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16 Mayo 2024, Puebla, México.

Los elegidos. Testimonios de la vida en un anexo / María Luisa Rentería y Brayan Hernández

Salud y enfermedad /Sociedad | Reportaje | 6.ENE.2024

Los elegidos. Testimonios de la vida en un anexo / María Luisa Rentería y Brayan Hernández

En 2020 Carlos Ávila era, en palabras de él, una basura. Hasta entonces su vida había sido lo más parecido a un sueño o una pesadilla. Deambulaba entre un mar objetos con contornos borrosos y sin sustancia, como si no existieran o, más exactamente, como si fueran de humo. Las calles eran siempre una sola calle y allí donde su cuerpo, por el hambre o por el cansancio, no podía continuar, él simplemente se echaba a dormir. Luego despertaba y continuaba con su peregrinaje. A veces, mientras metía la mano en un contenedor para buscar comida, veía en los parques a niños alegres jugando con sus papás. Aquello, entonces, le resultaba extraño, aunque habría deseado ser uno de ellos. El problema es que no lo era y que llevaba, ¿cuántos? ¿Dieciséis, diecisiete años viviendo así? Que él recuerde, nunca nadie lo volteó a ver.

—Es algo que te pega desde pequeño, ¿sabes? —Nos dirá Carlos con los dedos entrelazados, el cabello cortado a cepillo y la expresión dura—. He descubierto que el abandono siempre se arraigó en mí. En mi hogar nunca hubo mamá, nunca hubo papá, nunca comimos en una mesa, nunca “oye, mijo, te quiero mucho”. Lo que en teoría debe ser, ¿no? Sólo hasta que dejé de drogarme y de beber, me di cuenta que eso era lo normal.

De 2020 a 2023: entonces han pasado tres años. Ahora Carlos lleva todo este tiempo limpio y puede contar esto. Ahora ya no vive entre la basura y el cascajo. Ahora, junto a otra persona, maneja un centro de rehabilitación en la ciudad de Puebla. Nosotros, hace unos días, le escribimos por mensaje para saber un poco más al respecto. Él nos mandó una ubicación por Google Maps y una fecha: viernes 6 de octubre de 2023.

***

Centro de Rehabilitación Lenguaje del Alma A. C. Para llegar allí, partiendo del zócalo de Puebla, hay que caminar varias cuadras con dirección al norte hasta llegar a la calle número treinta, ya en la colonia Santa María, uno de los barrios viejos de la ciudad.  Es una cortina levantada cuyo interior se parece al consultorio de un médico. En la fachada, un letrero de plástico transparente confirma el nombre del lugar. Lo primero que vemos es a un muchacho vestido con una polo azul y el pelo cortado a cepillo que, empuñando una escoba, se esmera en barrer la banqueta. Lo saludamos y, acto seguido, nos sentamos en una modesta salita de recepción. A lo largo de la pared, aparecen varios diplomas colgados y, sobre el escritorio que hace de bienvenida, una pequeña placa de fierro que dice: Lic. María Fernanda Gaspar. Como son las diez de la mañana, el local aparece tocado por un resplandor.

—¿Buscan a la licenciada? —pregunta el muchacho.

—Sí, tenemos cita con ella —respondemos.

El muchacho asiente, deja lo que está haciendo y enseguida desaparece tras el local.

Nosotros esperamos en silencio con las manos en las rodillas. Un par de minutos después, otro muchacho aparece cargando unas llaves y un radio de seguridad. Nos saluda y pide que lo sigamos. Hacemos caso. Nos ponemos de pie, salimos del local y somos conducidos por la calle a un enorme portón blanco con fachada azul cielo, en la otra acera. No posee ninguna placa ni nada que diga que pertenece al centro de rehabilitación, pero tampoco hacemos preguntas. Simplemente, el muchacho abre la puerta y nosotros entramos. Se siente una atmósfera apacible donde reina la limpieza y el orden, juzgaremos después. Pensaremos: afuera, el planeta sigue girando sobre su propio eje. Adentro, el tiempo se ralentiza y todo se transforma: las personas, los sonidos, el ambiente; aquello que comúnmente conocemos como realidad.

