COVID 19 en 2022 | Crónica | 19.FEB.2021
Llegué hasta aquí, pero ¿cómo sigo? / Stella Cuéllar, editora
Que el hombre no requiere la ira, ni el caracol la concha, el cardo espinas ni la fiera garras
Voces en los días del coronavirus
Ilustración de portadilla: Israel Nazario, Soportando la espera, óleo sobre tela, 100 x 100, 2011
Llegué hasta aquí, pero ¿cómo sigo?[1] Stella Cuéllar[2]
El texto que aquí comparto se desprende de otro que redacté en 2013, para el “Coloquio 25 Soles: de la palabra al símbolo”. Aquel primer escrito se publicó en la revista Este País, en su número 276, con el que celebró su 23 Aniversario.[3] El que aquí muestro no es el mismo, aunque conservo en este la esencia de aquel y un tanto de su estructura. La razón de hacerlo es simple: ambos fueron detonados por preguntas muy similares. En la primera ocasión, al igual que sucede en esta, un entrañabilísimo amigo me lanzó una pregunta que me cimbró: ¿cómo es tu experiencia en la fe?, fue la pregunta que Carlos Mendoza me hizo. Hoy, Sergio Mastretta me hace una muy similar: ¿cómo es hoy tu experiencia de vida? Ambas no sólo se tocan, sino que en mi opinión van de la mano y se responden casi del mismo modo. Me explico. Este tiempo de pandemia nos ha colocado a todos en una situación límite, pero en mi caso, no es la primera vez que me siento así, en una circunstancia que me rebasa y pone a prueba mis creencias y modifica mi manera de vivir.
En el 2012 un automóvil me arrolló. Casi pierdo la vida por el número y nivel de las lesiones que sufrí. Basta decir que para estar de nuevo en pie me tuvieron que realizar 13 cirugías. El proceso fue muy largo, de más de tres años, dos de los cuales los pasé casi por
completo en cama. También fue doloroso y complicado no sólo en lo físico y emocional, sino en lo económico, porque perdí mi fuente de ingresos. Esa fue la primera vez que probé lo que es estar inmóvil, aislada, aunque con mucho cobijo. Angustiada por la falta de dinero, por las deudas que se acumulaban; aterrada por los gastos médicos que parecían no tener fin. Recuperarme me exigió tenacidad, voluntad, buen ánimo y, sin duda alguna, fe. Y lo mismo les exige la covid a quienes la sufren.
El panorama de hoy me recuerda al de aquellos días de 2012, de encierro, de angustia, de incertidumbre, de miedo ante la posibilidad de perder la vida, pero a diferencia de lo que experimenté aquel año, hoy yo no he sufrido ningún tipo de dolor físico, como sucedió antes, porque por fortuna no me he contagiado, pero acompañé a mi hermano durante su tránsito por la enfermedad, y a mi hermana que se hizo cargo de cuidar a su marido enfermo de covid. Es real, la posibilidad de verme batallando con el virus está ahí, flota en el aire, escondida en gotículas de saliva.
Soy editora, no teóloga, historiadora, filósofa o escritora, aunque sí escribo para mí y para algunos amigos a los que torturo con mis letras. Mi esfuerzo y atención se han centrado y centran en la edición de libros, sobre todo de Humanidades, en los que es evidente que la fuerza de la palabra es contundente, y su expresión más digna, sin duda, está en la literatura, por lo que será ella, la literatura, la herramienta que utilice para explicar mi experiencia de vida y de fe.
El accidente del 2012, como ahora la pandemia, me han llevado, casi de manera obligada, a reflexionar no sólo sobre la vida, sino también sobre la fe, pero el impulso para escribir sobre estos temas lo detonaron las respectivas preguntas de mis amigos Carlos y Sergio.
Carlos Mendoza[1] es fraile dominico, somos amigos desde hace como treinta años, y me ha acompañado en todas las circunstancias de mi vida, desde que nos conocemos. En aquella ocasión en que platicamos sobre la fe, me dijo que en su opinión el mundo se ha deshumanizado. Yo no estuve de acuerdo, le dije que a mi parecer, más bien se ha humanizado, a secas, y en cambio se ha desespiritualizado, y entonces fue que me preguntó sobre mi experiencia en la fe. Las respuestas a preguntas como: ¿qué es la fe para mí?, ¿cómo la entiendo?, ¿cómo la vivo?, ¿cómo se manifiesta en mis actos, sentimientos, en mi manera de pensar, de sentir, de vivir?, toman forma en este texto.
