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26 Abril 2024, Puebla, México.

Un año más que Cristo / Luis Gerardo Ortiz Corona

Cultura | Crónica | 25.MAY.2023

Un año más que Cristo / Luis Gerardo Ortiz Corona

Voy y vengo

“Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros” Sartre

Querida lectora, querido lector, este pasado 22 de mayo, fecha que rescata del santoral a la muy querida Santa Rita de Casia -patrona no oficial de esta hermosa ciudad de Chihuahua-, festejé mi cumpleaños número 34. Anticipo: la edad no tiene nada de especial realmente y seguro cometo harakiri (“ataque autoinfligido” en el idioma japonés) al develar semejante dato personal que podría sesgar el buen prestigio de mis (nuestras) columnas; sin embargo, creo que el pretexto es bueno para abrir la ventana de mi alma y ofrecerte un testimonio de quienes, sin saberlo, son a través de mí.

El sendero inicia en un hospital público. Un embarazo aparentemente normal desenlaza en un parto de tragedia, mal maniobrado de inicio a fin. La madre, primeriza; el bebé, cabezón y feo. Ustedes dirán: ¡No te atrevas a juzgar así la belleza de un recién nacido!, pero créanme, era feo. Ciertamente, menos feo que los pronósticos del gabinete médico que auguró los peores escenarios para esa vida nueva, pero feo al fin. El nacimiento, como dije, un espanto. El futuro, incierto. Papá y mamá, jóvenes, inexpertos y con una economía muy complicada. 

Los primeros años fueron de exigencia, sacrificios y apuestas. En la televisión se escuchaban repeticiones, hasta el hartazgo, de So-li-da-ri-dad, aquel programa de desarrollo que Carlos Salinas de Gortari implementó como baluarte de su política social. Los adultos de esas fechas, incluso los más jóvenes, dividían opiniones sobre la efectividad de dicho sexenio. Papá y mamá, al menos, festejaron en el supermercado. Compraron mucha despensa. Adquirieron una casa. Se cambiaron de colonia. Todo comenzaba a marchar mejor; pero entonces, de nueva cuenta, el drama. El niño, ahora de cuatro años, no podía respirar, tosía mucho, le dolía el pecho. Doctores, medicamentos, hospitales. Era asma, un padecimiento que nació con él, con ese bebé que ya no estaba tan feo, pero que tenía sus bronquios feos.

Los jardines se convirtieron en lecturas; las multitudes de niños, en una recamara con muchas fichas para armar en soledad. Poco a poco, sin forzarlo, ese niño creció abrazado de los libros que su mamá le acercó, los juguetes que su papá le regaló y la música que, esos ancestros, sintonizaron en la sofisticada consola de CD’s. Ahí sonaban Silvio Rodríguez, la Sinfónica de Londres, Lucio Dalla o Amparo Ochoa. El pequeño infante, así, alcanzó su primer lustro y luego otro.

Durante esos primeros diez años de existencia, la madre, acompañada de su vástago, terminó su licenciatura y lo hizo con mención honorífica; además, inició su vida como profesora (su materia favorita: historia). Su papá, mentalizado, multiplicó empleos, abrió emprendimientos casuales y llevó a su hijo, muchos domingos, al futbol y a la Sierra Madre Oriental, donde los ojos de ese pequeño retazo de ilusiones se impregnaron de pueblos, olores y costumbres de los pueblos totonacos, huastecos y nahuas.  

Llegaría, en el año número once, una compañerita, hija también de ese matrimonio, a la vida del niño feo, asmático, lector y futbolero. Esa criatura, llamada hermana, fue la declaración de libertad y amor más poderosa que, hasta ese momento, había podido ser revelada. Para empezar, la diferencia de edad le hizo sentir que no sólo era una relación fraterna; quizá, sin advertirlo, él estaba frente a un pequeño simulacro de lo que décadas más tarde se convertiría en el mayor amor de su vida. Para ese niño, convertido casi en púber, su hermana era la promesa más perfecta de que jamás estarían solos.

Con la pubertad llovieron más años. El niño se hizo joven, y ese joven era más feo. Tuvo un amor de fantasía, un amigo que duraría para siempre, varios cambios de colegio, una preparatoria llena de aventuras, varios viajes con su amada abuela -a quien le llamaremos “Chelito”- y un montón de borradores llenos de poemas incompletos, cuentos y prosas a compañeras que no existían.

El joven feo, se hizo adulto -ya menos feo- y estudió la universidad, licenciatura, maestría y doctorado. Se hizo profesor de historia. Se casó una vez; no funcionó. Viajó por todo el mundo. Escribió un libro sobre los derechos de los pueblos nahuas de la Sierra Madre Oriental; participó en otro. Leyó mucho. Hizo cientos de playlists diferentes, todos con trova cubana, salsa, rock en inglés y música clásica. 

El adulto feo encontró a una bella e inteligente compañera. Se casó con ella por una ley; se casó por otra ley. Se casó bien casado. Mandó a traer a un ser perfecto que ya no era feo; al contrario, era el ser más genial del universo. Juntos volaron a Chihuahua; ahí encontraron verdaderos tesoros: vecinos y colegas de oficina que se hicieron familia, cielos increíbles, vinos y quesos, muchos quesos, paisajes de postal, historias escondidas en cerros, librerías, casas antiguas y templos. 

El niño, el joven y el adulto, aprendieron a vivir gracias a ti, que me lees y que has conocido a ese personaje en alguna de sus facetas. Te debe tu tiempo, tu cariño, tu ejemplo. Si no le has conocido, querido lector, querida lectora, aprende de tus comentarios y a veces de tus silencios. Él es a través de todo lo que ha encontrado en ti. 

 

Voy y vengo.



Luis Gerardo Ortiz Corona

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