—En Lenguaje del Alma sólo aceptamos masculinos mayores de dieciocho años —dice la licenciada María quien, junto con Carlos, maneja este centro de rehabilitación—. Nosotros siempre llevamos un control de todo. Incluso para brindar informes. Hacemos preguntas sobre cómo se enteraron del centro y le hacemos una entrevista inicial al familiar que trae a la persona. En ese sentido, sólo aceptamos a gente que venga con un familiar directo, nada de amigos o conocidos. Preguntamos qué consume, si ha estado en otros lugares, y pedimos también documentos como INE, comprobante de domicilio y un número de contacto. Ya con eso hacemos su expediente y después lo evalúa el médico.

—El tiempo de internamiento es de tres meses —agrega Carlos—. Ya si alguien quiere irse antes, nosotros no lo podemos retener, pero marcamos a su familiar para que venga por él. Lo que puedo decir es que casi no pasa, porque procuramos darles un buen trato a las personas. Al final, uno trabaja con vidas y hay una gran responsabilidad en eso. Tenemos distintas actividades y según vamos viendo su avance también les ofrecemos tareas. Las tareas se ganan, eso sí. No hacemos como en otros lados donde los rapan, por ejemplo. Imagínate, uno viene todo mal y encima te rapan. No, eso no hacemos aquí, y pequeñas cosas como esas ya dicen mucho de nuestra forma de trabajar. 

Sentados en el jardín trasero del centro de rehabilitación, con la luz del sol bañando las plantas, las flores y el pasto verde y brillante, nosotros escuchamos con atención a Carlos y María. No hace falta preguntarlo, porque se nota a primera vista: Lenguaje del Alma A. C. no es un “anexo”. Lo que nos cuentan no se parece a las historias que vivió José Ruiz, un hombre de 32 años y padre de dos hijos, durante los meses que pasó encerrado en un anexo de la colonia Balcones del Sur.

—Yo le dije a mi mamá que me encerrara —confiesa José—. Estaba bien borracho y ni me acuerdo cómo me llevaron, sino que nada más me desperté al otro día y ya estaba ahí. Me dormía en un salón grande donde no había camas, porque cuando yo llegué estaban haciendo apenas las literas. De hecho tampoco había colchones, sino que los familiares eran los que nos llevaban cobijas o colchonetas. Poco a poco fueron metiendo literas y los que teníamos más tiempo nos pasaban a las camas, y los que iban llegando se dormían en el suelo.

“Anexo Salud Mental”, allí es donde estuvo encerrado José. En los alrededores abundan puestos de verdura, pollerías, tortillerías, misceláneas, tiendas de ropa, depósitos de cerveza y centros de maquinitas a donde acuden adolescentes con uniforme escolar. Tan sólo en la 3 Sur, una de las calles principales de esta colonia, hay carros estacionados a ambos lados de la banqueta, y aun así pasan circulando dos camiones en direcciones contrarias. El ruido nunca cesa, ni siquiera de noche. Las motos y los carros se pelean por quién pasará primero y le ganará al semáforo. Un joven le chifla a otro desde una esquina, sólo para decirle: ¡chile, puto!, para luego reírse de la hazaña.

—En ese cuarto dormíamos de todo: enfermos mentales, borrachos y drogadictos—continúa José—. Ahí adentro yo podía escuchar todo el ruido que siempre hay en la 3 Sur. Una vez llegó un pana que dormía en la calle y le dieron espacio para dormir ahí. Cuando yo llegué éramos 18 personas, y en el primer mes que estuve llegaron diez más, entonces ya éramos 28 durmiendo en ese salón grande, y te digo, al inicio todos dormíamos en el suelo. Yo nunca había estado anexado y al inicio si me daba miedo que me fueran a tocar. Había dos compañeros que si estaban medio tocadiscos, y luego se les iba la hebra y ellos solitos se empezaban a pegar y a llorar.

A diferencia de “Lenguaje del Alma A.C”, que funciona como centro de rehabilitación, los anexos operan en un ambiente de clandestinidad, ya que no están sujetos a normas y regulaciones por parte de las instituciones de salud, lo que a veces puede llevar a prácticas poco éticas o inseguras. Aunque ofrecen una variedad de enfoques de tratamientos, de los cuales, según testimonios de personas que han pasado por ahí, pueden ser efectivos, otros más pueden ser peligrosos, pues la falta de supervisión y regulación puede dar lugar a abusos y a maltratos físicos y psicológicos, lo que puede resultar en riesgos significativos para la salud y seguridad de los internados.