Sobra decir que soy católica, y en la Biblia hay un verso que dice:
Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. (Apocalipsis 3,20)
Elegí este verso no sólo porque es bellísimo en su sencillez, sino porque, como dijo en 1690 Jacques Bénigne Bosseuet sobre el mismo, “sólo un corazón que haya gustado esta dulce y mutua comunicación en el secreto de su corazón puede entender estas
palabras”,[1] y de manera humilde creo haber experimentado ese contacto.
Les anticipo que este no será un texto religioso, pero las respuestas que doy a preguntas fundamentales como las que me hicieron mis amigos casi me obligan a citar ciertos textos de este tipo, fragmentos de algunos, al menos para dar contexto a mi sentir.
¿Qué es la fe? Podemos traer a cuenta muchas definiciones que la explican, pero hay una en el Nuevo Testamento –que es de las primeras que existen sobre lo que es– que a mi me parece exacta. En Hebreos 11,1 se lee que la fe es “el fundamento de las cosas que se esperan y el convencimiento de las cosas que no se ven”. A mi me encanta, por ser en extremo sencilla y directa, pero también porque es suave, amable.
Para Iglesia católica, por su parte, la fe es la “la total aceptación de la doctrina y de la autoridad absoluta de Dios en lo que revela o promete revelar”. En lo personal esta definición me parece dura, impositiva, incluso la repelo un poco. Es incuestionable que muchos cristianos no aceptamos que las exigencias de la fe sean compatibles con las de la razón, y esto no es nuevo. Desde los primeros cristianos muchos han insistido en que la fe se percibe como un disparate, si Dios no te ha hecho la gracia de abrirte los ojos. En general los teólogos protestantes modernos subrayan lo subjetivo de la fe, su carácter individualista, y muchos han expresado la dificultad que implica intentar llevar en el día a día una vida cristiana, aceptando los credos como expresiones de fe.
Durante siglos religión y cultura estuvieron unidas y caminaron de la mano, pero esto ya no es así. El concepto de cultura lo
entendemos hoy como el conjunto de rasgos que caracterizan a un grupo social: los espirituales y materiales; los intelectuales y afectivos; los modos de vida; los derechos fundamentales del ser humano; los sistemas de valores, las tradiciones y, claro está, las creencias, y así entendida la cultura es que se ha independizado de la religión, y ha adquirido enorme pluralidad, además de que se ha enriquecido con una diversidad de costumbres, tradiciones y creencias, que implican distintas maneras de ver y vivir la realidad.
Y aunque es innegable que este pluralismo cultural ha desplazado añejas y cerradas ideas, creencias y tradiciones, y plantea nuevas posibilidades de libertad, también lo es que ha propiciado que surjan diversas reacciones ante los asuntos de la fe. Entre ellas está la apatía que muestran quienes viven una fe débil o vacía, como un simple cumplimiento de ritos y costumbres; el fundamentalismo de aquellos que se rebelan contra toda posibilidad o certeza de cambio que afecte su manera tradicional de entender y expresar la fe; el sectarismo de quienes no valoran positivamente la realidad y deciden apartarse de la sociedad para evitar contaminarse; el esnobismo de quienes aceptan cualquier idea o moda que los libere de asumir algún criterio personal o de comprometerse en alguna acción seria, o la adaptación, de quienes procuramos –porque me incluyo– hacer el ejercicio y esfuerzo de vivir nuestra fe adaptándonos a los cambios culturales, de manera crítica, pero con confianza.
Quienes así actuamos aceptamos con apertura lo que la cultura aporta de positivo a nuestra fe, para vivirla con mayor autenticidad y valor testimonial, y a la vez impregnamos nuestro ejercicio cultural, es decir, nuestro vivir, con los valores del Evangelio.
Y aunque suene a lugar común es desde la fe que los cristianos debemos estimular, enriquecer, purificar y perfeccionar el ejercicio individual de nuestra cultura, a fin de sumarnos y colaborar en la construcción de una sociedad más fraterna y solidaria, y tendría que ser la fe la base sobre la que nos comprometamos con las realidades sociales y la que nos orille a reclamar una constante atención a los problemas de este mundo.
Voces en los días del coronavirus 2020 / Doble encierro/Stella Cuéllar, editora
Creo que una cultura que se desentiende de los rasgos espirituales que la identifican queda mutilada en su ser, y que una religión pierde legitimidad y credibilidad si no toma en cuenta las realidades culturales en las que está inmersa. Es por ello que la relación entre fe y cultura no debe ser de oposición, sino de diálogo y apertura mutuos, pero esto sigue siendo un anhelo no alcanzado.
