diciembre 4, 2025, Puebla, México

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Paz y paciencia / Ángeles Mastretta

¿Cómo no estar sordos a los libros de hace tiempo si el presente nos avasalla con las imágenes desoladoras y el diario informe de la desgracia y las catástrofes que pasan en todo el mundo?

Las penas y preocupaciones de hace dos siglos no son del interés general, menos aun cuando, según se cree, sólo se detienen en la vida de personas que, en apariencia, nada hicieron por cambiar el mundo, mientras éste corría desaforado y cruel.

Ahora que muchos de nosotros estamos condenados al “exilio interior” como lo llama la cabeza de una amiga aguda y lúcida, cuyo pensamiento le hizo mucho bien al México de estos años ahora que a quienes temblamos pensando en nuestro país nos toca vivir hacia dentro, conviene leer a los escritores de otro tiempo, a algunos de quienes dedicaron su vida a contar su mundo y crear personajes a los que compadecer o detestar siglos después, desde la nueva privacidad. Es buena idea ir a otros tiempos. Yo, el que más disfruto es el siglo XIX.

Ha llegado diciembre y me sugiere releer la injusticia de entonces pensando en mis obsesiones de hoy, cuatro libros vienen a mi memoria con su empeño inusitado: contar la sociedad de su tiempo mientras eligen, como parte esencial de su trama, la vida de una mujer.

Se sabe, aún sin haberlas leído, que Madame Bovary de Gustave Flaubert, Ana Karenina de Liev Tolstoi, Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós y La Regenta de Leopoldo Alas “Clarín” publicadas respectivamente en 1856, 1875,1877 y 1885 son cuatro novelas cuyo nudo central es una mujer en rebeldía, una mujer cuyo afán de absoluto pasa por la vocación indómita de consentir el deseo sexual de una manera tan fiera y caprichosa como la de cualquier hombre, y por lo mismo castigada como hubiera sido la de cualquier mujer.

Se oye sencillo, pero el estruendo de estos libros perfectos se queda para siempre en el ánimo de quien los lee. Las cuatro heroínas: Emma, Anna Karenina, Fortunata y Ana Azores desatan su ímpetu más secreto y desafían el sentido común de la época en el que se cuenta su destino. Su vida pasando dentro de un sencillo pueblo en Francia o dentro de la estricta alta sociedad rusa, en el Madrid encantado y desdeñoso o en el Oviedo recoleto y aburrido está regida en los cuatro casos por la misma vehemente y avasallada pasión prohibida. Sin embargo, cada libro es único, excepcional y cuenta un mundo distinto, aunque, al tiempo, en todas, implacable.

En eso, el siglo XIX no es diferente de estos días. Ahora mismo, quienes desafían lo que cree una sociedad encerrada en sí misma y ciega, por mayoritaria que sea, a las creencias y la emoción de otros, también resultan marginados y también se les castiga como en el siglo antepasado. El siglo XIX, tiempo que conozco bien porque he vivido muchas horas ahí, metida en cómo eran la discordia y la incomprensión, cómo el vano empeño de quienes en mitad de guerras o dentro de familias y sociedades ciegas al dolor, turbaban sus costumbres desafiándolas. He andado en medio de paisajes azules y rumbos naranja, de pájaros y campanarios, de plazas efervescentes y comercios en los que brillan perlas y seda o huevos crudos y almas en pena. He ido de un manicomio a Venecia, de un teatro en Ruan a otro en San Petersburgo, de una catedral en Oviedo a una botica de provincia, de un tren a un carruaje, de un hospital a un burdel, del sombrero de Charles, al pelo soberbio y engreído del conde Vronski; de la displicencia y el abandono de Juanito Santacruz por Fortunata a la magistral descripción que hace Flaubert de las heladas consideraciones de Rudolph, el amante de la Bovary, tan parecidas a las de la saciedad y el hartazgo de los tres odiosos, ruines y al tiempo inválidos personajes de los otros libros. Escribió Flaubert, como nadie, la reflexión de quien se disponía al abandono: Emma se parecía a todas las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un ropaje, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión, que siempre tiene las mismas formas y el mismo lenguaje. Este hombre, tan lleno de práctica, no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones, que siempre tiene las mismas formas y el mismo lenguaje.

Tenía que ser el salvaje, irónico y preciso temple de Flaubert quien describiera mejor al mismo tipo de hombre. Los cuatro egoístas, fatuos, abusivos personajes de lo cuatro libros. No me detengo en más, imposible hacerle justicia a la prosa de unos y otros. Yo los admiro como a pocos. Su manera de mirar, su paciencia, su fervor, su acierto, su sencillez, el modo en que se detienen a describir el color del aire, el pliegue de un vestido, la suavidad de un paisaje, la paz de una ciudad, la prisa encantadora de otra, no hay como elogiarlas suficiente y, sin embargo, a los cuatro les tengo un reproche. Sus mujeres, enfrentadas cada una a su mundo, en manos de escritores capaces de una maestría envidiable y feliz no encuentran para ellas más destino que un fin trágico.

No sé, quizás era la época, pero quizás también la condición masculina, porque mi queridísima Jane Austen publicó, cuarenta años antes, “Orgullo y Prejuicio”, una historia que podría haber derivado a ser tragedia y que ella convirtió en feliz. Pero ese es otro cantar del que hablo con frecuencia. Ahora estamos en la tragedia de las mujeres trágicas y en la recomendación de otros grandes. No se los pierdan. Y tengan ustedes, para seguir viviendo, para enfrentar las ocurrencias del mundo nuestro, la serenidad, la paciencia y el gozo con que se hacen las mejores novelas.