—Había un enfermero que ya llevaba como un año encerrado—recuerda José—. Quién sabe por qué lo habrán metido, pero él era el que nos inyectaba y nos cuidaba. Después a mí me “subieron” de enfermero, y yo cuidaba a los otros también. Entonces ya no estaba sentado tanto tiempo en las pláticas, porque eso sí era bien cansado, que todo el pinche día había plática tras plática tras plática, y sí cansa mucho. A mí me salieron ámpulas en las piernas de tanto estar sentado. Una vez me toco cuidar a un papá y su hijo que entraron juntos, y el morro ya estaba convulsionándose. Es más feo con los teporochitos y los alcohólicos, porque ellos si se empiezan a convulsionar bien feo. Una noche vi cómo uno se estaba retorciendo y me dijeron que le metiera una chancla en la boca para que no se ahogara. Así que eso hacía: cuidaba a los que llegaban para que no se ahogaran en la noche. Les dábamos un tequila con té caliente para que les volviera a calentar la panza y no la pasaran tan mal.

Los anexos tienen sus orígenes en los años ochenta y su crecimiento fue influenciado por la falta de infraestructura y programas que ayuden a la salud mental, así como los estigmas sociales alrededor del tema. La ausencia de soluciones y proyectos de políticas públicas para el tratamiento en contra de las adicciones han motivado la proliferación de estos lugares.

—Yo trataba de no pensar en mi esposa ni en mis hijos cuando estaba allí —plática José— porque para qué torturarte si de todas formas no puedes salir. Eso pensaba yo. O sea, ni modo que atravesara las paredes. Claro que allá adentro también te dicen un buen de cosas, te rompen tu madre con puras palabras, y no queda más que aguantar. “¿Con quién crees que esté ahorita tu vieja? ¿Quién crees que está dando para que coman tus hijos? Ella ahorita está como piñata: palo tras palo, y mira tú, acá adentro”.

José empezó consumiendo pasta de cocaína, o PBC, como también se le dice, a los 14 años de edad. Antes de eso, ya era un consumidor regular de alcohol. Él platica que su vicio más fuerte ha sido y es el alcohol. Menciona que comenzó tomando con amigos y familia, pero que fue la búsqueda de otro tipo de drogas lo que lo llevaron a probar la marihuana, el cristal, la cocaína y la piedra.

—Una vez me dijeron que si iba a consumir drogas, mejor me metiera de las buenas y no chingaderas de pegamento o thinner. O sea, que si ya estaba en esto, que fuera algo que valiera la pena, como la cocaína o la piedra. Lo único que nunca he probado es la heroína.

Bárbara Aguilar, de treinta años, es la esposa de José. Ella también es consumidora regular de piedra. Empezó a consumirla cuando llevaba cuatro años de casada; ahora lleva doce años de matrimonio.

¿Cuándo empezaste a consumir?

 La neta ni me acuerdo. Yo creo tendrá como ocho años, porque ya teníamos la tapicería, y pues ahí invitábamos a todos a tomar. Algo de lo que me acuerdo mucho y se me quedo grabado, y por eso creo que yo le entré a eso, fue porque una vez José y yo estábamos viendo una película, no me acuerdo cuál era, pero en la película había una pareja joven, una chava y un güey, y los dos estaban fumando y se pasaban la droga entre ellos. Me acuerdo de eso porque José me dijo que ojalá algún día nosotros pudiéramos echar desmadre como ellos. O sea, me dijo: “A mí la neta me gustaría que un día tú y yo pudiéramos ser como esas personas. Estaría bien chido hacer eso contigo”. Y pues eso se me quedo en la cabeza y pensé que sí estaría chido hacerlo, porque yo estaba muy enamorada.

Bárbara cuenta que, el día que José se anexó, ella no sabía. Una noche antes habían estado bebiendo, pero sin consumir ningún tipo de droga, hasta que en determinado momento se desató una pelea. Recuerda que José se puso muy agresivo y ambos se empezaron a gritar. 

—Los niños estaban en la casa y trataban de calmar a su papá, pero estaban muy asustados, sobre todo el chiquito, entonces ellos empezaron a gritar y a llorar de miedo y yo me estresé, así que les dije que se salieran y José y yo nos quedamos peleando. Al poco rato él se fue y yo no supe más.