Como dije antes, la literatura será mi herramienta para responder las preguntas que detonan este texto. Incontables son los autores de todas las lenguas que han expresado y dado cuenta de su fe en sus textos, sean ensayos, cuentos, relatos o poemas. Yo me valdré de estos últimos, en lengua castellana, para desentrañar el misterio de la fe, de mi fe, que es la que le da los diversos tintes a mi vida.
Entre los muchos autores que podría citar están Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Del primero cito aquí: “Lo que vos queráis Señor”:[1]
Lo que Vos queráis Señor;
sea lo que Vos queráis.
Si queréis que entre las rosas
ría hacia los matinales
resplandores de la vida,
sea lo que Vos queráis.
Si queréis que, entre los cardos,
sangre hacia las insondables
sombras de una noche eterna,
sea lo que Vos queráis.
Gracias si queréis que mire,
gracias si queréis cegarme;
gracias por todo y por nada;
sea lo que Vos queráis.
Lo que Vos queráis, Señor;
sea lo que Vos queráis.
Juan Ramón Jiménez se abandona en absoluto en el Señor. No muestra límite ni mesura. De alguna manera le dice: “dispón de mi Señor”. Debo decir que yo jamás he experimentado ese nivel de abandono en el Señor, ni siquiera cuando estuve tan cerca de la muerte. Por su parte, Antonio Machado escribe lo siguiente, en un fragmento que tomo del libro Proverbios y cantares:[1]
Yo amo a Jesús que nos dijo:
cielo y Tierra pasarán.
Cuando cielo y tierra pasen
mi palabra quedará.
¿Cuál fue, Jesús, tu palabra?
¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?
Todas tus palabras fueron
una palabra: ¡velad!
La fe en Machado no es la del abandono en el Señor, sino la de la alerta, la del verbo hecho acción, la de vivir, y yo voy más por esta línea.
De la misma generación que estos dos grandes hay otro autor gigante con quien me identifico. Me refiero a Miguel de Unamuno, hombre con ansia de libertad, pero también de verdad, de certeza. En Unamuno la creencia en Dios responde a una necesidad intrínseca al hombre. Para él, y coincido, hay un imperativo vital que lo empuja a creer en Dios:
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta la realidad
por mucho que se expande para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.[1]
Unamuno necesita creer, necesita sentir, necesita saberse en Dios y a Dios en él, aunque esta necesidad no logre sostenerse en la razón, sino en el corazón. Agrega en otro texto: “Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por el camino de la razón, sino por el del amor […]. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle; hay que empezar por amarle, por
anhelarle, por tener hambre de Él, antes de conocerle”.[1] Así me siento yo… pero no sólo así.
De nuestras tierras y tiempos convoco a Jaime Sabines, quien escribe esto en un texto de Otro recuento de poemas 1950-1991:[2]
Para tu amor, Señor, no tengo apenas
otra cosa que dar que mi tristeza,
mis dos hijos, mi cama y mis penas,
mis esperanzas y mis noches buenas.
Para tu amor, Señor, no tengo nada,
nada más que mis huesos y mis prisas,
mis ojos, mis cabellos y mi almohada
y mi boca, repleta de cenizas.
Para tu amor, Señor, de mano abierta
y corazón arrodillado y manso,
aquí estoy al pie de tu puerta
y me regocijo y me canso.
Una fe sencilla, generosa y humilde es la de Sabines. ¿Cómo no sentir estos versos nuestros? Y sigo… contemporáneo, amigo entrañable, cómplice en la edición de libros, en la comunión de sentires y creencias, traigo a estas páginas a Alberto Vital, para que me ayude a explicarme con su poema “Hoy sé…2”:[3]
Y a mí también me tentará la nada.
Yo no soy quién para juzgar. Yo tengo
las manos llenas de piedras. Yo vengo
de mentir, de insultar, de odiar a cada
persona de las muchas que me ignoran,
de sentirme a la vez casa y camino.
Pero aún así juzgo: dictamino.
Veo a los que oran, piden, peroran.
Veo a tu Iglesia y me tienta el vacío.
La quiero más cerca de ti y del pobre
joven sabio que, enemigo del cobre,
corrió a los mercaderes, tuvo frío,
conoció el desierto, lloró en la cruz,
y fue luz al decir “Yo soy la luz”.
