentable”.

Tenía razón el general en ese momento, pero podríamos decir hoy mismo que sigue habiendo realidades lamentables. Lo podemos decir al mismo tiempo en que buscamos y vemos a otros luchar contra ellas.

Quienes fundaron Puebla, movidos por la imaginación y los sueños del renacimiento, supieron elegir el paisaje. Ser de Puebla, a pesar de la fama de insondables que no sé cómo hemos creado, es ser de todas partes, es heredar la vocación ecuménica de las muchas generaciones que han mezclado aquí su fantasía y sus linajes. Ser de Puebla, para nuestra fortuna, es ser mestizo, es ser hijo de viajeros, de peregrinos, de asilados.

Esta ciudad nació con la esperanza de convertirse en un ejemplo virtuoso. No hemos conseguido que lo sea.

Sin embargo, ha habido y sigue habiendo quienes sobre la memoria de ese espíritu han querido y quieren vivirla y rescatar el deseo aún no cumplido de sus fundadores. Sin duda lo que deseaba Zaragoza en mayo de 1862.

No ha sido fácil. Lo sabemos, todos, aquí.

Nombro dos tristezas: En Puebla estaba el río transparente que veneró mi abuelo, ya no está. Aquí el lago en cuyo cielo intuí el orden que rige a las estrellas, ya no está.

A cambio de estas pérdidas, el aire nos ha regalado el testimonio tenaz de quienes intentan remediar los quebrantos. No los nombro para no olvidar alguno, pero los he visto emprender batallas que alguna vez se ganarán.

Yo he andado toda mi vida con Puebla dentro, con sus historias, y las que creo que aquí sucedieron, como una obsesión que, al mismo tiempo, me fascina y espanta.

He imaginado y descrito muchas tardes una ciudad que abriga y enaltece; que otras veces atemoriza y varias ha creado monstruos.

He contado sin cansarme una ciudad por la que pasan muchos de mis recuerdos más abismales: la intensidad del cielo hace cincuenta años, la interminable conversación de los adultos que nunca hablaban de cosas ingratas delante de los niños. Siempre los invoco agradecida porque me hicieron el mundo no sólo llevadero sino hermoso. Como venían —ya lo dije— de varias guerras, no querían otra, ni siquiera mencionarla. Menos en la Puebla que yo aprendí a bien amar hasta cuando nos aflige.

Esté yo donde sea y duerma donde duerma, como si yo entendiera la teoría de la relatividad, todos los tiempos de esta Puebla me duelen o me enaltecen. En todos he vivido y vivo. Desde 1531 hasta la fecha, todo lo que aquí sucede creo que pasa también por mí.

Estoy segura de que algo parecido sienten muchos de quienes estamos aquí.

Puebla se escribe con la primera letra de pasión y patria.

Pero, también, con la de poder y podredumbre.

Hemos padecido, y sin duda padecieron nuestros padres y están padeciendo muchos de nuestros hijos, la maldad de quienes prevalecen o buscan prevalecer, sin ninguna clemencia, sin siquiera apiadarse de las bardas y los espectaculares. Han querido y quieren apropiarse hasta de la tierra y sin duda de los grandes negocios, de los que avasallan o lastiman a otros.

Para no decepcionar de más al joven Zaragoza, vuelvo a decir que, por fortuna, y no como excepción, la mayoría de quienes viven y defienden este lugar, su cielo, su agua, su naturaleza y su cultura, como lo más importante que se puede tener en esta vida, la honran con su quehacer y su valentía.

Puebla, el siglo pasado, me concedió el descubrimiento de las misceláneas y las mercerías; me enseñó los secretos del zócalo, el aire bendito de la primera papelería que conocí, la gramática y sus leyes enseñadas por una solterona arisca, pero generosa, como el primer atisbo de una pasión que redime todos mis días.

A mí, la escritura y la felicidad me fueron enseñadas como una misma cosa. No tengo cómo pagar semejante herencia. Como una misma cosa aprendí las palabras y la fiesta, la conversación y la leyenda, el juego y la sintaxis, la voluntad y la fantasía.

Puebla es a mí imprescindible como el agua.

Vengo ahora a recibir este premio con el nombre del guerrero Ignacio Zaragoza, como un reconocimiento a quienes buscan la paz. Difícil nombrarlos porque son muchos más que quienes la han lastimado. Gracias a ellos tenemos esperanza, en ellos confiamos, en la tenaz voluntad con que trabajan, muchas veces a cambio nada más, pero nada menos que del gozo de saberse útiles, de propiciar con su diario hacer la existencia de la verdad y de la belleza.

No se necesita nada mejor. Ya Zaragoza ganó una batalla, ya los ángeles trazaron las calles, ya hubo quienes sobrevivieron a un sitio y quienes murieron emprendiendo una revolución, ya otros sueños se ganaron o perdieron en otro tiempo.

Ahora, lo que tiene que preocuparnos y ocuparnos es el suelo por el que andamos, los árboles como metáfora de lo que derribamos y lo que siembran quienes no tienen prisa y saben esperar que su vejez, o la de sus hijos, llegue a verlos tocando el cielo en el horizonte.

Agradezco este honor y comparto con ustedes una certeza: no es lo inmediato ni lo grandilocuente ni lo sorpresivo lo que necesitamos cultivar, sino la difícil sencillez del día a día cumpliendo con el deber de vivir en la patria primera, sin avasallar, sin robar, respetando a los otros, creando el sonido armonioso y bello de una ciudad en la que se pueda dormir y despertar en paz, sin escándalos, sin derroche, sin caos y sin miedo. Como yo creo que la hubiera deseado Zaragoza y la deseamos tantos.

Que así sea. Otra vez, muchas gracias.

Puebla, mayo de 2023