¿No te avisaron que lo anexarían? ¿Debías firmar alguna carta o algún documento?

No, nada. Al otro día su mamá me marco y me dijo que quería hablar conmigo, y ya cuando fui a su casa fue cuando me dijo que lo habían encerrado. Me dijo que él había tomado la decisión, porque ya estaba muy mal, pero nadie me dijo nada. Él simplemente se encerró ahí y le valió madres todo.

Bárbara explica que solo podían ver a José por medio de una cámara, pero que nadie le avisaba a él quién iba a verlo con exactitud, sino que todo se resumía a un: “asómate a la cámara que tus familiares están aquí”. ─Yo solo consumí dos veces mientras José estaba en el anexo─, prosigue Bárbara, ─nunca había consumido sola, y fue lo peor. Me empezó a dar pánico, yo escuchaba que alguien quería entrar a mi casa y la primera noche me quede parada en la puerta con un cuchillo en la mano. Lo mismo me paso la segunda vez que lo hice. Esa vez yo estaba en mi casa con la vieja que me vende esa madre, y estábamos tomando chido, yo me sentía segura, pero cuando se fueron todos y me quede sola de nuevo, me empezó a dar miedo. Me senté en la cama a llorar como pinche loca, y otra vez con el cuchillo en la mano, porque yo tenía miedo.

            A diferencia de los centros de rehabilitación donde hay un seguimiento previo al enclaustramiento de las personas, los anexos se limitan a que un familiar directo sea quien acompañe a sus familiares durante el proceso administrativo que concluye en: identificación de ambas partes y el llenado de un formulario breve con datos generales. Después de eso, no hay ningún seguimiento sobre el proceso de sanación y tampoco es permitido ver físicamente a sus familiares.

─Yo estaba muy enojada con José, porque siempre que lo veía él se miraba tan tranquilo. Como si no tuviera problemas. Yo no entendía cómo podía estar tan tranquilo y yo afuera chingándome con todas las responsabilidades y problemas que él dejo. O sea, yo sabía… más bien, yo pensaba que eso estaba bien. Que el anexo había sido una buena decisión y que él estaría mejor, pero no podía dejar de sentir coraje hacia él, porque, ¿cómo le hace alguien para simplemente huir de sus problemas y no enfrentarlos?, porque eso es lo que yo sentía: que él había huido. Y eso me emputaba. Porque mientras él estaba muy tranquilo allá adentro, yo tenía que solucionar mi vida y la de mis hijos. Él lo tenía todo: ropa limpia y comida. Mi problema no era atenderlo, ni lavarle la ropa ni nada de eso, más bien era rabia de verlo tan tranquilo. De que hubiera tomado la decisión de encerrarse y no me avisara nada”.

¿Tus hijos saben que ambos consumen?

Sí. Emilio se enteró hace tres años, porque vio a su papá perdiendo esa madre en el baño. Primero no me decía nada, sino que de pronto se escondía y lloraba, hasta que un día le dije que me dijera por qué lloraba o qué tenía, y ya me contó que vio a su papá haciendo esas madres en el baño. El chiquito también sabe, porque yo se lo dije. Yo hablo mucho con los dos, y siempre les cuento todo. Sobre todo a Emilio. Julián como que todavía no sabe qué onda, pero Emilio sí sabe todos nuestros desmadres. Yo a veces le digo que si algo me pasa, él es el único que va a saber todo, y que si yo me voy al infierno, él se va conmigo por andar de alcahuete. Obvio no le cuento todo, pero si trato de que sepa muchas cosas sobre lo que hacemos su papá y yo, sobre todo para que él no lo haga. No sé, yo pienso que así evito que él caiga en estas madres.

¿Tu vida cambio en esos tres meses que José estuvo anexado?