Alberto honesto, Alberto contundente, Alberto sin máscaras, que se atreve a mirarse en el espejo y no mentirse.
Y si bien la fe no enseña, sí instrumenta, suscita, alienta, habilita, provoca, alimenta, despeja nubarrones, aclara sentimientos. Lo viví en el 2012 y lo vi en mi hermano mientras luchaba por su vida, hace apenas unas semanas, o en mi cuñado, un hombre humanista, no católico.
Estoy cierta que la experiencia en la fe, como la experiencia de vida, se debe descifrar en primera persona, porque ambas se sustentan en convicciones personales. Para mi no es suficiente sentir cierta simpatía por Jesucristo, ni tampoco es suficiente una fe que sólo se identifique con tradiciones religiosas, o que se deje contagiar por el desencanto y la rutina. Para mí, la fe más que reclamar exige una gran fuerza.
En el hospital, cuando mi estado y situación eran críticos, alguien trajo a una tanatóloga para ayudarme. Yo apenas tenía un hilo de voz y de vida. Ella era la que hablaba, yo escuchaba, sentía. Me pidió que me concentrara e intentara ver cómo la luz y la fuerza del Cosmos entraban en mi cuerpo para sanarlo. Insistió en que esa luz recorrería mi ser, hasta la última célula, y lo curaría, porque el Cosmos es la fuerza de la vida, dijo, pero no lo logré. Otra persona trajo a un sacerdote para que me ungiera con los santos óleos, no para despedirme, sino para sanarme. Él lo hizo y me invitó a comulgar. No podía pasar una ostia completa, ya que apenas lograba abrir un poco la boca, pero él colocó en ella un pequeño pedazo de ostia e ingirió el resto en mi nombre. Dijo: siente a Jesús en ti, porque está contigo, y permaneció en silencio. Lo escuché, estaba asustada. Justo cuando tragué el minúsculo pedazo, una descarga eléctrica recorrió todo mi cuerpo. Viajó por mis venas y sentí calor. Hervía. Sudé. Brotaron mis lágrimas, pero me sentí reconfortada. Entonces supe que no moriría. Experimenté lo mismo en dos ocasiones más. La mejoría comenzó a presentarse como milagrosa.
Mi hermano Miguel, que recién acaba de salir del hospital, afectado por el virus que no deja de asolarnos, me contó que en sus largos días de hospital experimentó varios accesos de llanto y miedo que eran incontrolables, que simplemente no podía detenerse, que aquello era como una limpia. Que ese llanto en cascada lo vivió como una suerte de bautizo, que lo preparaba para vida, no para la muerte, y que cuando al fin cesaron esos ataques, supo que viviría.
En “La escritura de Dios”[1] Borges relata una experiencia similar. Cito un fragmento:
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. […] Vi infinitos procesos que forman una sola felicidad.
Entonces, la fe no es una creencia, no lo es. Más bien es una experiencia de relación que, como deberían ser todas las relaciones humanas, se establece y vive de manera libre y voluntaria.
Consiste, creo yo, en reconocer primero, en nuestro profundo interior, ese “algo” que no tiene un solo nombre para todos los habitantes de la Tierra, pero que es lo que nos define a cada uno de cierto; es nuestra esencia más pura; el diseño original, perfecto, amoroso, generoso, tenaz y fuerte; inquebrantable, incorruptible y, por supuesto, indestructible. Unos lo llaman “fuerza vital”, otros “poder del Universo o del Cosmos”, o bien le dan otros nombres. Eso no importa, lo que vale es que ese algo es el que nos hace sentir parte de algo más grande, del Todo, de Dios, del orden universal, o cósmico, del ciclo vital que no termina y del que somos parte, ya que, como dijo Borges, no sé si los conceptos difieren.
Ese algo es eso que nos hace estar en Él como parte de ese todo, al tiempo que Él está en nosotros, y ninguno estaría completo sin el otro. Y ese algo es lo que nos iguala o hermana a los seres humanos, ahí es donde nos tomamos de las manos.
Tener fe es, en mi opinión, es aceptar eso perfecto, divino, eso que nos extiende más allá de nosotros y nos une al Todo que conformamos todos, y convivir con esa cualidad intrínseca en términos de alegría, solidaridad y empatía. Es saber escuchar esa voz que desde nuestro interior, nos susurra, y dejar que guíe nuestro actuar, nuestro sentir y pensar; permitirle que influya y determine nuestro modo de vivir.
