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19 Abril 2024, Puebla, México.

Ocho días en Puebla, En Puebla se acabaron las chinas..../ Guillermo Prieto

Ciudad /Cultura | Crónica | 28.ENE.2023

Ocho días en Puebla, En Puebla se acabaron las chinas..../ Guillermo Prieto

Jueves por la mañana

 

          Esperaba con ahínco la llegada del jueves como se aguarda entre convidados alegres y casquivanos la venida del más chisgaravís y parlanchín: el jueves se considera con el pretexto del mercado, el día de los cuchicheos, la congregación del las chinas, y como dije a mis lectores, la china es el sueño del oro y el ciprés de la plata para el natural y para el viajero.

         Aquel mustio y desprovisto mercado que en los días comunes es casi un lunar para la hermosa plaza mayor, el jueves revive y se alegra: se puebla de sombra de estera, bajo las cuales se instalan los puestos, formando calles y clasificándose los vendedores de la manera más metódica del mundo.

        Una calle atrae la curiosidad por los innumerables puestos de verduras, ruedas de cebollas, colinas de lechugas, y el encendido rábano y las coliflores pomposas y los simétricos montones de chiles poblanos; en otra calle los trastos de barro, de afamada loza y vidrio, en otras los huacales de los queseros y polleros, en otras y otras los mil vendedores de todas las abundantes producciones de los alrededores que se venden en aquel lugar, por esta circunstancia concurridísimo.

        Fuera del cuadro, pero cercanos, están los pacíficos asnos de los conductores de efectos en tertulia bulliciosa y en compañía amigable con el resto de las familias de los dueños, que bebe, y come, y chancea juguetona, con los retoños indígenas y con los paseadores festivos; por todas partes se distinguen lugares en qué saciar el apetito y apagar la sed, y esto da lugar a multitud de reuniones de almorzadores donde no es extraño escuchar los ecos festivos de una jarrita bulliciosa o de una dulzaina insurgente que da pábulo a las tentaciones y alienta la bullanga de la plebe.

       Como he dicho, a aquel lugar concurren en tropel ya las criadas viejas de los señores, canónigos, de armador y zorongo, zapato adusto y media de los indios, ya la señora de la casa con sus chicuelos y una criaduela minúscula con un enorme canasto, ya en fin, la china primitiva con su camisa calada, con su desgote subversivo, con su refajo malicioso y con todo aquel y aquella endenidá que confieso francamente, que me ataca los nervios.

        El regatear y los altercados, los gritos de los vendedores, y el conjunto, es imposible describir llamando singularmente la atención la falta de señoras que, como en el mercado de Toluca, matizan y embellecen esos cuadros de un modo democrático y encantador.

       En medio de aquella reunión tan esencialmente profana, no es explicable la impresión que causa ver sobre todas las cabezas una imagen, aislada, severa, casi prófuga del Señor, no se sabe de lejos con qué objeto, aquellos santos caminando por su cuenta y riesgo los había percibido de noche, en los portales, también aislados y como dando por humorada un paseo solitario.

            Pero en esta reunión tan fandenguera confieso que me asombró la presencia del Señor de tanto respeto. Acérqueme y vi a un Señor que pide, según un papel que llevaba en las andas, para su capilla; pero pide de la manera más popular y despreocupada en el roce más íntimo con la risueña plebe.

       El tráfico del mercado dura toda la mañana, alegrando corazones, derramando el contento, atrayendo algunos pisaverdes que van a una distancia respetuosa a formar corrillo y cosechar dengues y miradas expresivas.

       —No se canse usted, me decían en uno de los corrillos. Esto no sirve, se acabaron las chinas.

      —Los americanos las perdieron, ahora todas quieren túnico y soguillas de ámbar y cinturones y pañoletas.

      —Y eso cuesta un sentido; siendo indispensable la china.

      —Vea usted, un poblano sin china, es como un barbero español sin guitarra, como un contrabandista sin trabuco, como un partido sin periódico. Aquí tiene todo el mundo su china.

      —Cuestan mucho, y aniquilan a los cristianos para el pago del mercader o de la mercadela.

       —¡Cómo! ¿Cómo está eso?

      —Ha de saber usted, señor Fidel, que en esta heroica ciudad hay muchos comerciantes que la mayor parte de sus ventas las hacen fraude a sus marchantes, y conviniendo en recibir un tanto semanario o mensual. En esta venta periódica del mercader o del usurero, es cosa no para explicada; pero que muy pocos poblanos dejarán de comprender a usted.

     —¡Hola, Hola! ¿Con que también la usura?

     —Quite usted! Este es el pan de cada día; muchos no viven sino de eso, como los médicos a costa de la flaqueza de los prójimos.

     —¡Cáspita!

       El alegre mercado iba quedando desierto; los vendedores satisfechos recogían sus puestos, aparejaban sus asnos y se disponían a partir, lo mismo que hice yo, dirigiéndome a la casa de las diligencias.

      En este lugar tenía una cita con varios amigos, de los cuales deseaba recoger algunos datos, sobre la instrucción pública, adoptando con una y otra corrección los siguientes apuntes que después de lo dicho sobre el mercado, caían lo mismo que un par de trabucos sobre el cendal de un crucifijo.