Sí, mucho. Yo deje de consumir. O sea, como te digo, solo lo hice dos veces, pero nada más. Mi vida cambió mucho: empecé a subir de peso. Hacia ejercicio. Empecé a tener más dinero y le pude comprar más cosas a mis hijos. Mi casa siempre estaba limpia. Yo salía mucho con los niños, me los llevaba al parque, al billar, a pasear, pues. Ellos también cambiaron mucho. Se hicieron más responsables y maduraron mucho. Nos volvimos más unidos. Pagué mis deudas. Les pude comprar cosas a mis hijos. Si se nos antojaba algo ya no nos quedábamos con las ganas y lo comprábamos. Mi familia nunca me dejó, también gracias a ellos pude salir de este pedo. La familia de él nunca me ayudó en nada, y mejor para mí. Compré un refrigerador y una lavadora, porque no teníamos. Todas las mañanas me levantaba temprano y les daba de desayunar bien a mis hijos. O sea, yo siempre los he atendido a ellos, pero esa vez siento que yo tenía más energía. Ya no me sentía cansada, aunque tuviera un chingo de cosas que hacer, pero ya no estaba cansada. Empecé a salir con amigos, mis hijos también salían con sus amigos. Yo me quería quedar así por siempre, sola con mis hijos. Yo no quería que José saliera del anexo, y mis hijos tampoco querían que él saliera.

—Pienso que el anexo fue una mamada—concluye Bárbara—. Una pérdida de tiempo y de dinero. Yo quería pensar que sí funcionaría, pero la neta es que no. Es una pinche mamada. José salió peor: mucho más celoso. No sé qué tanta pinche madre les dicen allá adentro, que salió super celoso. No dejó de consumir, al contrario, siento que consume más. El chiste solo le duró una semana. Se volvió más ansioso y desesperado. Si estamos tomando y se nos acaba el dinero, quiere que le hable a medio mundo para que nos presten y poder comprar más de esa chingadera. Esta muy irritado. No quiere trabajar, le da flojera todo. El anexo es una mamada.

—Yo siento que el anexo sí me ayudó—dice José—. O sea, no lo volvería a hacer. Nunca más me voy a volver a anexar, pero los tres meses que estuve adentro siento que sí me sirvieron porque me dejó de doler el cuerpo. Antes me dolían mucho los huesos y en el tiempo que estuve allá adentro me di cuenta de que me sentía mejor. Pero la verdad solo me ayudo cuando estuve ahí dentro, porque pues la neta, una semana después de salir volví a consumir.

***

Un adolescente entra a una tienda y compra un cigarro suelto. No ocurre nada. Lo prende y lo fuma despacio mientras va a ver a una chica que le gusta. En realidad, siente que el cigarro lo hace ver elegante y probablemente hasta un tipo rudo. Pero pasa el tiempo y ese mismo chico, que ya no es tan chico, ahora compra una cerveza. Por supuesto, sigue sin ocurrir nada. Al fin y al cabo, ¿quién no ha tomado una cerveza? Como acaba de salir de la escuela, la bebe con sus amigos en una esquina o un terreno baldío. Para estos menesteres, el lugar viene a ser lo de menos. Lo importante siempre es la convivencia, la sensación de que un momento como ese no se volverá a repetir, porque habrá de crecer y enfrentarse a la vida, a las responsabilidades de adulto. Así que lo disfruta. Procura que la juventud no se le escape de las manos, lo cual, para ser honestos, es lo mejor que uno puede hacer. Y el tiempo, de nueva cuenta, pasa. Y otra vez, como sucede normalmente, no ocurre nada. ¿Por qué no ocurre nada? Tal vez lo que el chico quiere es que ocurra algo, así que prueba con cosas más duras. Sobre esto último, de más está decir que hay una gran variedad. El chico, de todas maneras, elige la que está más a su alcance. La consume y le gusta, la consume de nuevo y le gusta más, pero llegado el momento se da cuenta de que no es la gran cosa, así que se olvida de todo ese asunto de que ocurra algo. En parte porque en esta vida nunca, o casi nunca, ocurre nada. Y entonces crece y ama y trata de ser feliz, viviendo aventuras agradables y desagradables, y también consumiendo, pero controlando ese consumo de tal forma que no intervenga con su vida, que no lo estorbe, llevando las riendas él y no lo otro. Por lo menos, ese es el camino que siguieron las personas que están allá afuera, lo pensamos mientras vamos saliendo del “Centro de Rehabilitación Lenguaje del Alma”.

Sí, Carlos Ávila tiene razón. Para la persona que va a ser adicta, no importa que sea de una clase social alta o baja, tampoco que crezca en una familia feliz o no. Ellos son, como dice, los elegidos. No hay un porqué.