Creo que el ejercicio de la fe tiene varios niveles: con uno mismo; con ese “algo” muy íntimo al que yo nombro Jesús en mí, pero puede nombrarse de otros modos; y después con los otros, sean católicos o no lo sean, porque eso en realidad no tiene la menor importancia. Es decir, aceptando la pluralidad.
Estoy convencida de que estamos conectados unos con otros en esa esencia pura, y que lo que nos sucede, o le suceda a otro, nos afecta de alguna u otra manera a todos y a todo lo que tiene vida. Sabines coincide conmigo en “Mi Dios es sordo y ciego y armonioso”. Leamos un fragmento:[1]
Nadie se duela de la muerte de su hermano
más que de la del extraño.
Ni se goce en el nacimiento de su hijo
si no se alegra al parto de la desconocida.
Lo mismo es una flor que una hormiga
y la estrella es una flor elevada
y la piedra una flor resistente
--flor de grano de arena,
viento quieto, florecido.
Todo está sumergido y permanece
en el oscuro sol radiante,
en la líquida luz cuya forma enigmática
palpamos con los dedos
mientras el corazón pregunta: ¿qué es?
Es en estos términos que yo establezco mi relación con lo divino. Desde esta base es que practico la oración. La vivo como una experiencia privilegiada de encuentro y relación no sólo con lo divino, sino sobre todo conmigo misma. En ese silencio y paz hablo con Dios, el Todo que habita en mí; me acerco a él y lo escucho; le agradezco o pido lo que me sea benéfico y conveniente; o lo que sea bueno y útil para los demás, como el avance de la ciencia para enfrentar la pandemia, o la madurez y buen tino a quienes nos
gobiernan. También me quejo de los otros y me quejo de él. De que no se quedan en casa, de que no cumplen las normas, de que nos dejamos contrapuntear, o de que de que se ha llevado a quienes más amamos.
Creo que la oración adquiere mayor relevancia cuando es comunitaria, y estoy segura de que no sólo alimenta la fe, sino que también la fortalece; alienta el amor y la confianza. Cuando estamos en oración, sin importar nuestro credo o filosofía, entramos en un espacio en el que podemos mostrarnos tal cual somos: agradecidos y humildes; con fortalezas y miserias; es el espacio de la esperanza. La oración nos regala paz, y ésta, sin duda alguna, genera alegría. Esa fue mi experiencia en 2012 y también lo es ahora.
En estos términos celebro mi fe no sólo con quienes coinciden conmigo en mi manera de sentir y creer, sino sobre todo con quienes comparto el día a día, sin importarme su credo ni su fe. La celebro cada día procurando dar cuenta en mis actos del estilo de vida que elegí: el de entablar una relación con Dios a la manera en que lo hace un hijo con su padre; es decir, con sus días buenos y plenos, y sus días malos o indiferentes, y con Jesús y los demás hombres y mujeres con quienes comparto mis espacios, todos, una relación fraternal, también desigual, no siempre blanca, no siempre negra, pero siempre enriquecedora.
En estos tiempos de pandemia, quienes están en la primera línea de batalla contra el virus nos han mostrado, con hechos concretos, aquello que leemos en Juan 15, 12-13: “El amor más grande es dar la vida por los amigos”, y esos amigos son todos los que habitan la tierra con nosotros; los que comparten nuestros miedos, nuestra incertidumbre. Son, pues, o deberían ser, todos los otros.
La fe tendría que ser una suerte de lazo amoroso y de respeto hacia esos otros, porque en ellos, en cada uno, estamos nosotros mismos.
Coincido con Unamuno en que la fe implica hacer el esfuerzo de que nuestra inteligencia y voluntad colaboren o un poco se rindan para poder entender o aceptar la revelación que Dios hace de sí mismo en nuestras vidas y en nuestros aconteceres.
Mi fe no es religiosidad, aunque tome de ella ciertas herramientas y costumbres; tampoco es el conjunto de mis saberes. Mi fe se manifiesta en mi sentir, en mi voluntad, en mi capacidad de decidir; en mi capacidad de reconocerme falible, voluntariosa, torpe, pero capaz de modificarme; se traduce en mi manera de vivir y relacionarme con los demás. Estoy convencida de que somos perfectos, con todo y nuestras limitaciones; pues también somos evolución y alegría. Me aferro a creer que nuestro diseño es exacto y que naturalmente tiende al gozo y a la vida, aunque también a la rabia y a la frustración e incluso al odio. Con firmeza creo en nuestra capacidad de recomponernos, sin importar lo que nos pase, aunque sea algo terrible, como este virus que no nos deja, que quiebra nuestras familias y mina nuestras certezas.
Después de vivir lo que he vivido, me siento sorprendida y agradecida por el cobijo y apoyo que no sólo yo he recibido, sino por el que vi que recibieron mi hermano y mi cuñado, o también amigos, familiares y vecinos que han luchado, con mejor o peor suerte, contra el virus, por parte de quienes nos aman y conocen, pero más sorprendente aún es el que nos han dado quienes no nos conocen, ni saben nada de nuestros sufrimientos o penas. Es el mismo cobijo y apoyo que yo experimenté cuando sucedió aquel accidente, y el mismo que he visto reciben quienes han tenido o tienen que enfrentar otros tipos de males o violencias, que muchas veces propinan personas ajenas a nuestro entorno, o, peor aún, las generan quienes tendrían que habernos cuidado, amado o protegido. Esto hace que refrende mis creencias y mi fe.
Los tiempos de aislamiento forzoso, de encierro, de enfermedad y muerte que nos ha traído el coronavirus me hacen confirmar que somos un producto colectivo, que nos pertenecemos unos a otros; que después de los duelos; de aceptar las pérdidas o asumir nuevas condiciones, tenemos la capacidad de recomponernos con lo que nos queda, y sentir dicha y gozo a pesar de lo que sea, o aún en las condiciones más duras. Constato que estamos hechos para la vida en la alegría, para estar en plenitud, aún con nuestras heridas o miserias a cuestas, y muy a pesar de ellas, y muy a pesar de todo…
Dios, la vida, la fuerza de la naturaleza, o como cada quien quiera llamarle, nos dotó de todas las herramientas que nos impulsan en forma recurrente a la vida en plenitud.
Termino este texto con unos versos míos, segura de que descifré lo hoy es mi experiencia de fe, mi experiencia de vida:
Cómo se compone, Señor,
la entraña oscura y luminosa de tu abrazo,
que el hombre no requiere la ira,
ni el caracol la concha,
el cardo espinas
ni la fiera garras.
[1] Versión que parte del texto que leí el 3 de agosto de 2013, durante el “Coloquio 25 Soles: de la palabra al símbolo”, Versión editada del texto que leí el 3 de agosto de 2013, durante el “Coloquio 25 Soles: de la palabra al símbolo”, el cual fue publicado con el título “De que está hecha tu entraña, Señor, de qué está hecha?”, en Este País, núm. 276, abril de 2014, p. 103, sección Cultura, pp. 5-10.
[2] Nació en la ciudad de México. Es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Su experiencia profesional como editora suma más de 25 años. Ha colaborado y colabora para importantes instituciones públicas y privadas, entre las que destacan: la unam, la Secretaría de Cultura; la Universidad Iberoamericana Santa Fe, Artes de México y el Mundo; Siglo xxi, entre muchas más.
[3] Este país, 276, abril 2014.
[4] Fray Carlos Mendoza es dominico y organizó el Coloquio para celebrar el vigésimo quinto aniversario de su ordenación sacerdotal.
[5] Destacado clérigo, predicador e intelectual francés que a finales de la década de 1690 dijo esa frase. Citado en Francisco Contreras Molina, “Estoy a la puerta y llamo”. Salamanca, Sígueme, 1995.
[6] Juan Ramón Jiménez, “Lo que vos queráis Señor”, en Manuel Casado, Cantaré tus alabanzas. Selección de poesías para orar. México, Rialp, 2006, p. 67.
[7] Antonio Machado, “Yo amo a Jesús que nos dijo”, en Proverbios y cantares. Madrid, Movimiento Cultural Cristiano, 2006.
[8] Ibid., “La oración del ateo”, p. 149.
[9] Ibid., “Del sentimiento trágico de la vida”, p. 208.
[10] Jaime Sabines, “Para tu amor Señor”, en Otro recuento de poemas, 1950-1991. México, Joaquín Mortiz, 1995, p. 287.
[11] Alberto Vital, Regalos de tierra. México, Sansara, 2013, p. 52.
[12] Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, 4ta ed. México, Siglo XXI Editores, 1973, pp. 211 y 212.
[13] Jaime Sabines, fragmento del poema “Mi Dios es sordo, ciego y armonioso”, en Otro recuento de poemas, 1950-1991. México, Joaquín Mortiz, 1995, p. 288.